Cine en serie: "La joven George Sand", una baronesa en pantalones
Querido Teo:
George Sand. Pocas figuras femeninas del siglo XIX resultan tan cinematográficas. Su vida apasionada, sus amores célebres y, sobre todo, su lucha por la independencia han inspirado a directores y guionistas de distintas épocas. Su historia se ha contado en películas biográficas, en series de televisión y hasta en producciones donde aparece como personaje secundario.
Una de las versiones más recordadas es la de Judy Davis en "Pasiones privadas de una mujer" (1991), una comedia romántica en la que se recrea su relación con Frédéric Chopin, interpretado por un jovencísimo Hugh Grant. Allí vemos a Sand libre, provocadora, con humor y ternura. Esa mezcla que, todavía hoy, sigue marcando la imagen que tenemos de ella.
En el cine europeo, y muy especialmente en Francia, la hemos visto retratada de manera más fiel a la documentación histórica. Actrices como Juliette Binoche o Ana Torrent han prestado su rostro para subrayar su faceta de intelectual comprometida y mujer de acción. Incluso cuando no es la protagonista, su nombre aparece como símbolo de libertad y transgresión, ya sea en escenas de tertulias literarias parisinas o en diálogos que evocan el espíritu del siglo XIX.
Porque George Sand sigue siendo, incluso para las cámaras de hoy, un recurso narrativo perfecto para hablar de igualdad de género, del derecho a la expresión artística y de esa búsqueda casi quijotesca de una vida auténtica, sin concesiones a las normas restrictivas de su tiempo.
La televisión francesa y belga han mirado hacia esa década en la que Aurora Dupin, que así se llamaba antes de adoptar el seudónimo, se convirtió en escritora. Y lo han hecho con acierto: porque su historia es la de una de esas mujeres del XIX que empezaron a poner patas arriba el orden social que estallaría en el siglo XX.
Sand fue luchadora, atrevida, símbolo de una libertad reservada a los hombres. Y, además, con un humor seco y lúcido. Dejó dicho: "Si la gente no fuera mala no me molestaría que fuera estúpida; por desgracia es ambas cosas". Y también: "Yo sólo soy una mujer, luchando contra un siglo".
Pero vayamos al origen. En 1831, Aurora llegó por segunda vez a París. Tenía tras de sí un linaje aristocrático, marcado por una figura clave: su abuela paterna, Marie-Aurore de Saxe, hija natural del mariscal Maurice de Saxe. Fue ella quien aseguró la fortuna familiar, comprando en plena Revolución Francesa, en 1793, la propiedad de Nohant-Vic: castillo, tierras agrícolas, bosques… más de 240 hectáreas. Más que suficiente para dar a su nieta una buena educación en París. Eso sí, en un colegio de monjas.
La serie dedica solo unos destellos a esa juventud, pero en Nohant-Vic se vivieron momentos fundamentales. La abuela le puso en las manos a Voltaire, contrató a Jean-Luis François Deschartres para que le enseñara latín y lógica, y la animó a pensar por sí misma. En los conventos no todo eran rezos: había juegos en los claustros, improvisaciones teatrales, conversaciones nocturnas que despertaban su pensamiento crítico. Cuando volvió a Nohant, con 18 años, le cambió la vida: del toque de campana de las monjas al reloj de la torre familiar. Allí aprendió a negociar precios de la leña y a redactar cartas legales para pleitos de tierras.
Pero como mujer no tenía demasiadas opciones. El Código Civil de 1804 la situaba bajo la autoridad del marido: necesitaba su consentimiento para administrar bienes, firmar un contrato o abrir una cuenta bancaria. La patria potestad pasaba directamente al esposo. La mujer casada era, jurídicamente, poco más que una menor.
Así que Aurora aceptó un matrimonio de conveniencia: dinero por título. Al principio la cosa no fue mal: recorrían tierras, hablaban con campesinos, ella se quedó embarazada y tuvo dos hijos. Pero pronto la realidad se impuso. Su marido era un noble menor, un barón tradicional que aportaba apellido y poco más. No le preocupaba violar criadas ni dilapidar la fortuna de su esposa. Y, por supuesto, reclamaba el "débito conyugal".
El primer capítulo de la serie lo muestra con crudeza: Aurora abandona la residencia familiar casi a la fuga, con poco dinero, dejando atrás a uno de sus hijos y convencida de que puede vivir de la escritura. Una apuesta casi imposible en aquel momento.
A partir de ahí, la historia se acelera. La serie no cambia los hechos, pero sí los amplifica. Disputas, romances, encuentros en tertulias literarias… Aurora, ya convertida en George Sand, se codea con artistas, pintores, dramaturgos. Mantiene relaciones con la actriz Marie Dorval y con Alfred de Musset, con quien viaja a Venecia, escribe cartas apasionadas y termina en una ruptura que dio mucho que hablar. Sí, su vida sentimental alimentaba la prensa, pero lo que cimentó su éxito fue otra cosa: constancia, trabajo diario, compromiso con la imprenta.
Y luego está el detalle de la ropa. Fundamental. Los guionistas lo usan para mostrar su rebeldía: el pantalón como prenda simbólica. Aurora pidió acogerse al decreto de 1800 que permitía solicitar un permiso policial para vestir ropa masculina. Oficialmente servía para montar a caballo o andar en bicicleta, pero en realidad era una revolución. El reglamento cayó en desuso, pero ojo: no se derogó hasta 2013. Fue la ministra de la Mujer quien detectó la incongruencia.
Sand no fue la primera en vestirse de hombre ni la primera en usar un pseudónimo masculino, pero sí la que destacó y se ganó un puesto en el cenáculo literario de París, con Víctor Hugo a la cabeza. Vestida de hombre podía entrar en cafés como el Procope, donde una mujer casada jamás habría sido admitida.
La serie nos la muestra sola, con sombrero masculino, botas gastadas, fumando, cruzando charcos y calles llenas de cocheros y vendedores. Y también paseando por el valle del Loira, por Crépy-en-Valois, por la Île-de-France. Lugares que hoy siguen respirando su huella.
Nohant, su casa natal, es hoy museo. La visitan 30.000 personas al año. Allí se conserva su escritorio, una pluma de ganso, una campanilla para llamar a los criados. Las rutas literarias por Berry pasan por el molino donde escuchaba cuentos y por el camino entre castaños donde pensaba tramas.
En las escuelas francesas se lee su autobiografía no sólo como obra literaria, sino como testimonio del papel de la mujer en la Francia posnapoleónica. Y así se entiende que, en su tiempo, George Sand fuera considerada la parisina con la moral más adelantada y libre de todo el siglo XIX.
Sand fue el modelo de las adolescentes, nietas de su generación, las que expulsaron el corsé definitivamente y comenzaron a surcar las aceras y jardines "sacando pecho" y lanzando las piernas hacia adelante, un paso amplio y decidido que hoy vemos natural, pero hasta ese momento reservado a los hombres, desafiando las críticas conservadoras que solo se verían atenuadas tras la II Guerra Mundial.
"La joven George Sand" puede verse en España en Filmin
Carlos López-Tapia
























