Cine en serie: "El caso de Ruth Ellis", el último ahorcamiento de una mujer en Reino Unido

Cine en serie: "El caso de Ruth Ellis", el último ahorcamiento de una mujer en Reino Unido

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Querido Teo:

Pensar que algo fue “correcto” legalmente y, a la vez, “injusto” a la luz de nuestra sensibilidad actual, es una garantía de tensión dramática. El caso Ellis vive en esa tensión. Por eso vuelve una y otra vez con cada libro, con cada documental y, ahora, con esta miniserie.

Año 1955. Reino Unido aún con cicatrices de la guerra, pero Londres rehaciendo sus barrios, su economía y su vida nocturna. En el centro, el West End: teatros, clubes, bares discretos, habitaciones en pensiones, trabajos mal pagados y el brillo rentable del glamour. En esa geografía aparece Ruth Ellis.

Ruth nace como Ruth Neilson, en 1926, en Gales. Adolescencia movida, familia de recursos justos, inteligencia práctica. A los veinte, Londres es promesa y laberinto. Aprende a sobrevivir: camarera, modelo de pin‑up de poca monta, figuración en revistas baratas, y pronto "hostess" de clubes privados donde se paga por conversación, por copas servidas con sonrisa, por administrar mesas y egos. Un oficio que mezcla protocolo, mirada rápida y paciencia. Nada de cuento de hadas: jornadas largas, dueños exigentes, clientela con dinero, a menudo hombres con ansias de control.

Ruth tiene dos hijos. Andy, el mayor, de un soldado canadiense al que no verá crecer. Y Georgina, con su marido, George Ellis. El matrimonio es breve y turbulento. Ella conserva el apellido Ellis. Mantiene, como tantas mujeres de su entorno, una doble contabilidad emocional: la de las cuentas que hay que pagar y la de los afectos que no cuadran. Está en la treintena, rubia por decisión, elegante por obligación profesional, con un carácter que muchos describen como firme y cortés. En el ecosistema de "club‑land", la imagen es capital: peinado calculado, traje claro cuando hay que impresionar, tacones medidos, presencia impecable. Es, a la vez, trabajadora y personaje.

En ese circuito de clubes hay reinas y príncipes como David Blakely. Piloto aficionado. Atractivo. De buena familia. Un hombre que encarna cierto ideal de clase media alta inglesa con vocación de aventura. Ruth y David comparten conocidos y se atraen; la relación es intensa, con rupturas y reencuentros, celos y súplicas. Hay signos claros de violencia física. Golpes, empujones, insultos. Un embarazo que no llega a término. En el lenguaje de 1955, en cualquier lugar de Occidente, todo se disimula tras palabras como “riña”, “pelea”, “escándalo”. En el nuestro, se llama maltrato.

Ruth, acostumbrada a llevar la casa con lo que gana y lo que le deben, se mueve entre la dependencia emocional y la necesidad económica. Sabe trabajar. Sabe leer a los hombres que entran por la puerta. Pero con David la lógica se suspende. Es un vínculo donde la pasión manda y la humillación pesa. Los amigos lo ven, lo anotan a medias, miran a otro lado cuando la escena se hace incómoda. En el Londres de los cincuenta, ese mirar a otro lado es también casi rutina.

Es un domingo de primavera, abril, 1955. Esa tarde en Hampstead, al norte de Londres, el pub se llama The Magdala Tavern. Afuera hay gente. Dentro, pintas. El barrio es tranquilo, de clase acomodada. Ruth espera. Ve a David. Él se acerca al coche. Ella saca un revólver calibre 38. Dispara. Varios impactos en el cuerpo de David. Un tiro rebota en el suelo y hiere a una mujer que pasaba, en el pulgar. La secuencia es breve, brutal, definitiva.

Ruth no huye. Se entrega a un policía fuera de servicio que estaba cerca. La detienen. Traslado. Declaraciones. En algún momento, una frase que quedará clavada en la historia: “Sí, le disparé, porque estaba decidida a matarlo". Es una admisión llana, sin envoltorios, que pesará como una losa en el juicio. El proceso está listo en dos meses, se celebra en el Old Bailey, la corte criminal central de Londres. Dura dos días. La defensa es competente pero estrecha: el derecho del momento no deja desplegar todo el contexto de maltrato como atenuante eficaz.

El jurado tarda unos veinte minutos en declarar culpable a Ruth Ellis de asesinato. Con ese veredicto, la sentencia es automática: muerte por ahorcamiento. No hay sorpresa. Hay un silencio institucional que hace su trabajo con eficiencia casi contable. No hubo apelación efectiva que frenase el mecanismo. Las vías estaban más cerradas que hoy, y el margen temporal era mínimo. La maquinaria del Estado siguió su curso.

