1935 TRIUMPH DES WILLENS 

DIRIGIDA POR LENI RIEFENSTAHL ESCRITA POR WALTER RUTTMANN Y LENI RIEFENSTAHL 

El triunfo de la voluntad 

En la noche del 27 de febrero de 1932, el gigantesco estadio Sportpalast de Berlín registra lleno absoluto. Veinticinco mil personas rodean lo que un día fue una pista de patinaje sobre hielo. Ondean  banderas, estallan vítores y cánticos ocasionales entre la multitud expectante. Veinticinco mil pares de ojos observan el escenario, ante  el que se yergue un micrófono absurdamente grande. El hombre llega poco después de las diez de la  noche. Es un tipo bajo, vestido con un traje elegante, como suele, con el pelo peinado hacia un lado,  con un pulcro bigote cuadrado. Tiene un aspecto insignificante, pero cuando empieza a hablar,  comprendemos que sus palabras hipnotizan a la multitud. Habla del oprobio que ha sufrido el pueblo  alemán, de la ignominia del tratado de Versalles, de la debilidad de los políticos pusilánimes que no  pudieron evitarlo. Hurga sin esfuerzo en los miedos e iras de una multitud intimidada, ansiosa, habla de  la pavorosa tasa de desempleo, del miedo a los atentados terroristas. A veces parece que la voz del  orador sea la voz de los espectadores, y viceversa.
Veinticinco mil pares de ojos, pero nosotros sólo reparamos en uno. Pertenecen a una ex bailarina y  ahora emergente directora de cine, Leni Riefenstahl, treinta años. Leni ha acudido a un mitin político  por primera vez en su vida. Escucha fascinada, como todos. Años después afirmará: «Tuve una visión  casi apocalíptica que nunca he podido olvidar. Me sentía paralizada». Empieza a sentir que su vida  está cambiando para siempre.
Suyos son los ojos a través de los cuales el mundo verá a Adolf Hitler durante los años de la guerra  que se avecina: son los ojos, en gran medida, a través de los cuales vemos hoy al dictador nazi.
Leni Riefenstahl es la directora más polémica de la historia del cine. Para algunos es un monstruo  irredimible, una maestra de la propaganda, una cómplice de los horrores del régimen nazi. Otros la  consideran una artista ingenua, manipulada por un régimen maléfico, pero inconsciente de la  explotación de que podía ser objeto su arte. Para otros tantos es un icono feminista, una mujer fuerte  que tuvo que tomar complicadas decisiones morales en su trabajo en el seno de una industria  dominada por los hombres. Lo que pocos ponen en entredicho es la extraordinaria calidad técnica de  su trabajo. Sus documentales El triunfo de la voluntad y Olympia son, para bien o para mal, sendos  hitos de la historia del cine.
Nacida en Berlín el 22 de agosto de 1902, Bertha Helene Amalie Riefenstahl fue una rebelde desde el  principio. Su padre, Alfred, un empresario que había medrado hasta acceder a la respetable clase  media, era una especie de déspota de andar por casa. Frío con sus hijos (tres años después llegó un hermano, Heinz), sufría  explosiones de cólera cada vez que su autoridad era puesta en entredicho. La madre, Bertha, le tenía  tanto miedo como los niños, pero a ella le gustaba el arte. Algunos dicen que la distante relación que  Leni mantenía con Arthur generó en ella la necesidad de una nueva figura paterna. Puede que la  encontrara después.
Pero Leni no se dejaba intimidar fácilmente. Cuando su padre se iba de casa, en uno de sus  frecuentes viajes de trabajo, ella y su madre se entregaban a sus aficiones artísticas. Cuando el padre  estaba en casa, Leni se limitaba a ignorarlo, a pesar de sus sus gritos y de sus palizas. Se aficionó a la  danza y se matriculó en una academia sin informar a Alfred. Llegó a tener éxito en este campo,  desarrolló su propio estilo expresionista y obtuvo buenas críticas, hasta que una lesión puso fin a su  carrera al cabo de ocho meses. La clase de calamidad que hubiera acabado con la confianza de una  persona más débil. Ella prefirió dedicarse al cine.
