Cine en serie: "La casa Guinness", un choque divertido entre la realidad y ficción del imperio de la cerveza

Cine en serie: "La casa Guinness", un choque divertido entre la realidad y ficción del imperio de la cerveza

1 Sarcofago2 Sarcofagos3 Sarcofagos4 Sarcofagos5 Sarcofagos (1 votos, media: 5,00 de 5)
Cargando...

Deja tu comentario >>

Querido Teo:

Es de esas series que uno ve con la sensación de estar en una clase de Historia… pero en la que el profesor se ha tomado dos pintas antes de empezar a hablar. Porque claro, la Irlanda del XIX no era un pub de Dublín abierto las veinticuatro horas, aunque la serie se empeñe en convencernos de lo contrario. Y encantados, ojo, porque... ¿Quién le dice que no a un barril de licencias creativas? Como escribió un cronista, John Stevenson, en 1862: “En Irlanda el día no se mide en jarras de cerveza, sino en rezos y en jornadas de trabajo interminables”.

Pongamos un ejemplo sencillo: el vestuario. En la realidad, un caballero de la época tardaba media mañana en vestirse: chaleco, levita, sombrero y hasta abrillantado de botas. En la serie, se plantan una chaqueta de tweed en diez segundos, se la abrochan al vuelo y se van tan campantes a cerrar un negocio de cerveza. Eso sí, con un estilazo pasarela de Londres. La realidad olía a humedad y lana mojada; la ficción huele a perfume caro y a ropa recién estrenada.

Como recordaba un viajero inglés en su diario de 1847: “Las calles de Dublín huelen a lana empapada, y no hay fragancia más persistente en las casas de la clase media”.

O hablemos de la comida. Los Guinness de carne y patata, esos guisos espesos que daban para sobrevivir a tres inviernos, aparecen reducidos en la pantalla a delicados platos de porcelana con guarniciones imposibles. Que parece que el chef de un hotel de cinco estrellas se coló en la cocina familiar. En la Dublín de mediados de siglo, el pan era pan duro y la mantequilla casi un lujo. En la serie, parece que desayunan croissants antes de que a nadie en la isla se le ocurriera pronunciar la palabra francesa “cruasán”. Como dejó escrito un granjero anónimo en 1851: “Nuestra mesa se compone de patatas hervidas y pan reseco. Lo demás pertenece a los sueños de los ricos”.

Pero nada nos hace reír tanto como las escenas de pub. Según las notas de producción, lo que beben no es cerveza real, sino un mejunje a base de refrescos con espuma artificial. Y claro, ahí surge la pregunta: ¿será que los actores se sienten más auténticos brindando con Coca Cola disfrazada de Guinness? Más cómico aún es que la Guinness de entonces ni siquiera era idéntica a la actual. En el XIX era más turbia, con menos control de temperatura y, digámoslo claro, te dejaba un poso en el vaso capaz de atascar la garganta del bebedor más curtido.

El propio Charles Dickens anotó tras su visita en 1853: "El vaso de stout en Dublín se parece más a una sopa negra que a una bebida de caballeros". Dicho de otra manera, se recomendaba no mover la jarra mucho, porque el sedimento podía sostener tiesa una cucharilla de te.

Y llegamos a las costumbres sociales. En pantalla, las damas de la familia discuten de negocios con la misma soltura que los varones, copa en mano y mirada desafiante. La realidad era menos amable: la mujer educada estaba condenada a callar en público y a opinar, como mucho, sobre flores y bordados. Aquí el guion se desmelena, y el espectador lo agradece, aunque el historiador en la sala se revuelva en la silla. En las memorias de Lady Morgan se lee: “Una mujer que alzaba la voz sobre política corría el riesgo de ser tachada de extravagante y de perder el respeto de sus pares”.

