Woody por la tarde

 

A fecha de hoy (febrero de 2003), Woody Allen ha escrito y dirigido treinta y dos largometrajes (y un tercio de una obra antológica) en los treinta y cuatro años transcurridos desde que decidió, a finales de los años sesentas, que no realizaría películas a menos que fuera su único e indiscutible autor. Esta determinación ha flaqueado en algunas ocasiones. Así, ha aparecido en algunas películas que no escribió ni dirigió, y ha permitido que otras personas dirigieran adaptaciones de sus obras, No te bebas el agua y Sueños de un seductor, por citar algunos ejemplos. Aun con todo, su carrera es asombrosa (prácticamente una película por año desde Toma el dinero y corre estrenada en el año 1969), y no encuentra parangón en la de ningún otro cineasta norteamericano contemporáneo.

            Tendríamos que retroceder a los años treintas y los cuarentas, cuando los estudios se organizaban como las fábricas de producción en serie, para encontrar directores de cine contratados cuya filmografía sea tan prolífica como la de Woody Allen. Pero estos artesanos rara vez escribían los guiones que posteriormente rodaban. Ni actuaban en sus largometrajes, como ocurre con Woddy en la mayoría de sus películas. Así como tampoco los estudios solían otorgar tanta voz a los directores en lo concerniente al elenco, la postproducción y el montaje, la banda sonora, la estrategia de promoción o la publicidad y la distribución de sus obras para la gran pantalla (siendo Alfred Hitchcock una notable excepción), aspectos todos ellos en los que Woody tiene una participación muy activa e intensa. Ni tampoco estos directores desarrollaron otras actividades paralelas como las de dramaturgo y escritor de piezas de corte humorístico.

            Hay que buscar en otros derroteros para encontrar carreras equiparables a la de Woody Allen. En Europa, Ingmar Bergman ha creado una obra comparable en fecundidad e independencia (aunque desde luego Woody resistiría cualquier otra comparación entre su obra y la de Bergman). A la sazón, algunos han mencionado la carrera de Charles Chaplin, aduciendo que en ciertos aspectos es análoga a la de Woody. Como actores, ambos, en su mayor parte, interpretaban un solo personaje altamente definido. En su faceta como cineastas, los dos trabajaron con total independencia: Chaplin porque se autofinanció todas sus películas salvo una; y Woody porque jamás aceptaría el respaldo de alguien que supusiera una amenaza de interferencia sobre su propia visión de las cosas. Algunos observadores han llegado a comparar sus vidas personales, dado que ambos, a una edad avanzada, escandalizaron tanto a la prensa como al público al iniciar relaciones sentimentales con mujeres mucho más jóvenes. Cabe recordar, empero, que muy poca es la importancia que se le ha conferido al hecho de los dos, tardíamente también, obtuvieran gran satisfacción de dichas relaciones.

            Pero incluso esta comparación se quiebra. En el caso de Chaplin, una vez que comenzó a hacer largometrajes, la velocidad de su producción disminuyó considerablemente. En el periodo comprendido entre los años 1924 y 1967 tan sólo realizó diez películas, menos de la tercera parte de la producción firmada por Woody en un periodo de tiempo similar y, quitando las obras maestras (Una mujer de París, El circo, Luces de la ciudad), en su globalidad la obra de Chaplin no es necesariamente mejor que la de Allen, con mayores aspiraciones quizás, pero no mejor.

            La diferencia estriba mayormente en una cuestión de anticipación y expectativas. El mundo (tal vez incorrectamente) espera más de una creación artística que ha sido arduamente trabajada a lo largo de los años que de otra que parece haber sido realizada a gran velocidad. Es más, los últimos trabajos de Chaplin abordaban temas sociales muy obvios y de gran calado (la alienación del trabajo, el fascismo, las iniquidades del capitalismo), siendo así que las películas de Woody apenas tocan tangencialmente estos asuntos.

            La obra de Woody se resiente ante las comparaciones de esta índole. Esto es algo que casi se da por hecho, al menos al referirnos a su escaso público norteamericano, como si el estreno anual de la última película de Woody Allen fuera algo semejante a una festividad nacional de menor importancia, esto es, se nota cuando pasa pero nunca se celebra, con la excepción de una minoría de fieles seguidores que guarda largas colas y mantiene su habitual compromiso con ella. En cierto sentido, es lo mismo que ocurre a los italianos con el día de Cristóbal Colón o a los irlandeses con el de San Patricio. Y aun los más leales a Woody a menudo evidencian un tono levemente quejumbroso cuando comentan sus películas más recientes.

            De una u otra forma esto es comprensible. Con algunas notables excepciones, Woody sigue ambientando sus películas en ese entorno que comenzó a explorar con la tan querida Annie Hall, o sea: contextos urbanos, con personajes de cultura media  y prósperos (y ahora envejeciendo). Pareciera, por tanto, que repite la misma vieja historia de siempre. Algo en lo que el público algunas veces se equivoca. Sí, sus películas todavía tratan de matrimonios románticos; en ellas descubrimos a sus personajes principales en un estado de constante inquietud y desasosiego, o de abierta rebelión contra sus relaciones, y luego se embarcan en otras relaciones nuevas, alcanzando un final no mucho mejor. Pero aun cuando Woody mantiene las convenciones de lo que podríamos denominar la comedia anti-romántica, tal como la desarrolló más o menos en solitario muchos años atrás, y ciñéndose siempre a los límites de esa forma, cabe destacar que ha ampliado en gran medida sus subtextos y refinado su estilo.

