Fue la amenaza de una cesárea lo que finalmente lo consiguió: la doctora Rhinestein me dijo sin tapujos que tenía otras pacientes esperando en su consultorio, y   que estaba disgustada por mi mediocre eficiencia a la hora de parir. Sentía un horror anormal a que   me abrieran. No quería una cicatriz. Me avergüenza reconocer que, al igual que Rita, temía por los   músculos de mi estómago y que esa operación me recordaba los films de horror.
Así, pues, hice un esfuerzo, y entonces me di cuenta de que había estado resistiéndome al parto.   Fuera cual fuese la enorme masa que se aproximaba al pequeño canal, había estado reteniéndola,   absorbiéndola para mí. Porque me dolía. Me dolía mucho. En aquel curso de la Nueva Escuela te   repetían una y otra vez que el dolor era bueno; se suponía que debías dejarte ir con él, empujar con   él. Sólo entonces, tumbada sobre mi espalda, pensé en lo descabellado que era aquel consejo. ¿Que   el dolor era bueno? ¡Qué solemne estupidez! Nunca te lo dije, Franklin, pero la emoción que movía a   empujar más allá de un umbral crítico era odiosa. Aborrecía verme allí abierta de piernas, como un   animal de granja, mientras unos extraños se agachaban para mirar entre mis rodillas dobladas. Me   parecía odiosa la cara menuda y de ratita fisgona de la doctora Rhinestein, con su actitud censora. Me   odiaba por haber consentido aceptar aquel humillante papel cuando antes estaba perfectamente bien y   en aquel preciso instante hubiera podido estar en Francia. Renegaba de todas mis amigas, que antaño   solían compartir conmigo sus reservas acerca del género que se ofrecía en las rebajas o, por lo   menos, me preguntaban sin demasiado interés por mi último viaje al extranjero, pero que hogaño,   durante meses, sólo me habían hablado de estrías en la piel y de remedios contra el estreñimiento, o   comentado como si tal cosa horribles historias a propósito de preeclampsias terminales e hijos autistas   que no harían más que pasarse las horas sin hacer nada, meciéndose y mordiéndose las manos sin   parar. Tu expresión siempre esperanzada y animosa me daba náuseas. Era sumamente sencillo para ti,   que deseabas ser papá, abastecerte de todas esas sandeces confitadas mientras yo era la que tenía que resoplar como una cerda. Yo era la que tenía que convertirse en una perfecta   abstemia que sólo trasegaba vitaminas, la que tenía que ver cómo sus pechos se ponían hinchados,   tumefactos y doloridos, cuando antes los tenía tan firmes y bien formados, la que, en fin, iba a ser   desgarrada a viva fuerza en el intento de hacer pasar una sandía por un orificio que tenía el diámetro   de una manguera de jardín. Y, sí, en efecto, te odié y odié tus arrumacos y susurros, deseé que   dejaras de darme golpecitos en la frente con aquella toallita húmeda como si sirviera de algo. Creo   que estaba deseando hacerte daño en la mano. Y, sí, incluso odiaba al bebé, que hasta entonces no   me había aportado ninguna esperanza en el futuro, nada nuevo que contar, ni «una vuelta de página»   en mi vida, sino pesadez, torpeza y un temblor subterráneo que sacudía el mismísimo fondo del   océano en el que me parecía estar.
Pero, cruzado aquel umbral, me encontré en mitad de una atmósfera roja y ardiente de agonía, que ya   ni me dejó la posibilidad de emplear ni una parte de mí en aborrecerla. Grité, sin reprimirme lo más   mínimo. En aquel instante hubiera hecho cualquier cosa para detener aquello: traicionar a quien tuviera   al lado, vender al niño como esclavo, entregar mi alma al Diablo...
–Por favor... –jadeé–. ¡Denme esa epidural...! La doctora Rhinestein me reprendió: –Ya es demasiado tarde para eso, Eva. Si no podías aguantarlo, debías haberlo dicho antes. El bebé   ha llegado al coronamiento. ¡Por el amor de Dios, no te rindas ahora! Y, de pronto, todo acabó.