"My fair lady", ejemplo de excelencia cinematográfica

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Querido primo Teo: 

El musical "My fair lady" (1964) es uno de esos ejemplos de excelencia porque, como bien escribió Cecil Beaton en su diario de rodaje, disponible en España gracias a Hatari Books, desde su concepción todos los elementos fueron los adecuados, los mejores, y eso fue una fuente de inspiración para sacar a relucir todo su potencial. Warner Bros. apostó en el momento adecuado por trasladar el exitoso musical de Broadway, basado a su vez en el clásico “Pigmalión” de George Bernard Shaw, a la gran pantalla, bajo la batuta de George Cukor, manteniendo la esencia de un gran espectáculo con repertorio compuesto por Frederick Loewe y Alan Jay Lerner que gozó de la aclamación desde su estreno en 1956 y que ya se estaba convirtiendo en patrimonio de la cultura popular. Consiguió lo que parecía imposible, superar el precedente de los escenarios y posicionarse como uno de los mejores musicales de la historia del cine.  

El germen lo encontramos en “Pigmalión”, la obra de teatro escrita por el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw, estrenada en 1913, y que tomaba como referente el mito griego de Pigmalión, el escultor que se enamora de una estatua que él mismo ha creado, y que explora temas como la transformación personal, la identidad y las diferencias de clases.

El Pigmalión de Shaw es el profesor Higgins, un experto en fonética, que se propone transformar a Eliza Doolittle, una humilde vendedora de flores con un marcado acento "cockney", en una dama de alta sociedad. Higgins hace esta apuesta con su amigo, el coronel Pickering, como parte de un experimento social. Eliza acepta la oferta para mejorar su vida y su posición en la sociedad.

La obra no deja de ser una crítica mordaz a las rígidas divisiones de clase de la sociedad británica de la época y plantea preguntas sobre la verdadera esencia de la identidad: ¿es el comportamiento lo que define a una persona o hay algo más esencial? A medida que Eliza aprende a hablar y comportarse como una dama de clase alta, comienza a cuestionar su relación con Higgins y si su transformación realmente la ha convertido en alguien diferente.

Shaw también aborda las relaciones entre hombres y mujeres en una época en que los roles de género eran muy estrictos. Aunque la tensión romántica entre Higgins y Eliza es evidente, el autor prefiere enfocarse en el proceso de la joven violetera que, gracias a la cultura, encuentra su independencia. 

“Pigmalión” tuvo un gran impacto en su momento, llegando a tener su traslación a la gran pantalla en 1938 acometida por Anthony Asquith en la que Leslie Howard, también en las labores de dirección, y Wendy Hiller asumieron los papeles principales y por la que el propio George Bernard Shaw estuvo entre los ganadores del Oscar al mejor guión.

El autor y premio Nobel de Literatura había vendido los derechos de explotación de “Pigmalión” al productor Gabriel Pascal pero se oponía a convertir su obra más exitosa en un musical, porque tenía una pésima experiencia con “El soldado de chocolate”, la opereta creada por Oscar Strauss a raíz de “El hombre y las armas”. Solamente a partir de la muerte del dramaturgo en 1950 se vio el camino libre. 

“My fair lady”, con música de Frederick Loewe y libreto y letras de Alan Jay Lerner, se estrenó en Broadway en 1956 y llegó a los escenarios del londinense West End dos años después. Estuvo dirigido por Moss Hart, coreografiado por Hanya Holm, escenografía de Oliver Smith y vestuario diseñado por Cecil Beaton. Al frente del reparto estaban Rex Harrison y Julie Andrews, en su primer gran papel en Broadway. El resto del reparto lo completaron Stanley Holloway, Robert Coote y Cathleen Nesbitt.

