Cine en serie: "Malicia", cuando una serpiente venenosa vive bajo la cama

Cine en serie: "Malicia", cuando una serpiente venenosa vive bajo la cama

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Querido Teo:

El thriller que mezcla lujo, manipulación y una venganza silenciosa, empieza mucho antes de que aparezca el protagonista. Empieza en esa lista mental que haría cualquier policía especializado en infiltraciones familiares. Uno, nadie se integra tan rápido en una casa sin querer algo a cambio. Dos, quien escucha demasiado y habla poco está tomando nota. Tres, el que resuelve en una semana todos los problemas que la familia lleva años arrastrando no es un ángel, es un estratega. Cuatro, si el recién llegado siempre está cerca cuando estalla un pequeño incendio doméstico, no es casualidad. Cinco, cuando alguien nuevo te hace sentir culpable por desconfiar, es justo cuando deberías desconfiar el doble. Con esa lista en la cabeza se ve de otra manera "Malicia", porque de eso va todo: de la forma en que una persona convierte el afecto y la confianza de una familia en arma de destrucción lenta.

La familia son los Tanner, ricos, ruidosos, instalados en esa burbuja de privilegio que las pantallas llevan tiempo explotando. El patriarca es Jamie Tanner, al que pone cara David Duchovny, el agente Mulder de "Expediente X" (1993-2018), que aquí cambia los ovnis por piscinas infinitas y problemas legales. Nat, su mujer, es Carice van Houten, la sacerdotisa Melisandre de "Juego de tronos" (2012-2019), esta vez sin fuego ni profecías pero con el cansancio de quien sostiene un matrimonio que ya sólo se aguanta por el decorado. Tienen tres hijos que crecen a la sombra de un padre que marca territorio y una madre que intenta que la casa no se hunda a la vista de todos.

El infiltrado es Adam Healey, el tutor de los niños. Jack Whitehall, al que muchos recuerdan como el cuñado pedante y algo histérico de "Jungle cruise" (2021), se quita aquí la vis cómica y entra por la puerta de servicio, contratado casi por accidente durante las vacaciones familiares en una isla griega. Llega con sonrisa fácil, currículo impecable y una habilidad peligrosa: sabe escuchar exactamente lo que cada Tanner necesita oír para bajar la guardia.

El escenario no está escogido al azar. "Malicia" se mueve entre Londres y Grecia, la de las terrazas abiertas al mar, los barcos de recreo, el blanco de las casas de Paros y el reflejo del sol en el agua mientras la familia cree estar viviendo el verano perfecto. Es el tipo de lujo en el que parece que nunca pasa nada grave, justo el entorno ideal para que alguien como Whitehall vaya organizando la demolición desde dentro sin levantar sospechas.

El primer paso de la infiltración es siempre la oportunidad. Aquí llega cuando apenas has comenzado el primer capítulo y la niñera de los Tanner cae gravemente enferma y hay que improvisar un adulto de confianza para los niños. El segundo paso es la simpatía: Whitehall se adapta al tono de cada miembro de la familia, se hace imprescindible para los críos, se deja corregir por Nat, halaga a Jamie en los puntos débiles de su ego. El tercero es el control de la información, y ahí empieza la parte interesante: el tutor que parece un regalo del cielo sabe más de esa familia que ellos mismos, y cada pequeño gesto suyo tiene una consecuencia que nadie asocia con él hasta que ya es tarde.

La serie se suma a esa línea reciente de ficciones sobre ricos en apuros que han puesto de moda títulos como "The White Lotus" (2021-2025) o "Saltburn" (2023), pero cambia el enfoque. No es tanto un “quién lo ha hecho” como un “por qué lo ha hecho”. Sabemos muy pronto que el problema es el tutor y que la familia es su objetivo; el interés está en descubrir qué ocurrió en el pasado de Jamie que justifica, en la cabeza de Whitehall, esta venganza meticulosa.