La ejecución se fija para el miércoles 13 de julio de 1955, en la prisión de Holloway, la cárcel de mujeres de Londres. El ejecutor es Albert Pierrepoint, un nombre famoso en la historia de la pena capital británica. Los verdugos al servicio del Estado suelen dejar huella. El país reacciona. Se recogen firmas pidiendo clemencia. Columnistas influyentes cuestionan no sólo la ejecución de una mujer, sino la horca como castigo. El Parlamento habla. El Gobierno escucha. Nada cambia a tiempo para Ruth Ellis. El protocolo es rápido, seco, sin margen para la dramatización pública. Circula una llamada telefónica anónima que dice que hay una suspensión de última hora. Es falsa. Confirmarlo cuesta unos minutos. La horca cae a las 09:01h.

Después, la liturgia administrativa: certificación médica, anotaciones, entierro en fosa sin nombre dentro del recinto carcelario. Años más tarde, en los setenta, exhumación y traslado al cementerio de St. Mary, en Old Amersham, Buckinghamshire. Fin del expediente penal. Inicio del símbolo.

El caso se convierte en punto de inflexión moral. No el único, desde luego. Hay otros nombres que empujan el péndulo: Bentley, Hanratty, y más. Diez años después llega la suspensión de la pena capital por asesinato. En 1969 se hace definitiva la abolición. El caso Ellis, sin ser la única causa, queda fijado como símbolo.

En lo personal, el precio es devastador. George Ellis, el ex marido, se suicida en 1958. Andy, el hijo mayor, arrastra fantasmas, problemas, dolores que no aflojan. Se quita la vida en 1982. Hay notas de humanidad en los márgenes de esta historia: el juez que dictó sentencia aporta discretamente a su manutención. El fiscal paga su funeral. La hija, Georgina, fallece de cáncer en 2001. La estela del caso no se agota en el patíbulo.

En torno al caso, el arma, la decisión final de Ruth, aparece un nombre: Desmond Cussen. Acomodado. Amigo, protector, algo más. Hay quienes sostienen que él proporcionó el revólver, que él la instruyó en su uso, que él la llevó al pub. En su día no se probó. Años después, un comentario del abogado de Ruth apunta en esa dirección: Cussen le habría confesado su papel. La hipótesis no fructifica judicialmente. Queda como zona gris de la historia: plausible, discutida, nunca demostrada del todo.

Desde los noventa y los dos mil, el caso se reexamina. La Comisión de Revisión de Casos Criminales lo revisa en 2002. El Tribunal de Apelación, en 2003, decide que la condena fue correcta según el derecho vigente en 1955. Y aquí está la clave: no se trata de juzgar con ojos de hoy, dicen, sino de evaluar si entonces hubo error legal decisivo. Sí hubo, según muchos juristas, un encaje rígido de la “provocación” que hoy se vería de forma distinta. Pero a efectos de derecho histórico, la condena se mantiene.

La miniserie sitúa bien los pilares: el lugar y la fecha del crimen, The Magdala Tavern en Hampstead, Domingo de Pascua de 1955; la detención inmediata; el juicio que dura dos días y el veredicto rápido; la ejecución en Holloway con Albert Pierrepoint. La reconstrucción del mundo laboral de Ruth, "hostess" y gerente de clubes competente, no una caricatura, es un punto a favor. Retrata, con sentido, la precariedad, el maquillaje de glamour que exige el oficio, y las relaciones de poder en esos espacios.

Acertada también la lectura de la violencia de pareja. El guion entiende que no se trata de un estallido aislado, sino de una dinámica sostenida de acoso, control, golpes, humillación y miedo. En los cincuenta, esa experiencia no tenía traducción jurídica suficiente. Hoy sí. La serie lo subraya y, al hacerlo, nos obliga a preguntarnos qué peso causal damos a ese maltrato en el crimen final.

En lo jurídico, pone el foco en el abogado John Bickford y en las limitaciones del proceso. Y recuerda, con dramatización, pero con base real, que lo que se podía argumentar ante un jurado en 1955 no es lo que hoy daría lugar a una defensa por “responsabilidad disminuida”. Ese contraste, si se explica con claridad, es un servicio público.

Una dramatización nunca es un acta notarial. Aquí las licencias son, sobre todo, de encuadre. El propio título original, “un amor cruel”, ya te dice que el relato prioriza la tragedia sentimental sobre la premeditación. Pero los hechos incluyen varios disparos, uno a muy corta distancia. El jurado leyó intención homicida, no un arrebato sin control.

En el capítulo de Desmond Cussen, la ficción se mueve con más libertad. Sugerir que facilitó arma y desplazamiento es verosímil. Tratarlo como hecho probado, no. La serie, como otras antes, explora esa veta por su fuerza dramática. Conviene que el espectador sepa que el expediente judicial no la corrobora del todo.

Otro punto es el del juez Sir Cecil Havers. El casting lo humaniza, incluso sugiere gestos de compasión. Es lícito en términos de guion y equilibra la imagen de dureza que acompaña a cualquier juez que dicta muerte. Pero el rastro documental es tenue. No hay que confundir el retrato compasivo con pruebas de una sensibilidad emocional que no quedó registrada.

