"The quiet girl"

"The quiet girl"

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La web oficial.

El argumento: La Irlanda rural, 1981. Cáit es una reservada niña de nueve años que está desatendida por parte de su pobre, disfuncional y demasiado numerosa familia. Se enfrenta en silencio con dificultades en la escuela y en casa, y ha aprendido a pasar desapercibida para cuantos la rodean. Cuando llega el verano y se acerca la fecha del parto de su madre, Cáit es enviada a vivir con unos parientes lejanos. Sin saber cuándo volverá a casa, se queda en el hogar de unos desconocidos sin más pertenencias que la ropa que lleva puesta. Poco a poco, y gracias a los cuidados de la familia Kinsella, Cáit realiza notables progresos y descubre una nueva forma de vivir. Pero en esta casa donde reina el afecto y no parece haber secretos, ella descubre una dolorosa verdad.

Conviene ver: “The quiet girl” es una de esas películas pequeñas que terminan arrebatando por su sencillez, ternura, humanismo y universalidad tal y como ocurriera el año pasado con "Petite maman" de Céline Sciamma. En este caso a través de las vacaciones de una niña, callada e insegura, que se abre al mundo durante un verano en el que convive con una familia lejana, la cual le permitirá ser quien es ante la seguridad, confianza y amor que percibe frente a un hogar con sus padres y hermanas en el que todo es ruido, desdén y falta de atención. Colm Bairéad debuta en la dirección y con una precisa nimiedad narrativa es de esos que cuenta mucho con tan poco adaptando el relato publicado por Claire Keegan en The New Yorker. Cáit es una niña que ha nacido en una familia caótica en la Irlanda rural de los 80, espacio en el que no tiene voz y en el que tampoco encuentra el caldo de cultivo para desarrollarse como persona o poder expresarse a los demás lo que le ha convertido en una sombra de lo que es realmente, desatendida y retraída, un punto cada vez más pequeño ante la inmensidad del lugar. Todo hasta que un verano lo cambia todo para siempre descubriendo la niña una nueva familia que supone el asidero que necesita en unos escenarios luminosos y majestuosos para encontrar el respeto y sentirse feliz encontrando un hueco en el mundo.

“The quiet girl” se adentra desde la mirada infantil, observacional y sin filtros, a lo que es un mundo adulto que se mueve en el frenesí diario y que no repara en lo que tiene alrededor y en las distintas necesidades que implicada cada persona. Una cámara que se centra en todo momento en una protagonista que sabe que la naturalidad y la sutilidad es virtud frente a excesos para subrayar unas emociones que aquí no necesitan de ser lanzadas a la cámara sino que van fluyendo con la naturalidad que supone un punto de inflexión en un momento de la vida en el que se es esponja a la hora de ver el mundo que nos rodea. Una familia de origen que te quita de encima como una carga durante un verano y otra que acoge y comprende a pesar de que ese afecto nazca del dolor y de un hecho traumático. El director explora cada uno de los espacios de un entorno que es definitorio pero que también muestra lo complejo de las relaciones familiares y de ese ambiente que todo lo impregna en el que las reglas de la consistencia de un sentimiento y de una forma de ver el mundo y tratar a los demás está por encima de todo lazo biológico. Un entorno que coarta frente a otro que impulsa un crecimiento emocional frente al drama siendo más importante lo que no se dice que lo que se verbaliza en una época para un país en el que prima la falta de oportunidades y el futuro que se dará a las nuevas generaciones está en entredicho. Sentimientos y emociones, miradas y silencios, atención y empatía, las pequeñas rutinas y los olores y espacios de un remasdo de paz en una de las sorpresas del año a la hora de hablar de esos temas tan importantes pero tan complejos de plasmar en pantalla.

“The quiet girl” nunca cae en la sensiblería ni en recursos facilones y sabe que entre la luz y la oscuridad está el mundo de grises que en realidad es la vida para una niña que, de tanto mirar, ha aprendido a madurar a la fuerza, ante el miedo y confusión fruto de la inseguridad que siente, aunque como todos lo que necesite es el cariño que le haga sentir alguien querido y no un bulto sospechoso que estorba y que, precisamente, por no ser como los demás con los que convive hace que se enfrente a miradas de desdén y etiquetas de ser la oveja negra de la familia lo que le hace no sólo no haber aprendido a leer con fluidez sino a seguir orinándose en la cama. Todo abordado con un primoroso cuidado del detalle en cada gesto que sólo destila para esos nuevos padres fortuitos la muestra de que, a ellos sí, esa nueva persona que ha llegado a sus casas les importa de verdad y están dispuestos a darle todo el amor que tienen por dar y todo el consuelo mutuo que necesitan en el que no hay riñas ni desprecio sino comprensión y apoyo. Esta Cáit que dice las palabras justas porque no necesita emplear más, frente a un mundo de discursos vacíos y esclavos de sus palabras, chismorreos hirientes y padres que tienen hijos porque es lo que toca y como una inversión de futura mano de obra barata para las granjas en la que viven, y que encuentra lo que le había sido privado y que ni siquiera sabía que echaba de menos por el hecho de que le hicieran creer por los gestos recibidos que no era merecedora de ello. Una diferencia de clases que también se plasma pero que queda como un esbozo ya que no es esa la que marca la forma de actuar frente a los demás sino la de las personas que la forman. Una conmovedora combinación de palabras, miradas y silencios en un retrato de soledad, de la capacidad de adaptarse al entorno que toca vivir en cada momento y de la necesidad de sentirse valorado en el que cada detalle es la muestra del amor más desinteresado e incondicional bien sea preparando la comida, mordiendo una galleta intencionadamente dada, tomando un baño, peinando la melena, abotonándose un abrigo, corriendo por el campo, barriendo el suelo de la granja o dando de comer a un ternero. El contraste de una casa sin afecto a un hogar sin secretos por el hecho de que no se deje que la vergüenza traspase la puerta. Una de las revelaciones del año que se empapa de gestos domésticos para asestarnos un golpe de contundencia del que pocos pueden quedar inmunes a la hora de poner sobre la mesa el dolor silente como protección frente a la amargura del rechazo y la soledad y la capacidad necesaria para poder alzar la cabeza y llamarse con propiedad familia más allá de cualquier lazo de sangre. Una niña que abrirá los ojos a la muerte y a la tragedia (algo de lo que era desconocedora) pero que con la confianza y el amor se entiende y contribuye a la forja de una personalidad que sabrá encajar los golpes del día de mañana. Incluso sabiendo que esas semanas puedan ser un espejismo temporal, que hará que luego sea más duro volver a la realidad, uno no puede dejarlo pasar con el fin de abrazarse a ello (también en señal de agradecimiento a ese padre que se lo ha ganado por los hechos y no por el árbol genealógico) por lo necesario que ha sido vivir ese tiempo tanto para unos como para otros, al haberse quedado estancados en sus vidas al pensar que habían perdido la oportunidad de volver a sentir y considerarse útiles en el mundo de cara a los demás. Una delicia en la que cada plano es una joya y que hermana a John Ford con Terence Davies y también a François Truffaut con Víctor Erice.

Conviene saber: Mejor fotografía en los premios del cine europeo 2022, Espiga de Plata en el Festival de Valladolid 2022 y nominada al Oscar 2023 a la mejor película internacional.

La crítica le da un OCHO

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Él, el oyente Javier, el lingüista
Él, el oyente Javier, el lingüista
1 año atrás

¡Qué delicia de película! ¡tan sencilla, tan pocos diálogos, tan profunda! Meha encantado.

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