"Churchill. La biografía"

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Pregunta de trivial cinematográfico: ¿Quién es el personaje histórico británico más reflejado en el cine? Las respuestas de Ricardo "Corazón de León", Isabel I y las sucesivas Victoria e Isabel II o Shakespeare son buenas, pero están muy lejos de un hombre que se sentía identificado con Julio César, un aristócrata de segundo nivel apoyado por el pueblo llano en momentos trascendentales.

Título: "Churchill. La biografía"

Autor: Andrew Roberts

Editorial: Crítica

Roberts está considerado como el mayor historiador militar en su tierra, y ha tenido la ocasión de consultar documentos inéditos hasta ahora, como los diarios del rey Jorge, que compartió con Churchill el drama de la II Guerra Mundial.

El tiempo suele distorsionar el pasado y acaba camuflando las anécdotas apócrifas como Historia. Roberts no sólo no ha caído en esta trampa, todo aparece documentado, sino que demuestra cómo camuflar él mismo la Historia de novela, sin traicionar a la primera, pero aprovechando la accesibilidad para público general que ofrece la segunda.

Cada detalle capaz de acercarnos a la "intimidad pública" de Churchill es aprovechado por Roberts, y el resultado es excelente. La vida de Churchill no permite nada estimable por debajo de las 500 páginas, y en este caso es de agradecer. Las facetas de Churchill son tantas, tan diversas y hasta contradictorias; tanta su influencia, sus escritos y sus dotes para no dejar a nadie indiferente, que hubiera agradecido dos tomos.

Decisión difícil la de elegir un aspecto de esta biografía para contaros sin extenderme. Churchill opinó, sobre todo pontificó, sobre mucho y apenas hubo nada ni nadie que no le interesara lo suficiente para merecer una pulla o un elogio. Me decido por una actividad tan relacionada con los españoles como practicada en todo el mundo, en más de un lugar con mayor profusión y dedicación: la siesta.

Churchill adquirió la costumbre de echarse una cabezadita por las tardes el año 1914, en la época en que había dirigido el Almirantazgo, durante la Gran Guerra, ya que descubrió, como él mismo explica, «que yéndose a la cama durante una hora después de las comidas podía añadir casi dos horas a [su] jornada laboral». Desde entonces se convirtió en una necesidad.

Durante toda la II Guerra Mundial, por regla general, se despertaba a las ocho de la mañana y dedicaba los primeros veinte minutos a los periódicos; daba luego cuenta de un desayuno potente y aprovechaba para ver los boletines oficiales de noticias. Sentado en la cama, recostado en un par de almohadas y enfundado en una prenda con coderas, encendía un puro y... comenzaba a trabajar, leyendo, dictando y hablando por teléfono hasta poco antes de la una del mediodía. De cuando en cuando recibía en el dormitorio a los distintos jefes de servicio. Después se levantaba y se metía en el aseo para darse un baño caliente, hacer gárgaras y aspirar por las fosas nasales una solución salina que le permitía despejarlas y respirar a sus anchas. Fue uno de los primeros hombres en utilizar maquinillas de afeitar eléctricas, cuya producción en masa se había iniciado muy poco antes, en 1937. También le gustaba mucho "la excelente funcionalidad de su aparato para limpiar los dientes", —como él decía—, un artilugio eléctrico que arroja agua a gran presión en la boca y elimina el aliento a tabaco.

Tras el almuerzo volvía a la cama para dormir una hora. La siesta le permitía alargar el trabajo desde las nueve de la mañana hasta la una o las dos de la madrugada. «Se debe echar siempre una cabezadita entre el almuerzo y la cena, y nada de medias tintas. Hay que quitarse la ropa y meterse en la cama. No hay que ceder a la falsa impresión de que se acabará trabajando menos por dormir un rato durante el día. Esa es una idea necia que sólo sostienen las personas que carecen de imaginación. La siesta te permite hacer más cosas. De ese modo se procura unos dos días en uno; bueno, al menos uno y medio, estoy seguro».

Para facilitarle la siesta cuando viajaba, llevaba a todas partes un antifaz de satén negro y una almohada especial. "Después del sueño, era muy frecuente que se diera un segundo baño —y de lo contrario, según asegura Thompson, el personal «las pasaba canutas»". En 1921, durante su estancia en Egipto, solía desplazarse en tren y, cuando no había agua para poder tomar un baño en el convoy, lo mandaba detener y ordenaba que se calentara el agua en la caldera de la locomotora. La cena se tomaba normalmente a las ocho de la tarde, y después trabajaba hasta altas horas de la noche.

«El secretario privado permanecía junto a él en el dormitorio mientras se desnudaba, se rascaba entre los omóplatos con un cepillo de mango largo, y se ponía el camisón para irse a la cama», recordará Peck años más tarde. De hecho, lo que usaba para dormir era «una suerte de chaquetilla cuya longitud era aproximadamente la misma que la del más minúsculo de los minivestidos».

Por mucho que las pantallas nos han reproducido sus momentos más variados en decenas de horas de ficción, nunca nos ha proporcionado esta imagen de Churchill con un vestidito minifalda.

Es indiferente que te interese o no el personaje, Roberts te atrapa a la menor ocasión que le des. No es que no haya biografías sobre Churchill, es que ésta no es una más.

Carlos López-Tapia

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