La carrera cinematográfica de Riefenstahl empezó en el andén de una estación de Berlín. Mientras  esperaba un tren, reparó en un cartel que anunciaba el largometraje Der Berg des Schicksals (1924).  La cinta pertenecía al subgénero de cine montañés; películas de factura espectacular, filmadas en los  esplendorosos parajes de las Dolomitas, en las que tipos musculosos de aspecto teutónico saltaban de  cima en cima, en pos de un argumento más inconsistente que el propio aire.
Der Berg des Schicksals fue uno de los ejemplos más populares del género. Su director, el doctor  Arnold Fanck, fue el James Cameron de este filme, cuya combinación de belleza natural y  exuberancia atlética cautivó a Riefenstahl. Con su seguridad característica, Leni localizó a la mayor  estrella del género, Luis Trenker, y anunció al atónito alpinista que iba a ser la protagonista de la  siguiente película del doctor Fanck. Ni se le ocurrió pensar que su absoluta falta de experiencia como  esquiadora y escaladora pudiera ser un obstáculo en su ambición. Como lo podía ser el hecho de que  no conocía al doctor Fanck. No lo fueron. Consiguió una cita con Fanck y se convirtió en la  protagonista femenina de La montaña sagrada (Der Heilige Berg, 1926). El hecho de que un amigo y  admirador aceptara financiar el veinticinco por ciento del filme no fue ajeno a este éxito de Leni.
 La carrera cinematográfica de Riefenstahl prosperó tanto como la escénica. Unos años después era  una estrella local de mediana categoría. Pero se sentía limitada por las películas montañesas. En  Alemania funcionaban bien, pero en el extranjero tenían poco tirón. Ella quería ser la nueva Garbo, y  para lograrlo tuvo la idea, inconcebiblemente radical para la época, de dirigir su propia película, en la  que ella, como protagonista, se presentaría bajo una luz más atractiva para el público internacional. El  resultado fue La luz azul (Das Blaue Licht). Un cuento de ha das ligeramente chapucero, con Leni en  el papel de Junta, una joven gitana que ansía descubrir el secreto de la luz azul que emana de la cima  de una montaña. El final es trágico: Junta descubre el secreto y se lo cuenta a un vecino del pueblo,  pero la gruta de cristal de la que emana la extraña luminiscencia es saqueada. Luego, para colmo, la  protagonista cae al vacío desde la cima de la montaña.
Como carecía de experiencia como montadora, Riefenstahl pidió ayuda a su mentor, el doctor Fanck,  pero no fue una colaboración afortunada. Fanck, ofendido quizá por la deslealtad que para él  significaba hacer una película sin su concurso, dijo luego que había sido él quien reeditó el filme a  petición del estudio, porque Leni presentó un primer montaje compuesto casi exclusivamente de  exquisitos planos de su persona. «Vi seiscientos cortes y ni uno solo estaba bien», afirmó el director  años después. Riefenstahl, en cambio, acusó a Fanck de arruinar un primer montaje, obligándola a  secuestrar el negativo para ‘salvar’ su propia película. «Desde mi punto de vista se la había cargado»,  afirmó más tarde la cineasta. «[Cuando la vi] me quedé helada. Me puse a llorar».
La cinta se estrenó el 24 de marzo de 1932, y obtuvo reacciones diversas. Algunos críticos la  interpretaron como lo que había pretendido hacer Riefenstahl, un “poema” romántico cinematográfico,  otros la definieron como sensiblera y fraudulenta. Riefenstahl reaccionó iracunda: «¿Cuándo  entenderán nuestra mentalidad esos críticos judíos?», le dijo a un amigo. Más tarde anunció:  «Mientras los judíos sean críticos de cine, nunca triunfaré. Pero cuidado, cuando Hitler coja el timón,  todo cambiará».
Son los primeros síntomas de antisemitismo en la vida de Leni. Muchos de los colaboradores con los  que había trabajado en las películas montañesas y en La luz azul eran judíos, pero cuando los nazis  llegaron al poder fueron eliminados de la historia de la cinta y de los títulos de crédito. Luego,  Riefenstahl negó haber proferido comentarios antisemitas, pero lo que es seguro es que en algún  momento del rodaje de la película había cogido un ejemplar del libro de Hitler “Mein Kampf ” y había  quedado deslumbrada con los exabruptos racistas que contenía. Y el día en que la descubrimos  observando fascinada al autor de “Mein Kampf ” en el Berlín Sportpalast, sólo hacía una semanas que  La luz azul había sido vapuleada por la crítica.