El humor estalla cuando uno contrasta los medios de transporte. En la serie, los carruajes son relucientes, los caballos impecables, y no se escucha ni una mosca. En la Dublín real, los cascos de los animales hacían un ruido ensordecedor, los charcos perfumaban la calle y el barro llegaba a las rodillas. “Los viajeros no pisan suelo, sino una sopa negra de estiércol y agua”, anotó un cronista en 1849. ¿Dónde se ha visto un cochero sin barro hasta en la ceja? Pues en la televisión, que para eso está. Un cochero de la época dejó escrito en sus memorias: “El barro se nos subía hasta los dientes; no había jornada en que mi chaqueta no quedase salpicada de estiércol”.

Y lo mejor son los brindis familiares. Siempre hay un momento en que alguien levanta el vaso y suelta una frase solemne, casi shakesperiana. En los archivos históricos, los brindis de los Guinness eran mucho más breves y con menos poesía: “Sláinte” y a beber. Aquí la ficción convierte cada sorbo en una pieza teatral. Un descendiente de la saga recordaba en un diario: “En casa no había discursos: bastaba con llenar el vaso y beber. Lo demás era literatura”.

La familia Guinness juega a disfrazar la dureza del pasado con el encanto de una saga televisiva, regalándonos anacronismos tan descarados que no queda otra que reír. Y quizá esa sea su virtud: no enseñarnos historia al pie de la letra, sino recordarnos que, si hubiésemos vivido de verdad en aquel Dublín de chimeneas humeantes, habríamos echado de menos hasta los croissants imposibles del desayuno televisivo. Como escribió el historiador Patrick O'Leary: “La ficción embellece lo que la realidad hizo insoportable”.

Y ahora, la gran pregunta: ¿Qué queda hoy de aquella fábrica familiar que vimos en la serie, y qué queda de los Guinness como propietarios y señores de su reino cervecero?

Hoy la fábrica principal de Guinness sigue en pie, con su corazón en St. James’s Gate, Dublín, ese solar legendario arrendado originalmente por Arthur Guinness con un contrato de 9.000 años que parecía broma, pero era legal y serio.

Con el tiempo, lo que era un “léase” pasó a ser posesión en parte conforme la empresa se expandió más allá de los límites originales (sí: alquilar por 9.000 años fue algo que solo un loco visionario haría). Como señalaba un notario de la época: “Nadie había visto jamás un contrato de semejante duración; parecía un chiste, y sin embargo era válido”.

La antigua fábrica ha sido reconvertida en gran parte en lo que hoy se llama el Guinness Storehouse, un museo-experiencia turística que recorre la historia, la técnica y el mito del "stout". Allí puedes pasear entre calderas, grano, fermentos y vitrinas con latas antiguas; al final te regalan una pinta (o refresco, si eres cuidadoso) y una vista panorámica de Dublín desde el Gravity Bar. Como escribió una visitante en 2005: “Más que museo, es un templo de cerveza; la historia se bebe a sorbos con vistas de pájaro sobre la ciudad”.

Pero ojo: el Storehouse no es en su integridad la fábrica real activa, sino una zona museificada integrada con espacios industriales que todavía funcionan y producen cerveza. Parte de la maquinaria original está exhibida como reliquia, no como pieza de producción constante. Un guía turístico suele bromear: “Aquí las calderas no hierven, posan para las fotos”.

Además, Guinness ha añadido una “cervecería experimental / taproom” moderna junto al tradicional, llamada Guinness Open Gate Brewery en Dublín, donde prueban lotes especiales, experimentos de sabor y nuevos estilos que no llegarían, o no con facilidad, al mercado global. Es una especie de laboratorio cervecero para los curiosos que van al extremo del negro. Como resumió un periodista gastronómico: “Es el patio de juegos donde la stout se convierte en laboratorio de alquimistas”.

En lo industrial, Guinness ya no es empresa familiar en el sentido clásico. Desde 1997 pertenece al gigante global Diageo, que fusionó Guinness con Grand Metropolitan. Bajo ese paraguas comercial gigantesco, Guinness es una de las marcas estrella. En palabras de un analista de negocios: “Lo que empezó como apellido se convirtió en logotipo global”.