La fastuosidad de su puesta en escena, sus grandes números musicales, el carisma de sus intérpretes y el repertorio plagado de canciones que no tardaron en hacerse populares, así como la agudeza de su crítica social, hicieron que el éxito de “My fair lady” fuera clamoroso allá donde se representó, no solamente tuvo su recorrido sobre las tablas de Broadway y Londres ya que antes de que llegase a la gran pantalla tuvo sus adaptaciones en México y Argentina. Cuando comenzó a prepararse su adaptación cinematográfica, “My fair lady” ya llevaba seis años representándose y el público ya se había acostumbrado a los cambios en el reparto. En 1957 se alzó con el Tony al mejor musical y también con los premios al mejor actor para Rex Harrison, dirección, diseño de escenografía, vestuario y dirección musical. 

“My fair lady” supuso un punto de inflexión en la historia del musical y era cuestión de tiempo que Hollywood fijara su mirada en él. Los derechos los poseía William S. Paley, el director de la CBS, que fue quien ayudó a financiar la producción original de Broadway y se los vendió a Jack Warner por 5,5 millones de dólares más el 47% de los ingresos brutos por encima de los 20 millones de dólares, unas cifras sin precedentes en 1962. En ese momento, Warner Bros. estaba en plena transformación, adaptándose a las nuevas tendencias de Hollywood y al cambiante gusto del público. El Estudio buscaba recuperar su reputación y éxito comercial tras algunas décadas de altibajos financieros y creativos. 

Warner Bros. depositó su confianza en el director George Cukor, responsable de otro proyecto musical del Estudio como “Ha nacido una estrella” (1954), y conocido por extraer petróleo de sus actrices y su estilo refinado. Cukor era el cineasta perfecto para hallar un equilibrio entre el estilo visual y el desarrollo de personajes complejos y un proyecto tan ambicioso, en el que a la Warner Bros. no le importaba ser espléndida en sus recursos, era una oportunidad para un director que ya se veía como un símbolo de una época pasada. 

El actor británico Rex Harrison estaba viviendo el mejor momento de su carrera, no sólo gracias al éxito conseguido desde el estreno en Broadway de “My fair lady”, que le reportó el Tony, sino por la fabulosas críticas que tuvo con su interpretación de Julio César en la mastodóntica “Cleopatra” (1963) de Joseph L. Mankiewicz.

Conocido tanto por por la precisión milimétrica en sus actuaciones como por sus escándalos sentimentales y su mala reputación en el set, Rex Harrison sentía que el profesor Higgins ya era una extensión de él, porque llevaba casi una década unido al personaje que representó en los escenarios de los Estados Unidos e Inglaterra. Logró enriquecer al arrogante profesor con su cinismo y sofisticación y aprovechó sus limitaciones como cantante con un estilo que combinaba el canto con la declamación para darle un matiz único a su actuación. 

La elegida para interpretar a Eliza Doolittle no fue Julie Andrews, quien estrenó la obra en Broadway y el West End, sino Audrey Hepburn que llevaba más de una década instalada en la cúspide de la industria desde que iniciara su relación de amor con Hollywood con su actuación en “Vacaciones en Roma” (1953) por la que ganó el Oscar a la mejor actriz.

Fue una elección que disgustó a los fans del musical pero también era una opción lógica debido a que su nombre garantizaba la venta de entradas que era lo que la Warner Bros. buscaba con un proyecto tan arriesgado. Hepburn se tomó el personaje de Eliza Doolittle como un desafío personal, ya que le preocupaba especialmente estar a la altura en los números musicales y captar la esencia de un personaje que sufre una gran transformación, pasando de ser una joven humilde con un acento "cockney" muy marcado a una dama refinada.

Pese a que su elección desagradó no se puede negar su idoneidad para dar vida a una vulgar florista que es utilizada como una cobaya en un experimento y que logra transformarse en una mujer sofisticada, culta e independiente, logrando uno de los trabajos más icónicos de su carrera. Lo más decepcionante para Hepburn, que se preparó a fondo para cantar, fue que la Warner Bros. optase por contratar los servicios de Marni Nixon, habitual a la hora de poner su preciosa voz a las actrices de Hollywood, para doblar la voz de Audrey Hepburn en los números musicales. 