Y, por último, está la tentación de concentrar en Ruth Ellis el giro británico contra la pena de muerte. No fue sólo ella. Es símbolo, sí; catalizador, es probable; pero el cambio nace de una suma de casos, de debates parlamentarios, de evolución social. La miniserie condensa esa historia larga en una figura, porque el audiovisual necesita caras y historias cerradas. Es una simplificación comprensible, y conviene explicitarla.

La imagen de Ruth, rubia platino teñida, traje claro, distancia controlada, atraviesa las décadas. La prensa de la época necesitaba iconos. La fotografía fija una idea y borra matices: desaparecen la pobreza, la maternidad, la red de mujeres que sostienen clubes y casas que se apunta en otra serie reciente, "Reinas del Soho". La serie amplifica el glamour, la frialdad, la penitencia; reproduce parte de esa iconografía porque es el material cultural disponible. Cuando corrige el encuadre y muestra a Ruth en tareas cotidianas, en la contabilidad, en la logística doméstica, aporta realidad.

También conviene recordar que la violencia de pareja, tal como la entendemos hoy, no tenía nombre ni amparo. Quien lea o vea esta historia en 2025 debe hacer el esfuerzo de traducir mentalmente conductas normalizadas en los cincuenta a categorías de violencia reconocidas en nuestro tiempo. Esa traducción no exculpa a Ruth. Pero sí contextualiza su acción dentro de un continuo que la ley entonces no supo (o no quiso) escuchar.

Imagina que el caso llega hoy a un tribunal. Habría peritajes psicológicos, relatos de maltrato con perspectiva de género, doctrina consolidada de responsabilidad disminuida, discusión técnica sobre violencia acumulativa, y una cultura jurídica más sensible a la violencia doméstica. El resultado probablemente sería distinto: una condena por homicidio con reconocimiento de atenuantes, quizá una pena larga, desde luego sin horca. Esa ucronía jurídica no borra lo que pasó. Sirve para iluminar la distancia entre dos épocas.

La decisión del Tribunal de Apelación de 2003 lo deja meridianamente claro: revisamos lo de 1955 con el derecho de 1955. No reescribimos la historia. En términos de Estado de Derecho, esa respuesta es prudente. En términos de conciencia, deja un poso de insatisfacción. Esa ambivalencia explica la vigencia del caso en la conversación que esta serie estimula.

Una historia penal no son sólo acusado, víctima y juez. Hay círculos concéntricos. Amistades de Ruth que recuerdan su profesionalidad, su humor, su cansancio. Compañeras de clubes que cuentan turnos eternos, dueños con doble cara, clientes que confunden trato con derecho. El vecindario de The Magdala Tavern, que convierte el lugar del crimen en cita morbosa, con “orificios de bala” exhibidos, reparados, restaurados, discutidos a lo largo de décadas.

Y están también los funcionarios: la gobernadora de la prisión de Holloway, el ejecutor que hace su trabajo con la neutralidad técnica que asusta, los policías que rellenan formularios, los empleados que se ocupan del entierro anónimo. La serie, al mostrar engranajes y no sólo caras, consigue que entendamos cómo opera una pena capital: muchas manos, pocas preguntas, un resultado irreversible.

No hay héroes en esta historia. Hay una víctima clara, David Blakely, cuya muerte no debe diluirse en el foco sobre Ruth. Hay una autora, Ruth Ellis, que dispara y mata. Hay un Estado que responde con la máxima violencia legal. Hay, en el fondo, dos violencias que se rozan: la privada y la pública. La primera, en la relación de pareja. La segunda, en el cadalso. Al ponerlas en paralelo, el riesgo es relativizar una con la otra. El reto es sostener las dos a la vez: reconocer el maltrato que atravesó a Ruth y sostener la verdad de un asesinato.

Los casos límite son los que cambian el derecho, no porque obliguen por sí solos a una reforma, sino porque funcionan como espejos incómodos. Ruth Ellis fue ese espejo. El archivo visual construye memoria, pero también la deforma; no basta con una foto ni con un titular. La justicia de una época hay que entenderla con su gramática, y a la vez someterla a juicio con la nuestra. Cada dramatización (libro, documental, serie) es una oportunidad para educar, siempre que no travista con certezas lo que sólo son conjeturas.

Si cierras los ojos y escuchas la historia de Ruth Ellis, oirás dos voces. Una dice: “La ley hizo lo que debía. Hubo intención homicida. La horca era la pena establecida”. La otra contesta: “Nadie escuchó del todo el maltrato. El proceso fue estrecho. La pena capital, además, nos rebaja". Las dos voces son verdad desde lugares distintos. La miniserie reciente habita esa grieta con acierto en los grandes datos, y con licencias razonables en las zonas grises. No convierte a Ruth en santa ni al Estado en monstruo, pero tampoco blanquea el filo moral de una cuerda que cae puntual a las nueve y un minuto.

70 años después, aún incomoda. Y quizá esa sea la función más digna de la memoria: no dejar que la comodidad tape las preguntas difíciles. Por último, previsible por lo general, los dos actores sobre los que recae el trabajo principal, el abogado y la acusada, no pueden estar mejor.

Vídeo

"El caso de Ruth Ellis" puede verse en España en Filmin

Carlos López-Tapia

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