Cine en serie: “Algo en que creer”, cuestionando la fe en un viaje de dudas, culpa y redención

Cine en serie: “Algo en que creer”, cuestionando la fe en un viaje de dudas, culpa y redención

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Querido Teo:

“Algo en que creer” es una serie danesa, cuyas dos temporadas se pueden encontrar en Movistar+, de gran éxito en su país aunque su recorrido internacional no haya sido tan notorio. Un viaje sobre la fe y las consecuencias que acarrea seguir manteniendo la tradición ante las dudas que genera un mundo contemporáneo en el que hay muchos matices y también mucha desorientación generalizada en la que la religión más que un cobijo también puede ser un lastre del cual es necesario desprenderse para poder evolucionar. Una serie creada por Adam Price ("Borgen") que se llevó los premios a la mejor serie, mejor actor (Lars Mikkelsen) y mejor actriz (Ann Eleonora Jørgensen) en las ediciones de 2018 y 2019 de los premios Robert del cine y la televisión danesa.

La acción nos lleva al Copenhague de la actualidad y a la figura de Johannes Krogh (Lars Mikkelsen), pastor luterano anclado en la tradición que desempeña su servicio al frente de la comunidad religiosa siguiendo la senda de una estirpe de generaciones dedicadas a la fe en un oficio que se ha concebido como algo hereditario durante más de dos siglos. Está casado con Elizabeth (Ann Eleonora Jørgensen) y tienen dos hijos, Christian (Simon Sears) y August (Morten Hee Andersen), ambos introducidos en el mundo de la fe de una u otra manera ante la personalidad arrolladora de un padre tan carismático como torrencialmente cruel.

La serie comienza en el momento en el que Johannes es favorito para convertirse en el obispo de la ciudad, perdiendo finalmente las elecciones frente a Monica que asume el cargo contra todo pronóstico. Ello removerá todos los cimientos de un hombre que ve resentido su poder, orgullo y convicciones introduciéndose en una espiral marcada por alcohol, adulterio y presión y reproches a los miembros de su familia, especialmente unos hijos en los que siempre ha depositado todas sus esperanzas de manera asfixiante.

“Algo en que creer” se adentra en aquella máxima que decía Freud de “Matar al padre” por todo lo que subyace en esos dos hijos que han estado tan influidos por la alargada sombra de su padre que de cara a la treintena todavía no han podido tomar decisiones por sí mismos y emprender los caminos que realmente les podrían hacer felices. Por un lado Christian es licenciado en Empresariales y dejó colgada la carrera de Teología a falta de una asignatura, tras ser acusado de plagiar su tesis doctoral, no sintiéndose cómodo calzando las mismas botas de su padre por lo que emprende un viaje hacia el Tíbet para a través del budismo encontrarse a sí mismo después de, además, sentir que ha traicionado tanto el legado de su padre como la confianza de su mejor amigo levantándole la novia.

August es el hermano pequeño y, en cierta manera, el que recibe la carga de ser el depositario de todas las esperanzas. Siguiendo el camino de lo que todo el mundo ha esperado siempre de él, se acaba de casar y se debate en donde desarrollar su labor, llevándole eso primero a ser el capellán de un batallón en el ejército y después regresar a casa haciéndose cargo de una de las iglesias con más proyección de la diócesis. Lo hará con el trauma de lo allí vivido en su mente que, además de perturbarlo con alucinaciones y pesadillas, también le llevará a que su conexión con la fe y la necesidad de ayudar a los más necesitados se estreche todavía más mientras intenta en cierta manera poder expiar el error que cometió en la guerra en Oriente Medio y que tanto le atormenta.

Elizabeth es el refugio, la cara amable, el faro de la familia pero esta situación también empieza a desmoronarse ante la actitud y el viaje a los infiernos que lleva a cabo Johannes lo que le lleva a que, tras una vida abnegada y en cuerpo y alma dedicada al pastor y sus caprichos, decide que quizás está ante el momento de volar por sí misma explorando nuevas sensaciones e, incluso, dejando entrar a nuevas personas en su vida que le hacen replantearse su situación y, sobre todo, si está dispuesta a ser un apéndice de su marido o dejarse llevar por sus propios deseos y lo que ella siente. Y es que tras la apariencia de felicidad, realización personal y culto a la fe no hay más que unos seres vacilantes, ahogados, imperfectos y que se hacen daño tanto a sí mismos como a los demás.

