Cine en serie: "El monstruo de Florencia", la herida abierta de un país entre los pliegues del tiempo y la inoperante burocracia
Querido Teo:
El viajero que baja en la estación florentina de Santa Maria Novella con la serie "El monstruo de Florencia" todavía fresca en la retina se encuentra con una ciudad que brilla bajo la misma luz dorada que filmó Stefano Sollima, pero que esconde, en sus colinas y caminos, un temblor persistente. Mensajes de megafonía, pasos y maletas rodantes parecen no tener relación con los crímenes que sacudieron la Toscana entre los años setenta y ochenta y, sin embargo, basta alejarse un poco del centro para sentir que el paisaje sigue hablando, aunque en voz baja. Al fin y al cabo el monstruo todavía podría seguir vivo, un anciano que mira desde una ventana.
"El monstruo de Florencia" no es sólo una serie sobre un asesino, es una inmersión en la herida abierta de un país que se mira al espejo y no siempre reconoce su reflejo. La miniserie dirigida por Stefano Sollima y escrita por Leonardo Fasoli convierte uno de los casos criminales más enigmáticos de Italia en un viaje por la memoria colectiva, donde las colinas de la Toscana se transforman en escenario de belleza traicionera. Como en "Gomorra" o "Suburra", Sollima vuelve a demostrar su dominio de la tensión contenida, de la violencia que no estalla sino que respira bajo la superficie, y de los silencios que dicen más que las palabras.
La serie arranca con la calma aparente de un verano toscano. Los olivos plateados, los caminos de tierra y las luces doradas de los atardeceres podrían pertenecer a una postal, pero el espectador pronto percibe que ese paisaje esconde algo que no encaja. Los descampados son lugares de espera y los coches aparcados trampas. No es sólo la reconstrucción de un crimen, es la evocación de un miedo que aún late en los pueblos del valle del Arno, donde muchos prefieren no recordar pero nadie ha olvidado del todo.
El viajero que sigue los pasos de la serie puede desplazarse hasta Scopeti, a pocos kilómetros de la ciudad. Allí, el lugar del último crimen, el de la pareja francesa, sigue siendo una zona boscosa y silenciosa, sin señalización turística. En el suelo, bajo la maleza, asoman a veces flores secas o una cinta descolorida, dejadas por alguien que todavía se acuerda. El eco de un caso que Italia nunca logró cerrar.
En sucesivas entrevistas de los productores se insiste en el esfuerzo por una ambientación impecable; interiores domésticos de austeridad cotidiana, radios antiguas, tapices desvaídos y calendarios de santos. Los periódicos tuvieron que ser amarilleados y se necesitaron tazas gruesas para el inevitable café; las comisarías se llenaron de humo y papeles amontonados.
La serie no debía ser espectacular sino tan auténtica que no chocara con la memoria de ningún espectador que hubiera vivido las tres décadas que refleja. Se sacaron de garajes y coleccionistas los automóviles de época, se confeccionaron los uniformes, y se reprodujeron los carteles de cine que decoran las calles. Sollima quiso hacer que la Toscana no fuera un decorado para convertirla en un personaje: "Un testigo mudo de la tragedia".
El guion se despliega con el pulso de una investigación periodística. No hay giros artificiosos ni trampas narrativas. En lugar de resolver el enigma, la serie invita a vivirlo en cuatro capítulos. Acompañamos a los policías, a los fiscales y a los reporteros que tratan de entender lo incomprensible. Las pistas se cruzan, los archivos se pierden, los testimonios se contradicen, y el peso de los errores institucionales cae sobre cada capítulo como una losa.
La investigación real fue un rompecabezas mal armado, donde la rivalidad entre cuerpos, los prejuicios y la falta de medios tecnológicos condenaron la búsqueda desde el principio. La serie no se limita a contarlo, lo muestra con ruido de máquinas de escribir, expedientes que se acumulan, retratos robot en paredes agrietadas... todo forma parte de un sistema que se resquebraja ante la magnitud del crimen.
En el Archivo Estatal de Florencia, entre estanterías frías y documentos encuadernados, el visitante puede consultar algunos de los expedientes judiciales del caso, hoy digitalizados. No se muestran al público los detalles más duros, pero sí los rastros de una investigación interminable. Allí el viajero siente el mismo escalofrío que transmite la serie: la sensación de que la verdad se disolvió entre los pliegues del tiempo y la burocracia.