"Malicia" juega a algo que Patricia Highsmith entendió mejor que nadie: el verdadero suspense, el que incomoda, está en mirar el mundo desde la mente del que hace daño. En una de sus frases más citadas señala que, hagas lo que hagas, por terrible que sea, por mucho daño que causes, todo tiene sentido en tu cabeza. Nunca te encuentras con nadie que crea que es una mala persona. Ahí, en esa frase, se tocan Ripley y el Adam de "Malicia".

Lo que hace la serie es actualizar la operación Ripley al mapa mental de 2025. Ya no basta con robar la identidad de un rico para ocupar su silla; ahora la infiltración tiene que parecer, de puertas afuera, un acto de servicio. Whitehall entra en la casa Tanner como solucionador: sana la tensión con los hijos, ordena horarios, se ofrece a mediar en conflictos que llevan años enquistados. Cada gesto construye la imagen del invitado perfecto mientras, por debajo del suelo, va horadando la estructura emocional de la familia. Si Ripley quería ser otro, el Adam de Malicia quiere ajustar cuentas. El esquema se parece, la motivación cambia.

Para entender por qué "Malicia" funciona, podríamos empezar por un caso real que se parece demasiado. Los psicólogos todavía estudian el caso del “hombre de Nueva Jersey”, así lo bautizó la prensa, un tipo que pasó meses infiltrado en la vida de una familia de clase media haciéndose pasar por primo de un amigo lejano. Lo más inquietante no fue su violencia, que llegó tarde, sino su capacidad para hacerse necesario: arreglaba cosas, escuchaba a todos y sonreía con educación. Nadie sospechó. Y cuando alguien preguntó quién era, ya era tarde. El informe final habla de “acceso emocional ilícito”. Lo escribo y me quedo pensando: a veces el crimen empieza con un gesto amable.

Ese terreno, el de la maldad suave y educada, es el que recorre "Malicia". La premisa parece sencilla: un hombre entra en la vida de una familia acomodada y empieza a ocupar espacios que no son suyos. Nada nuevo. Pero el interés está en el modo en que lo hace. Alan, el personaje central, no amenaza. No grita. No impone. Se instala. Y lo hace con la seguridad del que conoce el punto débil de cada uno antes de abrir la boca.

No es un invento reciente. La literatura ya lo hizo. La primera familia infiltrada con fines torcidos quizá esté en el teatro, en el Tartufo de Molière. Allí un falso devoto se mete en una casa y convence al dueño de que todos los demás son indignos. Es un retrato agudo del autoengaño, que es, por cierto, el aliado más fiel de los manipuladores. Después llegó Henry James, y después llegó Patricia Highsmith, que convirtió esa figura en una forma de vida.

Decir que Alan tiene ecos de Ripley es casi inevitable. Pero conviene distinguir. Ripley no entra en una casa: entra en una identidad. Elige vidas que le parecen más cómodas que la suya y las ocupa con precisión quirúrgica. Cuando Highsmith lo creó, no pensaba en el crimen: pensaba en la soledad. Lo contó en una entrevista: “Quería entender qué hace alguien que mira el mundo sin sentir que forma parte de él".

Highsmith escribía sobre desajustes, no sobre asesinatos. El homicidio le servía de herramienta. Lo que le interesaba era el terreno blando entre la envidia, la carencia y la necesidad de ser visto. Ese triángulo basta para fabricar un monstruo que no necesita máscaras.

Alan no funciona igual. Él no envidia: diagnostica. No quiere la vida de nadie: quiere dirigirla. Su deseo no es ser querido, sino ser útil. Ese matiz cambia todo. Su maldad es funcional, no emocional. Puede que sea peor.

El actor que lo interpreta, y que ya empieza a ganarse cierta fama de rostro inquietante, lo dijo con sinceridad en una de las pocas entrevistas largas que ha dado: “Alan no cree que haga daño. Cree que pone orden donde falta. Y lo peor es que, en algunos momentos, tiene razón". La frase es peligrosa, pero también es el motivo por el que la serie engancha: no te pide que estés de un lado. Te pide que reconozcas algo incómodo: todos hemos conocido a alguien así.

