Oro azul

 

 

Con catorce grados bajo cero y un metro de nieve cubriendo las calles como una piel extra, descubrir dos ojos azul hielo asomarse al más crudo invierno no debería ser lo más chocante para los cachazudos habitantes de Cleveland, Ohio. Sin embargo, todo aquél que entraba en el hogar de los Newman a comienzos de 1925 se sorprendía de las dos gotas de aguamarina incrustadas primorosamente en el rostro regordete del pequeño Paul, nacido el pasado 26 de enero.

Teresa, la feliz madre, con sus delicados modales mamados de su alta cuna, no paraba de cantar a los familiares y amigos congregados las excelencias de los tres quilos seiscientos gramos de hermosura que había dado el crío en la báscula. Arthur, su padre, sonreía pensando que su floreciente negocio de artículos deportivos ya tenía dos herederos: Arthur, Jr., el primogénito, y ahora Paul. Con un poco de suerte, en unos años la casa familiar podría añadir unas cuantas habitaciones más de las once que tenía y, sin duda, el palacete resultante sería la envidia del vecindario, tan almidonado y decadente como unos cortinajes de cretona color mostaza vieja.

Sí, los Newman eran ricos y a mucha honra. El patriarca procedía de una próspera familia de inmigrantes alemanes judíos y Teresa hundía sus orígenes en el catolicismo húngaro de rancio abolengo. Una bonita mezcla. Así, a Paul no le faltó de nada durante su infancia. Ni los mejores colegios, ni los principios morales más serios -y casi calvinistas-, ni belleza física (como reza el dicho popular, «¿qué más quieres Baldomero si eres guapo y con dinero?»)... ni siquiera adolecía de cimientos intelectuales, toda una novedad en la cazurra Cleveland (gracias a su tío Joe, un hombre de letras, que le proporcionaba a su sobrino preferido toneladas de cultura que él consumía con voracidad glotona). Afortunadamente, sólo le faltó algo: el eco del terrible Crack del 29, cuyo epicentro se encontraba a suficientes kilómetros de Ohio como para no alterar demasiado la cuenta corriente de los Newman. Esta “suerte de los campeones” sería, a partir de entonces, prácticamente una constante en la vida del futuro actor (aunque, como decían en El color del dinero, hay gente que hasta convierte la suerte en un arte).

Hablando de interpretación, los primeros pasos de Paul encima de las tablas iban a enfrentarle a un bulldog en forma de dragón y a un bosque de Sherwood fabricado con papeles de periódico. Su tío Joe sería su primer profesor del Actor’s Studio y su primer director (más concretamente, compositor, ya que escribió a Paul una bonita canción para la función escolar de Robin Hood que él debía canturrear vestido de payaso. Tenía siete años como siete soles). En cuanto al bulldog, era el coprotagonista del primer gran éxito teatral de Newman: San Jorge y el dragón. Esta vez, el escenario iba en serio: el Cleveland Playhouse. Mamá Teresa aleccionaba a su niño (que ya tenía diez años) cómo interpretar al caballero lanceador, gracias a los rudimentos adquiridos en el teatro Hanna. A pesar de eso, la clave del triunfo se debió nuevamente a tío Joe, que propuso un truco infalible para que el viejo bulldog recuperase su furia medieval adormecida: meterle un terrón de sal por el trasero. Parece ser que el pobre chucho no echó fuego por ningún orificio pero poco le faltó.

Este prematuro triunfo tuvo algunas consecuencias en el perro y, sobre todo, en el niño. Sus padres aflojaron la correa y decidieron comprarle (al niño), por fin, los flamantes guantes de béisbol por los que llevaba suspirando desde los seis años, los profesores del colegio comprobaron con placer que aquel chico tímido y con ojos celestes del último pupitre, de una bendita vez, se interesaba en algo, y él se sintió con licencia para hacer payasadas (sus favoritas eran los cantos tiroleses y el do de pecho estilo grulla) y arrebatos dramáticos (alguna bruja de Shakespeare, fundamentalmente) durante las soñolientas reuniones familiares de los domingos. Pero todos le reían sus gracias, le concedían bulas académicas o, inevitablemente, alababan su belleza de querubín delgado, avispado y con mirada viva. Justo en ese momento empezaba a fraguarse un don que sería de capital importancia en su vida y su carrera: el encanto natural. Una varita mágica única para triunfar en el país de Oz o en el reino de Hamelín que es Hollywood S. A. La llave maestra para abrir de par en par el altar colectivo de los espectadores y, de paso, su monedero. La piedra filosofal que convertía todo lo que tocase en oro. Oro azul, naturalmente.

 

 

Pero primero había que ir cultivando la veta. Con literatura cinco tenedores (rusa, inglesa y francesa), con deportes surtidos (fútbol americano, béisbol y atletismo), con discusiones (en el instituto de Shaker Heights era el rey de las réplicas y contrarréplicas en el club de debate) y, cómo no, con teatro del bueno:

«Era muy inteligente y, algo curioso en un estudiante de bachillerato, le interesaba el arte dramático», recordaba William Walton, su profesor de inglés. Todos estos elementos iban forjando la rebeldía interior y taciturna de Paul, su runrún mental era como una autopista de diez carriles en plena «operación salida» y él sólo escapaba del embotellamiento a base de trabajo rutinario, ideal para desatascar arterias creativas.

A los quince años despachaba sandwiches en el Palacio de la Carne de Vacuno Salada de Danny Budin, a los quince y medio fichaba como un empleado más en la empresa paterna (aunque, para dar ejemplo, le obligaba a echar una hora extra diaria), y a los dieciséis, vendía enciclopedias de medicina familiar, psicología de formica y papillas eruditas de casa en casa, toda una escuela para probar el grado de convicción y encantamiento que era capaz de irradiar. Resultado del experimento: quinientos dólares (de la época) recaudados en un par de meses. Prueba superada.