Un personaje clave en “My fair lady” fue Cecil Beaton. Fotógrafo curtido en las principales revistas de moda como Vogue y Vanity Fair, su estilo, caracterizado por la elegancia y el lujo, lo convirtió en uno de los fotógrafos más cotizados de la época. Fue famoso por sus retratos de celebridades, artistas, y miembros de la alta sociedad, y su capacidad para capturar la esencia de sus sujetos lo consolidó como uno de los retratistas más destacados del siglo XX.

Durante la Segunda Guerra Mundial prestó sus servicios al Ministerio de Información Británico documentando la vida en Gran Bretaña durante los bombardeos. Sus fotografías de soldados, niños y civiles capturaron tanto la devastación como el espíritu de resistencia de la sociedad británica y le dieron un reconocimiento artístico y documental. Fue en la década de los cincuenta cuando comenzó a colaborar en el teatro y el cine, diseñando vestuarios y escenografías para producciones de Broadway y Hollywood, entre ellas “Gigi” (1958) de Vincente Minnelli que le reportó el Oscar al mejor vestuario. 

Beaton estuvo implicado en “My fair lady” desde sus orígenes teatrales, encargándose del diseño de vestuario que le hizo ganar el premio Tony. Warner Bros. también le encargó la escenografía de la adaptación cinematográfica, sabiendo que el británico era perfecto para plasmar la opulencia con precisión y que en segmentos como el desarrollado en el hipódromo de Ascot, donde los personajes visten en una paleta monocromática de blanco y negro, sería un estímulo para alcanzar la excelencia. El diseñador mostró una extraordinaria capacidad para adaptarse a distintos medios artísticos y estilos, y su trabajo fue una influencia enorme para el mundo de la moda y el diseño.

También lo fue en el campo audiovisual gracias a sus diarios, como el que elaboró durante el rodaje de “My fair lady”, que comenzó como una manera de plasmar sus encuentros y pensamientos y que terminaron siendo un documento sobre la historia de Hollywood.

En sus diarios, Beaton no dejó de agradecer la generosidad de Jack Warner, de elogiar la infinita paciencia, educación y capacidad para el trabajo de Audrey Hepburn, que acabó con una crisis de agotamiento, pero también se lamentaba por el hecho de que George Cukor no le facilitara el trabajo, no solamente porque chocaran por sus ideas estéticas, sino porque no le costaba hacerle saber que le estorbaba en el set y no únicamente porque estuviera haciendo fotografías. Pese a sus diferencias el resultado final es irreprochable; Beaton reconoció que el perfeccionismo de Cukor contribuyó a la grandeza de “My fair lady” y el cineasta que el talento de Beaton fue crucial para el éxito visual de la película. 

El esfuerzo realizado por Warner Bros. en “My fair lady”, que tuvo un presupuesto de 17 millones de dólares, ajustados a la inflación de 2024 equivaldría a unos 150 millones, fue recompensado con creces ya que la película no solamente fue un gran éxito de taquilla, sino que también recibió la aclamación de la crítica, logrando el propósito de revitalizar la imagen de la compañía y más con un género como el musical que era cada vez más costoso de producir.

El film se llevó 8 premios Oscar, incluyendo los de mejor película, dirección para George Cukor, actor para Rex Harrison y mejor vestuario y dirección artística para Cecil Beaton. Curiosamente, Audrey Hepburn se quedó fuera de la nominación al Oscar a la mejor actriz, un premio que se llevó Julie Andrews por la icónica “Mary Poppins” (1964), toda una carambola que sonó a justicia poética. 

A pesar de ser una adaptación, "My fair lady" logró su propia identidad y una permanencia en el tiempo, reinterpretando temas de clase, identidad y transformación personal con un enfoque musical y poético. Su éxito fue clave para entender la evolución del musical en las décadas de los sesenta y setenta, donde se apostó por adaptar musicales basados en obras literarias como “Oliver!” y “El violinista en el tejado” y por abrir nuevos horizontes con “Cabaret”, “Jesucristo Superstar” y “The Rocky Horror Picture Show”.

Mary Carmen Rodríguez

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