Riefenstahl conoció a Hitler unos días después del discurso del Sportpalast. Para conseguir una  entrevista empleó la misma estratagema que había usado con el doctor Fanck: una carta lisonjera. Ella  no lo sabía, pero Hitler era un gran aficionado a las películas de montañas; la imagen idealizada del  alemán heroico amante de la naturaleza armonizaba perfectamente con su romántica y purista visión  de los hijos del pueblo teutón. Sólo unos días después de enviar la carta, Leni se vio caminando por la  playa de Horumersiel, un pueblo de pescadores del mar del Norte, en compañía de su héroe. En un  momento dado Hitler le hizo una oferta sorprendente: «Cuando lleguemos al poder», dijo, «debe  usted hacer nuestras películas». Leni le tomó la palabra.
Speer. Goebbels. Riefenstahl. Parece una empresa consultora de Manhattan. Tabiques de cristal,  ordenadores Apple, un acuario en alguna parte. Y eso era en cierto modo esta troika espeluznante.  Los tres fueron responsables de la creación de la marca Nazi. Josef Goebbels era el visionario  oscuro, el ministro de Propaganda del Régimen. Su educación y experiencia de periodista le permitían  comprender que las imágenes, el cine sobre todo, podían moldear la conciencia del espectador con  más eficacia que una burda campaña de eslóganes. Speer, el diseñador del régimen, creó la estética  del partido: edificios, estadios... Fue el hombre que instaló luces kleig y antorchas encendidas junto a  las banderas y estandartes que decoraban los escenarios de las ampulosas ceremonias protagonizadas  por Hitler. Riefenstahl se convirtió en la Ridley Scott del trío, en una cineasta dotada de una habilidad  casi sobrenatural para conjurar imágenes que expresaban sin esfuerzo la ideología del partido. Y el  trabajo de los tres hechiceros confluyó en su obra maestra de la propaganda: El triunfo de la voluntad.
El triunfo de la voluntad es la cinta a la que Riefenstahl pensó que se refería el Führer cuando dijo:  «Debe usted hacer nuestras películas». El escenario de la “glorificación” –así lo llamó ella– fue un mitin  del partido celebrado en 1934. Hitler había comentado una vez: «Las leyes de la Gestapo no  bastarán. Las masas necesitan un ídolo». Y en eso quiso convertir ella al Führer con su película. El  año anterior, Leni había montado una especie de ensayo general de su obra maestra, una cinta titulada  Der Sieg des Glaubens, un documental sobre las festividades del año anterior, aunque no había  quedado satisfecha de lo que había podido obtener con tres cámaras. En El triunfo de la voluntad  tendría libertad casi absoluta.
La magnitud del proyecto no tenía precedentes. La directora fue meticulosa con los preparativos.  Albert Speer había rediseñado Nuremberg a una escala más magistral, convirtiendo la ciudad en el  mejor telón de fondo para la iniciación de un ídolo. El biógrafo Steven Bach enumera así a los  colaboradores de Riefenstahl: «16 operadores de cámara, 16 ayudantes de cámara. [...] Nueve  fotógrafos aéreos, 29 operadores de las empresas de noticiarios. [...] 17 eléctricos, 26 conductores,  dos fotógrafos de escena, 37 vigilantes y guardias de seguridad, un equipo de sonido de trece  personas», así como personal de oficina y asesores técnicos. Mientras Leni preparaba su obra  maestra, el resto de la industria del cine alemán suspendió sus actividades. Y encima tenía a su  disposición un millón de figurantes, entre miembros del partido e invitados.
 Leni Riefenstahl tuvo contacto personal con Adolf Hitler, pero siempre afirmó no haber sido consciente del escalofriante alcance de las actividades del régimen nacionalsocialista.
