Era el día del nuevo número de Situation Stockholm, la revista de los sin techo. El número 166. Con la princesa Victoria en la portada y entrevistas con Sahara Hotnights y Jens Lapi dus. La redacción, en el 34 de Krukmakargatan, estaba atiborrada de los sin techo que acudían por ejemplares del nuevo número. Los compraban a veinte coronas el ejemplar, la mitad del precio de venta al público, y se quedaban la otra mitad al venderlos. Un trabajo sencillo. Y decisivo para muchos de ellos: el dinero que conseguían con las ventas los mantenía a flote. A la mayoría, sencillamente para poder pagarse la comida del día. Por lo demás, les proporcionaba un poco de reconocimiento y dignidad. Al fin y al cabo, era un trabajo remunerado. Así no tenían que sisar nada, ni robar, ni atracar a pensionistas. Solo lo hacían si no quedaba más remedio. Algunos. De hecho, para la mayoría cuidar de su trabajo de vendedor era una cuestión de honor. Era un trabajo bastante duro. Había días, cuando hacía mal tiempo y helaba, en que podían pasarse diez y hasta doce horas en sus puestos de venta fijos sin vender ni un solo periódico. No era especialmente divertido meterte en un descampado con el bolsillo vacío e intentar dormir antes de que empezaran a colarse las pesadillas en tus sueños. Pero ahora había llegado el nuevo número. Normalmente era un momento de alegría para todos. Con un poco de suerte podrían vender unos cuantos el primer día. Sin embargo, no se respiraba alborozo en el local. Al contrario. Celebraban una reunión de crisis. La noche anterior, otro compañero había sufrido una grave agresión. Se trataba de Benseman, el tipo del norte, el que había leído tanto. Tenía varios huesos fracturados. Su bazo había reventado y los médicos habían luchado toda la noche para detener una grave hemorragia interna. El chico de la recepción se había acercado al hospital temprano por la mañana. —Sobrevivirá —informó—. Aunque probablemente no lo tendremos de vuelta durante una temporada. Los congregados asintieron con la cabeza. Compasivos, tensos. No era la primera agresión ocurrida últimamente, era la cuarta, y todas dirigidas contra los sin techo. Contra gente que dormía en la calle, como decían los medios. Y todos de la misma manera. Unos chavales jóvenes se acercaban a sus lugares habituales y los apaleaban salvajemente. Y lo grababan todo con un móvil para luego colgarlo en internet. Eso era casi lo peor. Era condenadamente humillante. Como si fueran simples sacos de boxeo en un reality con la violencia gratuita como temática. Lo que resultaba muy inquietante era que las cuatro víctimas habían sido vendedores de Situation Stockholm. ¿Casualidad? Había cerca de cinco mil sin techo en Estocolmo, solo una mínima parte eran vendedores. —¿Nos estarán eligiendo expresamente a nosotros? —¿Por qué demonios iban a hacerlo? Como cabía esperar, no había respuesta para esa pregunta. Todavía. Pero era lo suficientemente desagradable para amedrentar al grupo ya de por sí conmovido que se había reunido en la sala. —Me he agenciado un espray de gas lacrimógeno —dijo Bo Fast. La gente lo miró. Hacía varios años que habían dejado de comentar lo ridículo que resultaba su nombre, Bo Fast, «residencia fija». Bo levantó su potente espray para que lo viera todo el mundo. —Sabes que es ilegal —dijo Jelle. —¿El qué? —Tener uno de esos. —¿Y? ¿Qué tiene de legal que te peguen una paliza? Jelle no tenía la respuesta. Estaba apoyado en la pared al lado de Arvo Part. Un poco más allá estaba Vera, que por una vez no se pronunció. Se había quedado terriblemente tocada cuando Part la llamó para contarle lo sucedido a Benseman, apenas unos minutos después de que ella y Jelle hubieran abandonado el parque. Estaba convencida de que ella habría podido evitar la agresión si se hubiera quedado con ellos. Jelle, en cambio, no estaba nada seguro. —¿Qué demonios crees que podías haber hecho? —¡Los hubiera zurrado! ¡Ya sabes cómo acabé con aquellos que intentaron mangarnos los móviles en el barrio de Midsom markransen! —Estaban como cubas y uno de ellos era casi enano. —¡Supongo que entonces tú me hubieras ayudado! Se habían separado por la noche y ahora se hallaban allí. Vera estaba muy callada. Compró un paquete de revistas y Part también; Jelle solo tenía dinero para cinco ejemplares. Salieron juntos a la calle y de pronto Part se echó a llorar. Se apoyó contra la fachada desconchada y rugosa y se tapó la cara con una mano mugrienta. Jelle y Vera se quedaron mirándolo. Lo entendían. Él había estado allí y lo vio todo, pero no pudo hacer nada. Ahora le volvía todo a la memoria. Vera le pasó un brazo por los hombros y apoyó la cabeza contra su pecho. Part era un hombre frágil. En realidad se llamaba Silon Karp y era de Eskilstuna, hijo de dos refugiados estonios. Sin embargo, una noche, en un subi dón de heroína en un desván de Brunnsgatan había encontrado una revista antigua con una fotografía del tímido compositor y se había sorprendido del inaudito parecido entre él y Part. Karp vio a su doble, así de sencillo. Y un pico más tarde ya se había confundido con su doble y dos se convirtieron en uno. Él era Arvo Part. Desde entonces se hacía llamar Arvo Part. Y como a su círculo de amistades le importaba un comino cómo se llamara la gente realmente, se convirtió en Part. Arvo Part. Durante muchos años trabajó de cartero, subiendo y bajando escaleras en los suburbios del sur de la ciudad, pero unos nervios delicados y una irrefrenable propensión a los opiáceos lo habían arrastrado hasta la que ahora era una vida desarraigada. Como vendedor sin techo de Situation Stockholm. Ahora estaba allí, llorando desconsoladamente contra el hombro de Vera la Tuerta, llorando por lo que le había pasado a Benseman, por la maldad, por la violencia, seguramente por la vida en general. Ella le acarició el pelo enmarañado y miró a Jelle, quien a su vez miró su montón de periódicos. Entonces se fue.