Cine en serie: "La estación de las chicas perdidas", el crimen tratado con sensibilidad
Querido Teo:
La estación de Perpiñán una noche de finales de los noventa. Los trenes llegan con el rumor metálico que va quedando en la memoria del ferrocarril. El barrio se queda suspendido en la rutina de última hora… pero falta alguien. Ni grito ni alboroto, es una ausencia que se extiende por los pasillos y deja a la ciudad con una pregunta incrustada. Cuando se encuentra una primera respuesta, desnuda, mutilada, eviscerada.... algo nunca visto en el país desde hace décadas, la pregunta alcanza otros tonos. La serie francesa "Les disparues de la gare", con el título español "La estación de las chicas perdidas", empieza ahí, en esa interrupción de la normalidad que lo cambiará todo.
Hace tres décadas, el entorno de la estación de Perpiñán se convirtió en sinónimo de inquietud. Una adolescente desapareció y tres jóvenes fueron asesinadas en el mismo perímetro urbano. El nombre de las víctimas, sus rostros en periódicos y carteles, la expresión repetida "chicas de la estación", formaron una especie de estribillo amargo en el sur de Francia. Durante mucho tiempo caló la idea de un único autor que habría actuado con un patrón reconocible, quizá un asesino en serie. La justicia necesitó muchos años para dibujar un mapa más complejo. La ficción decide jugar en la zona más humana del relato, la que no necesita convertir la investigación en una feria ni al agresor en protagonista.
El primer episodio fija el compás de la intriga con un hallazgo que descoloca a una comisaría de tamaño medio y presenta a una investigadora novel que entra en el oficio por la puerta más dura. Flore Robin se enfrenta a la simultaneidad de dos tareas distintas. La primera es hacer bien el trabajo. La segunda, no perderse por dentro. La serie sostiene esa tensión sin levantar la voz. No se trata de adivinar a un culpable con un golpe de efecto, sino de acompañar a quienes tienen que seguir yendo a la oficina cuando el caso dura años.
En un proyecto como éste la producción es un personaje silencioso. Los permisos exigían más que trámites, pedían tacto. El equipo legal tuvo que blindar diálogos, nombres y analogías para evitar cualquier identificación indebida. La coordinación con autoridades locales, la policía y los responsables de los espacios ferroviarios supuso calendarios ajustados y horarios nocturnos que minimizaran molestias. Además de lo jurídico estuvo lo íntimo. El rodaje no sólo movía cámaras y camiones, movía sentimientos.
La producción incorporó acompañamiento a intérpretes y figuración en escenas emocionalmente cargadas y pidió a los departamentos de sonido y montaje que respetaran un principio básico, sugerir mejor que mostrar. Se pudo reconstruir el barrio sin replicar los momentos que más dolor dejaron, y esa exigencia técnica termina siendo una posición ética.
El reparto ha contado en entrevistas que filmar en Perpiñán removía el aire. Théo Cholbi sintetizó el malestar inevitable al decir que el rodaje despertó un poco el caso y que no le gustó necesariamente a todo el mundo. La frase no necesita subrayados. A veces la presencia de focos en una calle sólo sacude un recuerdo que ya estaba ahí. Por su parte, Mélanie Doutey defendió la elección de la serie de hablar de las víctimas y no de glorificar a un verdugo. Ese desplazamiento del centro de gravedad es lo que marca la diferencia con otros relatos policiacos.
Y se nota en el modo en que la cámara se queda con las conversaciones pequeñas y las esperas, en el modo en que la policía de ficción se parece a una oficina con cansancio y no a un panel de superhéroes. Pero no le falta ritmo, aunque no a todos convence una propuesta que rechaza los efectos más vistosos. Pero ese desacuerdo también es señal de que la serie produce conversación. No pasa de largo como un telediario de madrugada, pone a escribir a críticos con criterios muy diferentes y obliga a volver sobre el dilema central de este tipo de ficciones. Cuánto se puede contar sin dañar, cómo se narra una herida sin reabrirla, qué significa respetar a quienes no son personajes sino personas.
La recepción en Perpiñán fue compleja. En un lado estuvo el orgullo discreto de verse representados con cuidado, de recibir un rodaje que dio vida económica a ciertas calles, de notar que por una vez los focos querían entender el barrio y no prejuzgarlo. En el otro, el cansancio de quienes no desean que los andenes sean sinónimo de tragedia cada cierto tiempo. En los cafés se comentaba el estreno con frases cortas. Otra vez se habla de aquello. Otra vez la estación. A la gente le cuesta ponerle adjetivos a lo que prefiere dejar en paz, y ese pudor también es una forma de civismo.
La administración local, por su parte, observó el fenómeno con cuidado. En más de una reunión interna se recordó que el equilibrio era fino, que no había que convertir la ciudad en un parque temático del dolor, y que el rodaje debía irse como llegó, con orden y respeto.
Lo más interesante es el modo en que el producto no se vende a sí mismo como una caza del monstruo, sino como una mirada de largo aliento a una investigación que aprende a dudar, rectifica y avanza con la paciencia de quien hace oficio. Seis episodios parecen pocos para tanto peso histórico, y el resultado es un compromiso entre fidelidad y síntesis.
En términos de veracidad conviene pensar en porcentajes con humildad. Hay coincidencia en que la columna vertebral es reconocible, en que el perímetro urbano es el mismo, el calendario básico coincide, el clima social está bien retratado, la evolución de la hipótesis investigadora se sugiere con prudencia. A partir de ahí llegan las licencias inevitables. Los personajes principales son composiciones que protegen identidades y permiten a los guionistas reunir experiencias dispersas en una sola biografía. Los procedimientos se condensan y los tiempos se comprimen para sostener el ritmo de una miniserie.
