Cine en serie: "La sangre helada", el frío, la grasa y la supervivencia

Cine en serie: "La sangre helada", el frío, la grasa y la supervivencia

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Querido Teo:

No es improbable que en el altillo de alguna casa actual quede una caja con algo de otra época. Podría ser un viejo corsé de ballena. No una imitación, sino uno auténtico, hecho con barbas extraídas del paladar de un cetáceo. De esas piezas se fabricaban cientos de miles cada año en el siglo XIX. Una sola ballena podía dar material para más de 300 corsés, además de látigos para cocheros, varillas de paraguas y varas de sombrilla. Aquella industria llenaba los escaparates de Londres y París con un lujo sostenido por uno de los trabajos más duros del planeta. Hoy, en cambio, pagamos fortunas para ver ballenas vivas: un viaje de avistamiento en Baja California, México, puede costar entre 2.000 y 3.500 euros por persona, con alojamiento y guía incluidos. El turismo paga por perseguir lo que antes se mataba. "La sangre helada", la serie dirigida por Andrew Haigh y basada en la novela de Ian McGuire, vuelve a las plataformas para activar esa paradoja.

Arranca en 1859, en Hull, un puerto que huele a aceite rancio y a madera vieja. El barco Volunteer zarpa hacia el norte con su tripulación, sus arpones y un secreto. Lo que ves en pantalla no es invención. Hull, Whitby y Dundee fueron centros reales de la industria ballenera británica, que por entonces vivía su último acto. Los hombres embarcaban sabiendo que alguno no volvería.

Las campañas cortas duraban unos nueve meses, pero en los años de escasez podían alargarse hasta cuatro años, navegando por Groenlandia, el estrecho de Davis y el mar de Baffin. Cuatro años sin puerto, sin cartas y sin más horizonte que el hielo. Durante los viajes entre 1820 y 1870, se estima que entre un 10% y un 20% de la tripulación podía morir durante una expedición larga.

Los arpones pesaban cerca de cinco kilos y no podían lanzarse a más de veinte metros, siempre desde barcas de remo. Si fallaban, el animal embestía y destrozaba la embarcación. Si acertaban, el cable de tiro se tensaba y el bote salía disparado tras la ballena como un juguete.

El diario de un médico en un ballenero dice: "El bote se estremeció con el golpe del arpón, y un segundo después la línea comenzó a correr. Nadie habló. El roce del cáñamo contra el madero sonaba como si el aire se quemara. La fricción levantaba humo. Uno de los marineros echó agua sobre la caja para que no prendiera. El cachalote, herido, se lanzó hacia el este. Tiraba con tal fuerza que los hombres tuvieron que agacharse para no ser barridos por la cuerda. La proa del bote se hundía en cada ola. “¡Dejadla correr!”, gritó el patrón, y el mar se volvió una estela de espuma".

Era el “paseo de Nantucket”: una carrera ciega detrás del monstruo, a veces durante horas. Los hombres iban empapados, las manos entumecidas, los ojos fijos en la estela del animal que rompía el mar adelante. Cuando el cachalote salía a respirar, exhalaba una columna de vapor que olía a sangre y aceite rancio. A veces el animal se detenía, giraba y miraba al bote. Esa mirada, escribe el doctor Thomas Beale, era “como la de una criatura que sabe y odia”.

Entonces el animal podía embestir. Algunos botes se hicieron pedazos, otros fueron levantados del agua. Pero la mayoría de las veces, tras la persecución, el cachalote se agotaba, y el mar quedaba plano, cubierto de burbujas y aceite. Una vez muerto, el cuerpo se izaba junto al barco y se descuartizaba a cuchillo. La serie muestra ese detalle con toda la precisión posible, haciendo incluso que el médico participe.

La grasa se derretía en calderas, el olor impregnaba todo. Los diarios conservados en el Museo Marítimo de Hull hablan de hombres que trabajaban doce horas seguidas a veinte grados bajo cero, de congelaciones y pleitos a navaja. La serie lo muestra casi con total naturalidad, entre suciedad, sangre, y el silencio del hielo.

Haigh quiso evitar el artificio digital y rodó en Svalbard, a 81º de latitud norte, donde el mar se mezcla con el hielo eterno. Tan al norte que el horizonte es una curva blanca y sin sombras. “Nada de pantallas verdes, queríamos sentir el frío real, que el aliento de los actores fuera auténtico". Colin Farrell, que interpreta al arponero Drax, contaba que cada jornada de rodaje era “como volver a nacer a golpes de viento”. El resultado: vaho, madera que cruje, la sensación de lentitud que tiene la luz polar.

"La sangre helada" describe el final de una economía basada en el cuerpo de la ballena. De cada cachalote se obtenían hasta tres toneladas de espermaceti, una sustancia que ardía con una luz limpia y sin humo. El galón de aceite, cuatro litros y medio, se vendía hacia 1850 a dos dólares y medio, la mitad del sueldo semanal de un obrero. Convertido a valores actuales, serían unos 150 euros el galón. Un corsé con ballena costaba entonces el equivalente a unos 300 euros de hoy. En las casas acomodadas de Londres, cada señora podía tener una docena. Aquella moda mantenía viva una industria que enviaba a miles de hombres al hielo.