Sobre ellos también pivotan los personajes de Svend (Joen Højerslev), fiel ayudante de Johannes que pelea también con sus fantasmas interiores de un pasado marcado por las drogas y una hija a la que no ve, así como Emilie (Fanny Louise Bernth), mujer de August y de pensamiento ateo que trabaja como enfermera y que no logra encajar en un universo tan marcado por los ritos y la fe, viendo desde su perspectiva como ello no es más que gasolina para hacer más infelices a todo lo que rodea a su marido. Por otro lado también tenemos a Amira (Camilla Lau), pareja de Christian y que también tiene un pasado con un ex marido y una hija en común del que ha tenido que dejar atrás el peso más estricto del Corán.

Sin entrar en spoilers diremos que si bien la primera temporada de “Algo en que creer” aúna calidad, mensaje y buenas interpretaciones sobre ese descenso a los infiernos de Johannes, y las consecuencias que tiene ello en su familia, la segunda temporada es la de la reconstrucción y el asumir las consecuencias de lo ocurrido, algunas fatales, imprevistas y sin retorno y que se trenza de manera brillante en un 2x09 que se enfoca como un largo flashback en el que vemos lo que ocurrió en ese vacío que no vimos entre las dos temporadas.

En cómo sobre los pedazos hay que volver a tejer relaciones sanas cimentadas en la confianza, la libertad y la necesidad que tiene cada uno tanto de equivocarse como de encontrar su propio camino. Tanto por la parte de Johannes, siempre alguien incómodo para las altas instancias de la diócesis, teniendo que dejar volar a los suyos como en la de un Christian que, tras tantos tumbos, cursos de autoayuda y culpas en su interior, tendrá que hacer un viaje paralelo con su hermano August a Jerusalén para encontrar lo que fue el chute que dio sentido a su vida y a la relación que de ahí en adelante tendría con su fe.

“Algo en que creer” es una serie reposada, majestuosa en su realización, de alto calibre actoral y, sobre todo, rodada con una belleza, exquisitez y lirismo imperial. Y es que, en cierta manera, esta serie bebe mucho de la estética y profundidad emocional, potenciando el diálogo y la psicología de los personajes, del cine de Ingmar Bergman dotándole de intimismo y alegoría. Cuando vemos las discusiones de Johannes con los que le rodean nos parece estar viendo una versión remozada, y con el caldo de cultivo de la insatisfacción de nuestros tiempos, de “Secretos de un matrimonio” (1974) bañado del peso místico de “El séptimo sello” (1957), o la presión y asfixia de las relaciones paternales de “Sonata de otoño” (1978).

La serie de Adam Price trata especialmente el tema de la culpa al mostrar a personajes que sufren por lo que sienten en su interior no encajando con lo que el mundo espera de ellos, generándoles soledad, frustración, celos, desesperación y desorientación, buscando incluso respuestas en lugares inhóspitos con el fin de encontrar el destino correcto al que les tiene que llevar su brújula. Todo en una sociedad marcada por la religión luterana pero que también sufre el descreimiento de las nuevas generaciones y la pujanza de otros cultos, como el Corán, que hacen que la religión cobre el cariz de una multinacional que ve perder su dominio en el mercado a pasos agigantados, incluso planteándose cerrar iglesias o contar con nuevas voces y energías para que la gente vuelva a visitar el templo.

“Algo en que creer” es una serie impecable que, además, trata una gran variedad de temas como el terrorismo islámico, el alcoholismo, el adulterio, la drogadicción, la homosexualidad, traumas infantiles, esoterismo, eutanasia, etc…, introduciéndolo de manera orgánica y sin que ello sea avasallador para el espectador que ve que a pesar de acumular conflictos todo encaja sin chirriar ante lo bien definido de una historia con la que es difícil no terminar conectando ante las diatribas de estos seres rotos que sólo buscan respuesta y comprensión para sus almas.

Un viaje en el que no hay un puerto al que llegar sino un camino en el que, independientemente de las convicciones de cada uno, lo que prevalece es la honestidad consigo mismo, la nobleza de los actos y el intento de más que fustigarse ante las incertidumbres de la vida, o apiadándose uno de ello, terminar adaptándose a los vaivenes propios del hecho de estar vivos. Frente a la complejidad de un mundo con más oscuridades que certezas sólo queda intentar alcanzar una felicidad identificable con uno mismo, abrazar la edificación de lo que supone sentirse libre y no llenar de amargura a los demás para que así tu perdón del otro suponga tu propio perdón.

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Nacho Gonzalo

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