El atractivo de "Malicia" está en ese espejo. No es la violencia. No es la intriga. Es la posibilidad de que un desconocido entre en una casa educadamente y, sin levantar la voz, empiece a mover las piezas. Es la sensación de que el peligro puede oler a colonia cara y preguntar por tu día. Y de que la familia, confiada, lo deje pasar. Sentirás una inquietud progresiva, incomodidad, porque la serie no cuestiona sólo al intruso. Cuestiona a los que lo aceptan. La maldad, al final, siempre necesita aliados. Ahí está la fuerza de "Malicia". No te demuestra que los villanos existen. Te demuestra que a veces entran por la puerta con una sonrisa y un plato de comida. Y la familia, agradecida, les pregunta si quieren quedarse a dormir.

El director de "Malicia" tenía claro desde el primer momento que su cámara se recrearía en las casas abiertas, los salones acristalados, en los barcos varados frente a la costa griega, pero el foco está siempre en los pequeños desequilibrios: un silencio incómodo en la mesa, una mirada que dura un segundo de más, el gesto con el que Duchovny corta una conversación porque sabe que hay preguntas que no quiere que nadie haga.

Filmar en Londres y en la isla de Paros no es una postal turística, es una forma de subrayar que el mal entra en escena precisamente cuando todos se sienten de vacaciones. Tara Erer, responsable de dar luz verde a las series de su productora, lo definió bien: “El mensaje es sencillo, esto va de disfrutar viendo cómo alguien desmonta desde dentro un hogar perfecto hasta dejarlo irreconocible".

Whitehall, acostumbrado a la comedia, estaba deseando comprobar hasta dónde puede llegar como villano. Duchovny juega a lo contrario: un hombre que lleva años justificando pequeñas crueldades domésticas y que de pronto se encuentra frente a alguien que le devuelve, magnificada, la violencia que ha repartido a su alrededor. La música original sabe convertir un simple motivo melódico en inquietud.

"Malicia" arranca con cuerdas oscuras, electrónica contenida y pequeños toques juguetones que parecen decirle al espectador que esto es un juego, pero un juego trucado. El disco, editado al mismo tiempo que el estreno de la serie, se escucha como un viaje de la aparente ligereza de unas vacaciones de lujo a la claustrofobia de una casa donde cada esquina guarda un secreto.

También hay canciones escogidas para dar idea de contraste: temas que podrían sonar de fondo en un chiringuito de playa o en una fiesta en cubierta, utilizados justo en los momentos en que todo empieza a torcerse. Es una técnica vieja, pero encaja bien: la verdadera malicia no entra acompañada de música siniestra, entra disfrazada de normalidad, de "playlist" agradable, que nadie cuestiona.

No es sólo desarrollar una buena trama, sino hacerse una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto una familia rica abre la puerta al desastre por pura soberbia, por la costumbre de creer que todo se puede comprar, incluso la lealtad? La serie no se limita a pintar al infiltrado como un monstruo que llega de fuera; le da motivos, retorcidos, discutibles, pero motivos al fin y al cabo. Y ahí suena la voz de Patricia Highsmith y su Ripley: el bien y el mal viviendo uno al lado del otro en el mismo corazón.

Si vuelves a la lista del policía y las normas con las que he comenzado, verás que "Malicia" las cumple casi todas. Llega alguien que encaja demasiado bien, que escucha más de lo que habla, que soluciona en días lo que llevaba años quebrando a la familia, que siempre está cerca en cada crisis y que hace sentir exagerada cualquier sospecha. La serie funciona cuando, después de ver un capítulo, miras alrededor y piensas en tu propia lista de gente que se integró demasiado deprisa en círculos cerrados.

Para un relato de la serie "Malicia", ese es el punto interesante: no sólo quién se cuela en la casa de los Tanner, sino qué huecos habían dejado ellos para que ese infiltrado pudiera entrar tan cómodamente.

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"Malicia" puede verse en España en Amazon Prime

Carlos López-Tapia

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