"El faro"

"El faro"

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El argumento: Una remota y misteriosa isla de Nueva Inglaterra en la década de 1890. El veterano farero Thomas Wake y su joven ayudante Ephraim Winslow deberán convivir durante cuatro semanas. Su objetivo será mantener el faro en buenas condiciones hasta que llegue el relevo que les permita volver a tierra. Pero las cosas se complican cuando surjan conflictos por jerarquías de poder entre ambos.

Conviene ver: "El faro" es una cinta que inunda de soledad, locura, alcohol, gaviotas y mitología. Un ejercicio teatral, pictórico y asfixiante sobre el descarrile de la mente humana ante la angustia de vivir anclado en un lugar inhóspito en lo que no es más que una condena en vida, por muy digno que sea el oficio de farero que asumen los dos personajes en una remota isla en el Maine de finales del siglo XIX a la que llegan tras el habitual cambio de turno con sus antecesores en la torre. Un blanco y negro que transmite aire gélido, terror íntimo y una continua sensación de inquietud para una cinta plástica, sensorial y barroca en su austeridad por lo grotesco y excesivo de algunas de sus escenas que, por otra parte, contribuyen a que el espectador hasta huela el alcohol que corre por las venas de estos tipos, los fluidos y ventosidades que emiten al exterior, el viento amenazante y acuciante, la salubridad del mar y la presencia de unas gaviotas que todavía llevan más a estos personajes a sus propios límites más cuando hacen mella en ellos el alcohol, la forzada y alargada convivencia, las condiciones climáticas y un entorno dejado de la mano de Dios.

La cinta no necesita más que de esa atmósfera y de dos actores en estado de gracia para construir un relato digno de la crónica negra del mejor maestro del gótico sobre un descenso a los infiernos en el que una naturaleza desatada y la mirada tan personal como alucinatoria del director hacen el resto. Y es que, a pesar de todo, Eggers no oculta sus referencias al cine de Hitchcock, Fassbinder, Corman o Tarr, heredera en su forma del cine mudo, el expresionismo alemán y el universo de Lovecraft, sobre ese crujir de la madera, chimenea al fuego y conversaciones que llevan a traspasar todo intento de mantener una convivencia sin sobresaltos. Todo con un apabullante y medido factor del sonido siendo una de las cosas más interesantes de la película junto al contraste generacional a la hora de encarar un oficio, entre el veterano ermitaño estricto pero de vuelta de todo y anclado en leyendas de lobo de mar como la de que las gaviotas no son más que almas de marineros que perdieron la vida en el mar, y de conductas y andares con los que ha adoptado más la forma de un simio o un sabueso, entre gritos, ramalazos de violencia y pedorretas, y el joven leñador errante que malvive sin certeza de futuro mientras poco a poco va impregnándose de esa desesperante y enfermiza catedral de los horrores empujado por un tormentoso pasado y una identidad difusa que le perseguirán por muy lejos que vaya.

El duelo de Robert Pattinson y Willem Dafoe es para poner en escuelas transpirando ambos de una manera tan técnica como irracional que es lo que convierte al actor en un animal de la escena, rol al que los personajes van derivando y que exige un esfuerzo y un dominio de los tempos, las miradas, el tono de las palabras y la expresividad del cuerpo entre el equilibrio y la rotundidad, algo que se plasma en el viaje psicológico del personaje de Robert Pattinson (por si a alguno le quedaba duda de la estupenda carrera que está teniendo a sus espaldas) y en la presencia de un Willem Dafoe que atesora en este personaje su presencia actoral aumentada en este caso por la vena asalvajada, excéntrica e imprevisible propia de un Klaus Kinski. El tono bizarro de género que adopta una cinta angosta tanto en tratado psicológico como en pulcritud y exquisitez fílmica quizás le haga ser esquiva para los grandes premios pero el enfrentamiento en el que se ven inmersos Pattinson y Dafoe entra en una antología interpretativa vista en no muchas ocasiones y que se puede comparar con los recitales de “La huella” (1972) o “The master” (2012).

Una cinta, además, que aunque no trate de nada en apariencia garantiza distintas lecturas e interpretaciones a cada visionado según los ojos de quién la vea fruto de su tono sensorial entre luces, sombras, misticismo y turbiedad y que van desde la lucha de uno mismo frente a sus errores del pasado, desdoblándose incluso una personalidad común entre ambos personajes, a la gran carga de mitología que en ella radica al abrazar la leyenda de Prometeo y su desafío escalando la montaña del olimpo robando el fuego a los dioses para llevarlo a los humanos lo que le llevó a la condena de Zeus como explicaría ese plano final de la cinta que sobre ello evoca a las pinturas de Jean Delville en la disputa sobre la jerarquía de poder para hacerse con el cetro que representa el mando, en este caso la luz de un faro que mientras ilumina a las aguas envilece y oscurece más la vida de los que lo habitan.

Conviene saber: “El faro” es el segundo largometraje de Robert Eggers tras “La bruja” (2015) y pudo verse en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2019 y en el Festival de Toronto 2019.

La crítica le da un OCHO

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