Cine en serie: "Muerte en la familia Murdaugh", el Derecho cómplice
Querido Teo:
En Estados Unidos los abogados son una especie aparte. Un gremio con más representantes por metro cuadrado que médicos, curas y psicólogos juntos. Son, de hecho, el segundo grupo profesional más detestado del país, justo detrás de los políticos, y eso dice mucho. Shakespeare ya lo vio venir en "Enrique VI", cuando el carnicero Dick decía: “Lo primero que hay que hacer es matar a todos los abogados”. Era más que una ocurrencia violenta aplaudida por el público: si uno quiere eliminar la corrupción, tiene que empezar por los que la redactan en lenguaje legal y esos son los juristas al servicio de partidos o de dictadores.
Ahí entra "Muerte en la familia Murdaugh", la serie que cuenta el derrumbe de una dinastía de abogados del sur viviendo un festín permanente de hipocresía, poder y privilegios. Es una historia real, más o menos, sobre cómo Alex Murdaugh, heredero de un linaje de fiscales de Carolina del Sur, lo tuvo todo: dinero, conexiones, respeto y una incapacidad monumental para dejar de engañar a todo el mundo, incluido a sí mismo.
Hasta que un día de junio de 2021, su mujer Maggie y su hijo Paul aparecieron asesinados, y el castillo de influencias se empieza a venir abajo. Y no os desvelo nada, porque es el primer minuto del primer capítulo de un caso tan grotesco que parece ficción, y el que no lo sea es lo más inquietante.
“Ey, Bubba, ven aquí”, se escucha decir a Alex Murdaugh en el vídeo grabado por su hijo poco antes del crimen. Esa frase, aparentemente banal, se convirtió en la pieza clave del juicio y en uno de los sonidos más perturbadores de la serie. Pero la serie no se limita a recrear el caso. Va más allá: muestra cómo una familia controló durante generaciones el sistema judicial de la franja pantanosa del sur de Carolina conocida como Lowcountry.
Una única familia logró que la ley se convirtiera en su juguete. Si eras un Murdaugh, podías atropellar, robar o manipular pruebas, y el sheriff te invitaba a café mientras sus oficiales lo arreglaban. ¿Cómo no iba a popularizar Bob Marley una canción reconociendo que había disparado al sheriff? Si no eras un Murdaugh, ya podías rezar. “En este condado no pasa nada sin que un Murdaugh lo sepa”, dice uno de los secundarios con amarga resignación. ¿A cuántos de vosotros esto no os suena a ficción?
La ficción, eso sí, se toma libertades. Reordena la cronología, inventa conversaciones privadas y mezcla personajes reales en uno solo, pero sin perder el aroma auténtico de los hechos. No busca precisión forense, sino lo que su creadora llama una “verdad emocional”: que el espectador sienta el vértigo de un sistema que se protege a sí mismo hasta que el dinero se acaba y la lealtad se convierte en miedo. “No podíamos filmar la verdad literal, pero sí el clima moral en el que todo ocurrió", ha declarado a la prensa la productora ejecutiva Lisa Cholodenko.
Alex Murdaugh no es un villano clásico; claro que es un depredador, pero tiene el don de gentes de los peores asesinos en serie. Alex, sobre cualquier otra cosa, representa un síntoma. Personaliza a esa casta que se siente dueña del lenguaje jurídico, de los contactos y de la moral flexible.
Durante años defraudó a sus propios clientes, robó indemnizaciones y las gastó en adicciones, lujos y tapaderas. Cuando su mundo financiero se derrumbó, el drama familiar estalló como un disparo de escopeta. Eso sí, tan buena escopeta como la que regala a sus "chavales" para que nunca yerren el tiro.
La serie se deleita en mostrar ese doble fondo: el hombre elegante que dicta moral en público y huele a fosa séptica en privado… casi una vulgaridad. “Hay algo peor que ser culpable”, dice Maggie, la esposa, en una escena inventada, “y es vivir rodeado de mentiras hasta que se vuelven verdad". No hace falta caricaturizarlo: la realidad ya lo hizo sola. Su caída tiene algo de tragedia clásica en clave judicial, con el empujón de una prensa local (inspirada en el trabajo real de la periodista Mandy Matney) que acabó haciendo lo que la justicia se negaba a hacer: investigar al investigador.
"Muerte en la familia Murdaugh" no es un "true crime" al uso, ni un culebrón de sobremesa. Es una ficción que incomoda con facilidad, porque muchos de los que se sienten a verla serán parte de los cómplices necesarios. Es una radiografía del poder cuando se hereda sin control y se administra entre amigos. A ratos recuerda a "Succession" por el retrato de la ambición familiar, pero aquí no hay ironía cosmopolita: hay barro, pantanos, mentiras, todo muy pegajoso. “El sur no olvida, sólo aprende a callar”, dice un personaje secundario casi a modo de sentencia.
La serie tiene ese aire de justicia poética que los inocentes, y hasta los que creen serlo, disfrutamos: ver caer al poderoso, comprobar que ni los abogados pueden defenderse eternamente de sí mismos. Pero también deja un regusto amargo: si esto pasó en un país donde todo se graba y todo se juzga, ¿qué no ocurrirá en los rincones donde nadie mira?
Más que una denuncia, "Muerte en la familia Murdaugh" funciona como un espejo de codicia y descomposición. Hace escandalizarse y, de paso, entender cómo opera el privilegio. Es la historia de un sistema que fabrica impunidad con toga y sonrisa, y de un linaje que confundió poder con derecho casi divino, el que se practica todavía en muchas casas reales europeas y toda clase de castas. “Nos costó meses conseguir permisos de rodaje”, confesó uno de los productores, “y más de un despacho local intentó detener la serie antes de empezar".
Hay algo casi hipnótico en ver cómo ese mundo se desmorona. Las escenas de los pantanos al anochecer, las fiestas con whisky y discursos, los retratos familiares colgando sobre chimeneas monumentales: todo tiene la textura del mito sureño. Una aristocracia de sudor y pólvora que se cree inmortal.
Los secundarios ofrecen honestidad por contraste. La empleada inmigrante hace ya muchos años, esclava moderna como la desearía siempre gente como Trump; los vecinos y los antiguos socios que bajan la voz cuando hablan del patriarca... aunque la serie no los convierte en héroes: los deja ser testigos del entorno donde la justicia funciona por apellido.
Lo que hace que "Muerte en la familia Murdaugh" funcione, más allá del morbo, es su precisión moral. No sermonea. No busca empatía fácil ni compasión retroactiva. Expone cómo el dinero no sólo compra abogados: compra relato. Cada episodio añade una capa de manipulación pública, de titulares y rumores, la preparación para la guerra de versiones. Al final, lo que se juzga no es sólo un crimen, sino la fe ciega en la impunidad.
La serie se debe ver, salvo que uno forme parte de la casta que critica, porque retrata la enfermedad estructural del poder cuando se cree intocable. Aunque el caso Murdaugh esté resuelto en los tribunales, sigue siendo una máxima en forma de espectáculo: cuando la ley la escriben los sospechosos habituales, la justicia es sólo una cuestión de suerte. Podría estar escrita en el frontispicio de un templo mediterráneo.
"Muerte en la familia Murdaugh" puede verse en España en Disney+
Carlos López-Tapia

