Además del espermaceti, los cachalotes producían ámbar gris, en realidad negro, un raro excremento usado como fijador de perfumes. Carlos II de Inglaterra lo comía, convencido de que era un manjar. Su valor era tal que un trozo del tamaño de una naranja equivaldría hoy a varios miles de euros. Entre aceite, grasa y barbas, una sola ballena podía rendir el salario de un año para toda una tripulación. Pero el declive era inevitable. Cuando el médico Abraham Gesner inventó el queroseno en 1846, el negocio de la grasa comenzó a hundirse. Lo que antes era imprescindible se volvió obsoleto en una década. Por eso resulta ignorante el comentario actual de que la tecnología destruirá trabajos a velocidad nunca vista.

La serie refleja ese momento sin necesidad de explicarlo. Cada marinero transmite que sabe que su oficio se acaba. Las escenas de cubierta, las calderas, los cuerpos tiznados de hollín y hielo parecen sacadas de los diarios de Hull. En el guion, los hombres cazan por necesidad, pero también por inercia. La realidad histórica respalda esa idea: las últimas expediciones británicas al Ártico fueron actos de desesperación económica.

Patrick Sumner, el cirujano del Volunteer, representa al hombre ilustrado que huye de su pasado y acaba entre lobos. Henry Drax, el arponero, es la violencia pura. “Quisimos que el frío fuera un personaje más”, decía el productor Iain Canning. La cámara de Haigh quería detenerse en las manos cortadas, en el humo que sale de la grasa hirviendo, en la expresión de los hombres que han dejado de distinguir entre supervivencia y culpa.

Si caminaras hoy por el centro de cualquier gran capital podrías encontrar aún restos de aquella industria. Algunas tiendas de antigüedades venden varillas de ballena como curiosidades. En internet se ofrecen corsés victorianos con “baleen auténtico”, piezas que rondan los 2.000 euros. En museos de Londres o Hull se conservan lámparas alimentadas con aceite de cachalote y frascos con espermaceti solidificado, blanco y lechoso como cera. Objetos bellos y repulsivos a la vez.

Esa tensión es la que sostiene "La sangre helada". No hace falta moralizar: la serie deja que el espectador saque sus propias conclusiones. La historia real era ya bastante brutal. El barco que se hunde en el hielo no simboliza nada; simplemente ocurre, como ocurrió tantas veces. Los diarios del Ártico recogen barcos atrapados durante meses, hombres que morían de escorbuto o se mataban entre sí por una ración. Lo que muestra la pantalla es la suma de todas esas crónicas.

A bordo, la vida cotidiana tenía su propia rutina, tan extenuante como necesaria. Los marineros dormían en literas húmedas, comían carne salada y galleta dura. A veces la galleta venía con larvas, y entonces decían riendo: “Más carne, menos aburrimiento”. En las noches de calma, los hombres cantaban o tallaban trozos de hueso en forma de animales o crucifijos. El tabaco se medía como el oro. Cada pitillo era un favor que se devolvía. También tenían supersticiones: nunca se silbaba en cubierta, porque “llamaba al viento”, y nadie se atrevía a pronunciar el nombre del diablo, aunque lo vieran reflejado en los ojos de Drax.

Hay un momento en la serie que resume esa tensión. Drax dice: “No temo al frío. El frío no es enemigo; el frío enseña”. Sumner responde: “A mí me ha enseñado lo que no quiero saber”. Ese diálogo, breve y seco, concentra toda la historia: uno sobrevive, el otro reflexiona, y el hielo los iguala.

Las costumbres eran brutales y precisas. Cuando una ballena era capturada, el capitán ofrecía un trago de ron a cada tripulante. Si el animal escapaba, el castigo era silencio absoluto durante el resto del día. En algunos barcos, el cocinero hacía sopa con grasa diluida para no desperdiciar nada. En los días de calma, se cazaban focas o se remendaban velas.

Cuando la luz desaparecía, la tripulación se entretenía con cartas y dados, con un juego muy popular que era el lanzamiento de monedas o competiciones de lanzar cabos y hacer nudos. El humor siempre servía de válvula. Un chiste típico de los balleneros decía: “¿Qué hace un arponero cuando se jubila? Se compra un paraguas… y lo pierde en la primera tormenta". Era un modo de reírse del destino: siempre persiguiendo cosas que tratan de escapar.

Hoy, mientras miles de turistas pagan por ver el soplo de una ballena en los mares de Islandia, Groenlandia o México, uno puede pensar que el círculo se ha cerrado. El viaje que cuesta 3.000 euros y dura cinco días es el reflejo invertido de aquellos hombres que pasaban años cazando lo mismo que ahora admiramos. En los mismos mares, con otro propósito. Pero la realidad es que las organizaciones internacionales sostienen que se siguen cazando alrededor de 1.000 ballenas cada año.

"La sangre helada" te atrapa porque lo que muestra parece imposible y, sin embargo, todo ocurrió. Al final, no queda sólo la historia de un barco, sino el último retrato de una época que, como casi todas, se fue derritiendo lentamente, como el espermaceti al sol.

Ver la serie hoy es una forma de mirar atrás sin el menor romanticismo. Lo que entonces se hacía por aceite y barbas, ahora se hace por litio o por gas. Cambian los materiales, no la lógica. "La sangre helada" ofrece una verdad incómoda: que la civilización ha incluido a menudo algún olor a grasa quemada.

Vídeo

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"La sangre helada" puede verse en España en Filmin

Carlos López-Tapia

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