Precisamente este último éxito le azuzó para convertirse en joven empresario, montando una obra teatral imberbe y tambaleante. La novatada le costó exactamente 495 dólares, invirtiendo los otros cinco en tomarse su primera copa y pensar en su futuro.

La opción más coherente, y la preferida por su familia, era estudiar Económicas y Dirección de empresas en la Universidad de Athens, Ohio. Con el pasaporte académico obtenido por los pelos (y por las convincentes maneras de su padre), Paul estaba a punto de engrosar las filas de los airados cachorros del Nuevo Bienestar Americano Post-29, al reclamarle la patria para otras filas menos gratas: el ejército.

Cuando Japón dejó como un colador Pearl Harbor un 7 de diciembre de 1941, Paul no se lo pensó dos veces: abandonó en la taquilla sus libros de economía y corrió a alistarse como voluntario en la Marina. Su intención era ser piloto, por lo que fue seleccionado para el programa de instrucción V-12 del Cuerpo Aéreo Naval, volando hacia la Universidad de Yale para engrasar motores. A pesar que el aire ilustre de Yale llenó sus pulmones de renovadas energías, Newman se encontró con un problema ocular que truncó su carrera como piloto: el daltonismo. Sin embargo, a pesar de la decepción, sirvió al tío Sam desde la retaguardia: concretamente, como operador de radio en aviones torpederos en el Pacífico, con base en Okinawa, Guam y Hawai. Desde allí los dos años de guerra se le pasaron sin mucha novedad en el frente, «bebiendo y leyendo todo lo que caía en mis manos, hasta diez o quince libros a la semana». Salvo por un avión kamikaze cargado de explosivos que aterrizó a escasos metros de su base y que volvió a demostrar que la suerte y él eran buenos aliados, la contienda pasó visto y no visto: «Justo cuando pensé que empezaba la acción, lanzaron la bomba atómica y la guerra terminó».

Como dijo el poeta, el conflicto bélico libera en los hombres una corriente de fuerza vital (quizá la energía de los esclavos) que, de alguna forma, regenera el mundo. Newman se sintió así cuando regresó a las aulas (esta vez, en la Universidad de Kenyon Collegue) en abril de 1946. Él, tímido y poco dado a los aspavientos, se convirtió en el rey del campus, en el que más ligaba, el que mejor jugaba al fútbol americano, el que bebía más cerveza. La leyenda del indomable Paul Newman quizá empezó allí. Y quizá terminó cuando la policía le detuvo una noche por graves altercados callejeros junto con otros cinco compañeros de jarana y peleas. Como condena, su expulsión del equipo de fútbol y, sobre todo, la vergüenza infinita de sus padres, quienes veían que no hacían carrera del chico.

Por suerte, él mismo se ocupó de ello gracias, de nuevo, al teatro. Cuando las aguas volvieron a amainarse, Paul consiguió el papel de Hildy Johnson en una versión de Primera plana representada por el departamento de teatro de la facultad. El éxito cosechado le animó a seguir y no parar, a que la ficción le deportase más alegría y serenidad que su rocambolesca existencia y su flamante título de licenciado (aunque esto, al menos, le valió un olfato para el pequeño negocio que fructificó con su revolucionaria idea de una lavandería con barra libre de cerveza para atraer clientela). No se equivocó.

 

 

Cuando decidí ser actor no buscaba reafirmar mi identidad; solamente huía desesperadamente del negocio de mi familia. Ser un actor era una alternativa feliz a un modo de vida que para mí no significaba nada».

Mientras convertía en un sombrero napoleónico su diploma de licenciado en Ciencias por Kenyon, Paul esperaba el tren de las cuatro a su nuevo destino: Williams Bay, Wisconsin, con un crujiente contrato para la gira teatral veraniega bajo el brazo. Según confesión propia (una de las pocas que se le consiguen arrancar de esos años oscuros o, al menos, diluidos en gris), Williams Bay fue su verdadera academia socrática, donde corrigió y aumentó los resortes básicos de su vida y de su oficio. Fueron unos preciosos asaltos de tanteo antes de empezar la verdadera lucha (que iba a tener algo más de doce asaltos).

A finales de 1949, Newman cruzó a la acera de la compañía The Woodstock Players, de Illinois, con la que intervino en obras como “Suspect”, “Cyrano de Bergerac” c (adivinen qué papel le tocó), “The Clandestick Maker”, “Dark of the Moon”, “El zoo de cristal” (que cuarenta años después dirigiría él mismo, esta vez en tablas de celuloide) y “John y Mary”, donde conoció a una chica con ojos de gacela Smith y cabello dorado llamada Jackie Witte.

Acotación al margen: Newman y las mujeres. Como es fácil suponer, un tipo que dejaba el canon griego de belleza a la altura del betún, como quien dice (o, como dijo Chesterton, «era una criatura tan singular que creó su propio canon»), no tenía muchos problemas para ligar con «chicas disponibles de Instituto y amiguitas provincianas de facultad». Lo mejor de ser guapo debe ser serlo sin querer. Paul Newman era (y es) guapo porque la naturaleza (y sus padres, también atractivos) le hizo así, aunque nunca ejerció de tal ni desplegó el abanico de pavo real para dar sombra a quien se terciara. Él siempre fue consciente del clásico doble filo de la belleza en el arte: atrae al público pero repele a la crítica. Quizá por eso tardó treinta años en ganar un Oscar y también gracias a ello usted está leyendo esta biografía y admirando sus excelentes fotos.