Si hay que poner una cifra razonable, el rango entre el 65% y el 75% de fidelidad a la realidad resulta honesto a quienes lo han investigado desde los medios. Lo demás es dramatización responsable y elipsis protectora. No hay matemática exacta en esto. Hay, o debería haber, una ética que priorice a quienes sufrieron los hechos sobre la tentación de un golpe de efecto.
Una prueba de esa ética es lo que la serie decide no hacer. No reconstruye con morbo las escenas de mayor violencia. No convierte al agresor en motor del interés. No reduce a las familias a instrumentos de emoción gratuita. No caricaturiza a la policía ni a los jueces. En su lugar, insiste en la mecánica compleja de una investigación larga. Muestra el error, la rectificación, la espera que desespera, la precariedad de los equipos que entran y salen según el calendario y las prioridades institucionales. Cuando llega una pista que parece buena, recuerda que no siempre lo es. Cuando hay un callejón sin salida, no fabrica una puerta donde no la hubo.
Y cuando el relato necesita un respiro, no busca un chiste ni una escena de distracción artificiosa. Ese tono contenido, casi modesto, es justamente lo que polariza a la crítica. A quien pide fuegos artificiales le sabrá a poco. A quien ve valor en la contención le parecerá una decisión correcta.
El territorio sonoro de la serie merece mención aparte. Hay relatos que se apoyan en la música como motor dramático y hay relatos que sostienen su atmósfera en el ritmo propio de un lugar. "La estación de las chicas perdidas" elige lo segundo. Se oye el metal de los trenes al salir y entrar. Se oyen pasos sobre grava. Se oye el cierre de una persiana de madrugada. Se oye el silencio raro que queda después de una noticia que nadie quería. Esa partitura realista, casi documental, acerca el barrio al espectador sin necesidad de discursos. Es una traducción acústica de un estado de alerta que no se resuelve en una escena, un telón de fondo que invita a escuchar la ciudad como si hablara por los suyos.
La estructura de seis capítulos resuelve el clásico dilema entre el caso que se investiga y el desgaste de quienes lo investigan. El primero rompe la costra de la normalidad y presenta un error de enfoque que se corregirá a tiempo. El segundo y el tercero abren el barrio, con la prensa empujando y la comisaría aprendiendo a distribuir energías. El cuarto da entrada a un giro judicial que ordena de otro modo las piezas, sin prometer una verdad total.
El quinto captura la intromisión de la memoria pública en la vida privada de los funcionarios, y cómo la ciudad puede entrar en el salón de tu casa sin tocar el timbre. El sexto se guarda la concesión sensata de ofrecer respuestas parciales y deja abierta la puerta a lo único verdadero cuando se habla de memoria, que siempre habrá huecos. Esos huecos son los que la gente llena con sus preguntas en voz baja a la salida del trabajo.
Desde fuera podría parecer que esta es otra serie más que mima la factura y deja al espectador a medias. Desde dentro, desde la perspectiva de quienes vivieron la cobertura mediática de finales de los noventa y principios de los 2000, es un intento de contar con cuidado lo que tantas veces se gritó. Hay una responsabilidad añadida cuando se ficcionaliza una ciudad viva, concreta, con vecinos que se reconocen en los planos.
La estación no es un símbolo abstracto. Es el lugar por el que pasan estudiantes, enfermeras, peones, turistas, personas que acompañan a otras a los hospitales de la región, familias que reciben a quienes vuelven por Navidad. Por eso la imagen de un banco vacío o de una farola encendida después de medianoche puede doler más que cualquier reconstrucción. La serie se resiste a poner rótulos. Prefiere que el espectador llegue por intuición al mismo lugar al que llega la justicia con sus documentos.
En Perpiñán no hay un antes y un después medible en cifras de turismo o en números de audiencia local. La huella es menos aparatosa y más profunda. Un periodista local señala que: "Hay un modo de hablar de la estación que se reajustó otra vez. Quien coge el primer tren de la mañana quizá mire con más calma los carteles del vestíbulo. Quien espera a un familiar puede que recuerde a las familias que la serie trae a la pantalla con respeto. Quien trabaja cerca y vio rodar una escena recordará la logística silenciosa de aquel mes".
Los protagonistas reales hoy son, antes que nada, personas que merecen discreción. Las familias han preferido mantenerse al margen del foco que recuperó el estreno. Muchos profesionales que estuvieron cerca del caso han cambiado de destino o se han jubilado. Alguno da alguna clase ocasional sobre errores de investigación y corregir a tiempo. Alguna periodista recuerda que la cobertura cambió la forma de titular en su redacción. Hay una lección práctica en esa discreción. La gente quiere vivir. A nadie le hace bien convertirse para siempre en una nota al pie. La serie, al no empujar entrevistas ni recreaciones con nombres y apellidos, decide no invadir ese deseo razonable de normalidad.
Terminemos como empezamos, en un andén. De noche, con la luz persistente de las farolas. El barrio parece el mismo de siempre y, sin embargo, ya no lo es. A veces la memoria no transforma los lugares, solo cambia el modo en que los miramos. Si pasas o te asomas a la estación después de ver la serie, como ha hecho más de un youtuber, no hay nada nuevo en los objetos. El banco seguirá siendo banco, la vía seguirá siendo vía, la marquesina seguirá protegiendo de la lluvia.
La estación, que fue escenario de partidas y llegadas como en cualquier otra ciudad, se convierte por un rato en un lugar que activa la memoria de una ciudad, trasladada a muchos millones de personas que ni han estado ni llegarán a estar en esa estación. Cualquier humano de hace poco más de un siglo, lo llamaría magia.
"La estación de las chicas perdidas" puede verse en España en Disney+
Carlos López-Tapia


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