Se cuidaron todos los detalles. Los miembros del equipo técnico recibieron uniformes de color gris  claro parecidos a los de la SA; si se colaban delante de la cámara por error, formarían parte del  paisaje. Se tendieron metros de raíles delante del podio; desde las vías, Riefenstahl grabaría planos  móviles de los discursos del Führer (en la actualidad, esta técnica es habitual en las entrevistas de  televisión y documentales, pero entonces era una novedad); se construyeron enormes torres para  cámaras, equipadas con focos; los operadores se desplazaban entre el gentío sobre patines; se  construyeron bicicletas con soportes para cámara. Speer creó los efectos especiales de las escenas  nocturnas a base de botes de humo y bengalas de magnesio. También aprobó la construcción de un  ascensor sobre uno de los mástiles gigantes, para rodar tomas aéreas que se añadirían a aquéllas que  tomarían los aviones que sobrevolarían el mitin. Nuremberg, en resumen, se convirtió en un gigantesco  plató cinematográfico, por el que corría Leni de cámara en cámara, impartiendo órdenes.
Una semana de filmación dio como resultado 128.000 metros de película, más de ochenta horas de  mitin, filmado desde todos los ángulos posibles. Riefenstahl también innovó en el montaje. Por  cuestiones de ritmo cambió el orden de los hechos, desplazó discursos con el fin de aumentar el  suspense de la llegada de Hitler y su primera alocución. Su intención era manufacturar el acto,  «crear», en sus palabras, «un efecto más poderoso que el de la realidad». No era el objetivo al que  aspiraría un documental convencional. La cineasta lo negó más tarde, pero luego volvió a rodar  algunos de los discursos cruciales en un decorado gigante de Berlín, con la colaboración entusiasta de  sus personajes más importantes, que no tuvieron inconveniente en repetir sus papeles.
Cuando El triunfo de la voluntad se estrenó por fin, el 28 de marzo de 1935, el impacto fue  instantáneo. El Tercer Reich aplaudió su componente militarista y romántico, el público alemán hizo  suyo su mensaje de fuerza y unidad. Se eliminó cualquier otro material grabado sobre el  acontecimiento; la versión de Riefenstahl, distorsionada como era, quedaría como la única.  Seguramente la parte más conocida y lograda de la película es el prólogo de diez minutos, en el que el  pueblo de Nuremberg amanece al alba luminosa del primer día del mitin. Un avión desciende de las  nubes en plano aéreo. Hitler desfila por las calles de la ciudad en un coche descapotable, entre planos  de ciudadanos sonrientes, antes de inaugurar el mitin. El Führer es presentado en todo momento como  un dios, una presencia deífica que desciende de los cielos para comulgar con un pueblo feli.
El Partido no encargó ningún otro filme sobre el Tercer Reich; se decidió que no hacía falta. Pero  Riefenstahl buscó otro acontecimiento espectacular, que le permitiera seguir perfeccionando sus  habilidades. Lo encontró en los Juegos Olímpicos de 1936. Si El triunfo de la voluntad había sido la gran obra propagandística para  consumo interno, Olympia sería un ejemplo más sutil para consumo internacional. Hitler había  entendido las ventajas que llevaba consigo el hecho de organizar los Juegos Olímpicos: Alemania  aparecería presentada como una nación avanzada y, al calor del espíritu internacionalista de los  juegos, un país de adalides de la justicia deportiva (una ficción que fue alimentada durante la misma  competición, durante la que abundaron las redadas de gitanos y se descolgaron y pusieron a buen  recaudo los numerosos letreros y placas que portaban leyendas como: «No vendemos a judíos»).
Sólo había una persona capaz de presentar esta beatífica imagen ante un mundo suspicaz. «¿Quién si  no tú podría hacer esta película?», fueron, supuestamente, las halagadoras palabras de Hitler. Para  Riefenstahl, la invitación era irresistible.
Nunca se había filmado una crónica completa de los Juegos Olímpicos. La suya sería la primera, y la  mejor.