En honor a la verdad, podría decirse que puede igualar a Chaplin, o a cualquier otro cineasta que nombremos, en la atracción que siente por los grandes (e insolubles) temas existenciales que atañen a todos los individuos. En este trabajo quiero poner el acento particularmente sobre el hecho de que muchas de las películas más memorables de Woody Allen han trasladado con gran personalidad (aunque a veces esto pase desapercibido) desde la literatura al cine la sustancia y los modos del llamado ‘realismo mágico’, ese ‘fenómeno que se caracteriza por la natural incorporación de elementos fantásticos y míticos a una ficción que de otro modo resultaría netamente realista’, tal como un conocido diccionario literario define el término.

Me interesa sobremanera indicar que este aspecto ha sido completamente ignorado por buena parte de la literatura crítica que ha proliferado en torno a la figura y la obra de Woody en el último cuarto de siglo. En su mayoría, sus comentaristas han preferido calcular la posición relativa de este o aquel filme respecto de otro según el baremo que registra su capacidad para provocar las risas entre la audiencia. O bien se han limitado a expresar el deseo de que Woody haga alguna otra cosa en la línea de Bananas.

Todos éstos, y mucho otros, son temas que preocupaban a Woody cuando lo entrevisté durante varias horas en aquel otoño de 2001. Algunos fragmentos de aquella conversación conformaron el sustrato de un programa de televisión de noventa minutos de duración que realicé en torno a su persona y sus películas para Turner Classic Movies, y que aparecen aquí con ligeras correcciones y adaptados a la forma escrita. Con la introducción de aquella entrevista quiero explayarme desde una óptica crítica e intentar algo que, hasta donde tengo conocimiento, nadie ha intentado antes: un análisis más o menos ordenado de las películas de Woody Allen, poniendo especial énfasis en sus interconexiones temáticas en evolución constante.

Modestia aparte, considero que gozo de una excelente situación para acometer con garantías de éxito esa tarea. Para plantear mi entrevista correctamente, visioné todas y cada una de las películas de Woody Allen en un corto periodo de tiempo, inferior a un mes. Es muy infrecuente que un crítico lleve a cabo semejante inmersión en la obra de un solo artista. Normalmente uno conoce el trabajo de un director a medida que se proyecta en las salas y debe fiarse de su siempre falible memoria a fin de notar las congruencias e incongruencias que plantea una pieza en relación con las precedentes. Además, por lo general no se tiene la posibilidad de hablar con el artista inmediatamente después haber realizado semejante inmersión. A decir verdad, en el decurso de nuestra charla Woody musitó una o dos veces que yo gozaba de una cierta ventaja sobre él, puesto que no había visto recientemente ninguno de sus filmes anteriores y yo evidentemente sí. Finalmente, en los seis meses que dedicamos a dar forma concreta a nuestro programa, visioné, prácticamente a diario, varias de las películas más descollantes de su carrera. En resumidas cuentas, creo poseer un criterio bien fundamentado y cierta autoridad sobre la obra de Woody Allen, así como unos conocimientos que, al menos en este momento, nadie puede igualar.

Mas allá de lo anterior, mi simpatía hacia el trabajo de este autor data ya de muy antiguo. Se trata de un cineasta por el que he sentido un profundo respeto desde hace ya tres décadas, desde que me dedico a la crítica de cine, y sobre el que había escrito varias semblanzas de cierta entidad. Parte de esta consideración responde sin duda a motivos generacionales. Somos prácticamente de la misma edad; hemos leído los mismos libros, hemos visto las mismas películas, y hemos soñado la vida en las grandes ciudades de manera similar (él nació en Brooklyn, yo nací en Milwaukee, pero ambos nos situamos, hablando siempre desde el plano emocional, en una posición equidistante con respecto a las agujas de Manhattan, a las que conjunta y paralelamente aspirábamos).

Esto dice muy poco de aquellas cosas de las que independientemente y por separado aprendimos a desconfiar, a saber: la religión organizada, la política convencional (y la revolucionaria), la América corporativa, el crecimiento personal que dictan las modas, ya sea cuando implica seguir una dieta, el misticismo de masas o, por extensión, la aromaterapia. Somos, en mi opinión y básicamente, dos existencialistas acosados por la muerte, el silencio del universo, la ausencia de Dios, y dependientes de un trabajo que nos distrae y evade de la nada que nos rodea, si bien a su vez estamos convencidos de que tan sólo es un pasatiempo que nos conduce desde la cuna hasta la tumba.

No tengo una relación de intimidad con Woody Allen. Nos conocimos por casualidad hace ya mucho tiempo, durante nuestras correrías de juventud, siempre esperanzadas, por la ciudad de Nueva York. Empezamos a reconocernos, mutua y más formalmente, a medida que nuestras carreras progresaron, y ambos coincidimos en algunos acontecimientos de naturaleza social y profesional con el paso de los años. Pero creo que mi lectura favorable de su obra existiría aun si no lo hubiese conocido nunca. Simple y llanamente, su obra me interpela, me habla y, a veces, habla por mí, de una manera natural y poco compleja. Es más, me siento obligado a decirle, estimado lector, que si no comparte esa querencia, está leyendo el libro equivocado.