Eso significa que los miembros directos de la saga no dirigen la operación cervecera diaria. No hay hoy “señor Guinness” con mando absoluto sobre fermentadores o reparto de lúpulo. El control quedó profesionalizado, corporativo. Como comentó un descendiente en una entrevista: “Nuestro apellido está en las botellas, no en las oficinas”.

Ahora bien: los herederos no están exiliados de todo. Conservan patrimonio inmobiliario, inversiones y roles de prestigio. Por ejemplo, la saga posee extensas tierras: el Elveden Estate en Suffolk (Inglaterra), comprado en 1894, sigue siendo parte del patrimonio familiar, con miles de hectáreas agrícolas que cultivan diversos productos, como cebolla, entre otros. Un administrador local señaló: “Donde antes salía cerveza, ahora brotan cosechas”.

También existen propiedades históricas como Leixlip Castle, en Irlanda, que estuvo ligada al linaje Guinness y que, tras la muerte de Desmond Guinness en 2020, formó parte de su testamento (aproximadamente 26,5 millones de euros de patrimonio declarado). Parte del castillo y los bienes asociados fueron heredados por sus hijos Patrick y Marina, con disposiciones específicas sobre quién recibiría qué, incluso cláusulas sobre venta futura. En palabras de un vecino: “El castillo no es sólo piedra, es memoria de familia”.

Los Guinness siguen siendo figuras públicas con presencia social, artística y cultural: Daphne Guinness, Sabrina, Jasmine, Ivana Lowell, entre otras, participan en moda, música, filantropía y medios. Son herederas del legado, no del control operativo directo. Un crítico de moda escribió: “Daphne Guinness viste como si la espuma de una pinta se hubiese convertido en seda”.

En cuanto a riqueza líquida y patrimonio global, las estimaciones recientes sitúan a la familia Guinness como una de las fortunas aristocráticas más sólidas del Reino Unido/Irlanda: cifras en torno a los 856 millones de libras en algunos rankings actuales. Como comentaba un economista: “No hacen cerveza, pero su apellido aún imprime billetes invisibles”.

La fábrica sigue produciendo el "stout" negro con su sabor característico, pero ya no bajo la batuta directa del linaje. Los Guinness herederos continúan como guardianes de un mito, dueños de castillos y tierras, rostros prominentes en sociedad y representantes simbólicos del imperio negro. Un periodista cultural lo resumió: “Los Guinness de hoy beben del prestigio más que de la cuba”. Si quisiéramos resumir en un solo diálogo esta serie, lo encontramos en el quinto capítulo, en unas circunstancias eróticas que no desvelo: -"Dios todopoderoso. Lo que es ser un Guinness".

Guinness tuesta su cebada casi como si fuera café, carameliza, ennegrece y da los sabores característicos a café, chocolate, regaliz, pan tostado o incluso notas ahumadas. Y esto es lo que queda hoy de aquella saga: un sabor, un patrimonio diversificado y un mito que sigue brindando, aunque con licencia de ficción, sobre el pasado. En palabras de un poeta dublinés: “Cada pinta lleva más historia que espuma”.

Y para terminar con una curiosidad moderna: si alguna vez compras una lata de Guinness negra y al agitarla escuchas un ruido dentro, no es un misterio ni un regalo sorpresa. Es el famoso "widget", una pequeña esfera de plástico que contiene nitrógeno. Al abrir la lata, libera el gas de golpe y provoca esa espuma cremosa y densa que imita la Guinness de grifo en un pub. Sin ese invento de los años ochenta, la experiencia sería mucho más plana.

Un ingeniero de la casa no pudo evitar la sonrisa al ser entrevistado: “Nuestra mayor revolución no ha sido alguna receta, sino una bolita de plástico”.

Vídeo

"La casa Guinness" puede verse en España en Netflix

Carlos López-Tapia

¿Compartes?:
  • email
  • PDF
  • Print
  • RSS
  • Meneame
  • del.icio.us
  • Facebook
  • Google Bookmarks
  • Twitter
  • FriendFeed
  • LinkedIn

Comentarios

Suscríbete
Notificar
guest
0 Comentarios
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
0
Me encantaría conocer tu opinión, comenta.x
()
x