En términos de preparación y magnitud, Olympia superó con mucho a El triunfo de la voluntad.  Trescientas cámaras con operador grabarían las 137 pruebas desde un número récord de  angulaciones. Como las condiciones meteorológicas eran imposibles de prever, fue necesario  almacenar docenas de clases de película y ponerlas a disposición de cada uno de los operadores  apostados en todos los ángulos. Tuvieron que buscar película superrápida, porque Riefenstahl quería  tener la opción de grabar todas las pruebas en cámara lenta. «Hay que rodarlo todo desde todos los  ángulos posibles», ordenó la cineasta. «Debemos hacer posible lo imposible». Algunas innovaciones:  catapultas que lanzaban las cámaras en pos de los nadadores durante las carreras (en los encuentros  deportivos actuales es muy corriente una versión de esta técnica); cámaras sin operador instaladas en  las sillas de los caballos, en torno al cuello de los corredores de maratón, y para recoger las  reacciones del Führer; cámaras instaladas en los globos que flotaban sobre el estadio, acompañando a  los dirigibles y aviones que inundaban el cielo, con el fin de obtener imágenes aéreas en número casi  ilimitado. Se cavaron trincheras y se construyeron torres, para obtener más ángulos espectaculares. El  operador Hans Ertl diseñó una cámara submarina para rodar las pruebas de salto de trampolín, cosa  que dio pie a las imágenes más innovadoras y espectaculares de la película. Bamboleándose sobre el  agua, Ertl enfocaba hacia el atleta que esperaba en el trampolín, lo seguía en su descenso y, luego,  milagrosamente, en su zambullida dentro del agua, en el mismo plano, mientras reajustaba el foco  manualmente a cada paso. Estas imágenes se cuentan entre las mejores que se han rodado sobre  pruebas deportivas.
Abre la cinta un atmosférico prólogo ideado por Riefenstahl, pero filmado (sin acreditación) por el  ayudante de dirección Willy Zielke. Entre las brumas de la Antigua Grecia aparecen estatuas en  posturas atléticas, antes de transformarse en atletas vivos desnudos. La secuencia también incluía el  encendido de la antorcha olímpica, una costumbre inventada para los Juegos de 1936 y que se ha  mantenido hasta la actualidad. Para este acto, Leni pidió un hombre joven, guapo y atlético, pero en  Atenas sólo había turistas barrigones. Hasta que llegó la salvación en forma de Anatol Dobrianski, un  adolescente apolíneo que invadió su campo de visión. «Graba», gritó Riefenstahl, antes de hablar con  los padres del muchacho y ofrecerles doscientos marcos por exportar al desconcertado joven a  Berlín, donde tuvo una aventura con él. Luego lo abandonó por el decatleta americano Glenn Morris,  cuya perfección física quedó inmortalizada en una película de Tarzán que el joven rodó unos meses  después. El pobre Anatol intentó defender a puñetazos el honor de Leni, pero ella no se dejó  impresionar. Dobrianski no era la única persona que no estaba satisfecha con la situación: más tarde,  Goebbels montó en cólera al descubrir que los gastos de Anatol habían sido cargados al presupuesto  de la película.
 En Olympia, como en El triunfo de la voluntad, cuando una prueba no quedaba grabada como era  debido, Riefenstahl la recreaba: retenía a los atletas en el estadio y reproducía sus hazañas ante su  legión de cámaras. La “autenticidad” del documental también quedó comprometida por el  desplazamiento a la parte de las finales de algunas imágenes de proezas ejecutadas en los primeros  días de los juegos. Leni no aspiraba al rigor, sino a crear arte, a “mejorar” el acontecimiento, como  había hecho en Nuremberg. Y como en El triunfo de la voluntad, la interminable maraña de material  tardó una eternidad en convertirse en película... o películas, porque Riefenstahl había decidido dividirla  en dos capítulos: el primero, Olimpiada, cubriría las pruebas deportivas; el segundo, Juventud  olímpica, giraría en torno a la “poesía” del deporte.