La evolución de la ciencia forense, o mejor dicho su lento despertar, es otro hilo que cose la narración. En los años sesenta los forenses trabajaban con bisturíes y cuadernos, con microscopios que ampliaban el horror pero no lo explicaban. En los setenta llegaron los primeros análisis balísticos sistemáticos, las pruebas de residuos de disparo y los intentos de correlacionar patrones.
Y en los ochenta, cuando la tecnología empezó a ofrecer esperanza, Italia seguía funcionando con laboratorios dispersos, archivos incompletos y una burocracia que envejecía más rápido que la justicia. La serie logra que esa falta de medios se sienta: cada prueba perdida, cada informe mal archivado, ausencias físicas que pesan.
El contexto social late detrás de cada escena. Italia atravesaba un cambio moral profundo: la emancipación femenina, los primeros divorcios, la aparición de la prensa sensacionalista y la televisión popular que convertía la tragedia en conversación de sobremesa. Las parejas jóvenes buscaban intimidad en coches y descampados porque las casas eran pequeñas y las miradas vecinales constantes. La serie convierte ese detalle íntimo en un símbolo: el deseo como territorio prohibido, la libertad como riesgo mortal. Los crímenes del Monstruo son el reverso oscuro de una sociedad que empezaba a abrirse, pero que todavía castigaba a quienes se salían del guion.
"El monstruo de Florencia" también habla de cómo el miedo puede moldear una comunidad y de cómo el silencio se convierte en herencia. En los pueblos toscanos donde ocurrieron los asesinatos, aún se pueden encontrar placas que recuerdan a las víctimas, especialmente la pareja francesa del último crimen en Scopeti. Algunas han sido vandalizadas y vueltas a colocar, como si el país aún luchara por decidir qué recordar y qué olvidar.
Existen rutas de memoria, documentales en la RAI, podcasts que reabren el expediente con voz templada y nuevas ficciones que reinterpretan el caso para una generación que no había nacido cuando todo empezó. Cada nueva obra revive la misma pregunta: ¿Quién fue realmente el monstruo? ¿Y por qué seguimos necesitándolo para entendernos?
La serie ni siquiera intenta responder, pero observa. El director de fotografía buscó rostros cansados, ojos que esquivan, que ocultan vergüenza. Los actores no interpretan héroes, sino ciudadanos perdidos entre el deber y el miedo.
Sollima aplica la estética que lo hizo célebre en "Gomorra" o "Suburra": violencia contenida, ritmo lento, y una sensación constante de destino inevitable. Todo un mundo rural se expresa con la imagen de una joven vestida de novia que huye por los campos, que es "cazada" porque hay un pacto que incluye tierras y ovejas. Una conversación se vive como un duelo y un amanecer es un recordatorio de lo que no se ha resuelto.
Antes de regresar a la estación, el viajero pasa por la Librería Edison, frente a la Piazza della Repubblica. En una estantería dedicada al crimen italiano encuentra un libro real, “Il mostro di Firenze” de Douglas Preston y Mario Spezi, el periodista que investigó el caso durante décadas. El libro mezcla investigación real, crónica judicial y relato personal, porque Spezi llegó a ser incluso arrestado por su implicación en la investigación.
En 2010, se anunció que Antonio Banderas protagonizaría "The monster of Florence", producida por la 20th Century Fox y dirigida inicialmente por Ridley Scott, aunque el proyecto pasó por varios guiones y nunca llegó a materializarse. Banderas iba a interpretar precisamente a Mario Spezi.
El visitante hojea el libro, compra un ejemplar y se sienta con un café en la barra del andén. Afuera, el tren hacia Roma ya anuncia su partida. Guarda el libro en la mochila, mira las luces de los raíles y piensa que hay heridas que un país nunca cierra del todo, sólo las transforma en historias que seguimos contando para no olvidar.
No puedo ser objetivo en mi comentario, llegué a Italia por primera vez en 1975, en Roma, frente a la estación Termini, manifestantes pedían que Franco no fusilara más españoles, en Florencia la portada de un diario rezaba a toda plana: "El asesinato sigue sin resolverse". Todavía la prensa no había calificado al asesino como monstruo pero el "modus operandi" terrorífico era la conexión.
"El monstruo de Florencia" puede verse en España en Netflix
Carlos López-Tapia

