Olimpiada se estrenó el 20 de abril de 1938, el día en que el Führer cumplió cuarenta y nueve años, y  fue un superéxito instantáneo. El mundo cayó rendido ante se mejante invocación de la belleza y el  espíritu de los Juegos. Pese a las reservas manifestadas por algunas naciones (Inglaterra sobre todo;  en este país, la cinta no se estrenó hasta después de la Guerra), ganó premios internacionales y  recaudó más dinero que todas las películas que produjo aquel año el cine teutón juntas. También  consiguió el objetivo que perseguían Hitler y Goebbels: dar una imagen positiva de Alemania. No se  mencionaba la superioridad germana en el medallero, y las críticas al atleta afroamericano Jesse  Owens, que había demostrado la falsedad de las teorías racistas de Adolf Hitler, no se reprodujeron  en el extranjero, aunque en los periódicos alemanes las había por docenas. El país que empezaba a  prepararse para la Guerra Total se presentaba como una nación de deportistas generosos, capaces  de organizar un acontecimiento deportivo mundial. En este sentido fue un instrumento de propaganda  más eficaz que El triunfo de la voluntad.
Después de la guerra y de la desnazificación, la vida de Riefenstahl continuó dando bandazos  excéntricos e inesperados. La fascinación que sentía por Africa la llevó a organizar expediciones al  Sudán, para filmar a las tribus nubias, durante las cuales sobrevivió a un accidente de helicóptero. A  los setenta y dos años obtuvo un diploma de submarinista y se inició en la fotografía submarina;  publicó libros de su trabajo y más tarde una película sobre la fauna de los arrecifes de coral.
Luego, cuando la sombra de Hitler y del Tercer Reich empezó a desvanecerse, Leni se convirtió en  una pequeña celebridad. Famosos como Andy Warhol le pedían audiencia, el director Francis Ford  Coppola expresó admiración por sus películas. Como ya no encontraba financiación para rodar  largometrajes, se dedicó a la fotografía, y en calidad de tal inmortalizó a celebridades como Mick y  Bianca Jagger en su boda. Ella misma se dejó fotografiar, curiosamente, junto a celebridades como  Siegfried y Roy, los magos de Las Vegas; Madonna estuvo a punto de encarnar a la directora  alemana en una serie de televisión. Y David Bowie demostró su sutileza intelectual cuando describió a  Riefenstahl como «la primera estrella del rock de la historia». Leni murió en su casa de Alemania el 8  de septiembre de 2003. Tenía 101 años.
«El destino le sonrió en la persona de Adolf Hitler, y ella le devolvió la sonrisa» –Steven Bach,  biógrafo de Leni Riefenstahl.
 después de su muerte queda la pregunta: ¿fue culpable Riefenstahl? Y en caso afirmativo, ¿de qué lo  fue? ¿Acaso bailaron con el diablo, disfrazado de octogenaria admirablemente combativa, las  luminarias que confraternizaron con ella en su vejez? Ella nunca contestó a esta cuestión. A las preguntas sobre su colaboración con el régimen nazi  respondía con mentiras, con vaguedades y, cuando éstas fracasaban, con querellas judiciales a diestro  y siniestro. Su autobiografía es un festival de evasivas y medias verdades. Un solo ejemplo: en un  momento dado se pregunta con ligereza, sobre su primer encuentro con Hitler: «¿Fue el azar o el  destino lo que nos reunió?». Ninguno de los dos; fue la carta que ella le envió a él, adulándolo en  estos términos: «Usted y el entusiasmo de su público me dejaron admirada. Deseo conocerle  personalmente». Tan pronto reescenificaba discursos para El triunfo de la voluntad o hazañas  deportivas para Olympia como reconstruía y reinventaba su propia vida, y puede que por las mismas  razones: para hacerla más bonita, más perfecta.
Leni siempre negó haber tenido conocimiento alguno de la Solución Final de Hitler ni de las  atrocidades del Ejército alemán. Y en su defensa, debemos decir que nunca se afilió al Partido, y no  lo hizo porque, según dijo luego, le repugnaba su ideología racista. Pero ella defendió aquel régimen y  aduló a sus abominables líderes. Aceptó su dinero y rodó películas siguiendo sus instrucciones. La  historia de Leni es inseparable de la de ellos, y aunque nunca cometió actos de violencia, aquéllos que  sí lo hicieron pudieron sentirse alentados a cometer crueldades peores por la glorificación que ella hizo  de sus ideas.
Hay una imagen que desmiente su profesión de ignorancia...