"The mastermind"
La web oficial.
El argumento: 1970. En un tranquilo rincón de Massachusetts, J.B. Mooney, un carpintero en paro, se convierte en un ladrón de arte y organiza un audaz atraco. Mooney y dos cómplices entran en un museo a plena luz del día y roban cuatro cuadros. Pero conservar las obras resultará más difícil que robarlas y Mooney se verá obligado a vivir como un fugitivo.
Conviene ver: "The mastermind" es una intriga de atracos con aire setentero que termina derivando en una travesía existencial que lleva a que la codicia, la adrenalina y cierta ingenuidad convierta a uno en un fugitivo errante permanente quedando sin identidad fuera del sistema. Es lo que le ocurre a J.B. Mooney, un carpintero en paro padre de familia en el Massachussets de 1970 que se topa ante la oportunidad, junto a dos compinches bastantes torpes, de realizar un atraco, mediante un plan que parece sencillo, y robar en el museo local cuatro cuadros del artista abstracto Arthur Dove tanto con el fin de prosperar como espolear una vida entre la rutina, la insatisfacción y la decepción en un mundo áspero, cambiante y hostil.
Una película de robos de obra de arte con aire vintage y que no entra dentro de los cánones del género centrándose más en el existencialismo vital que en la acción, huyendo de persecuciones y giros adrenalínicos, lo que no deja de convertirla en un título que pasa el habitual filtro de la directora Kelly Reichardt al que imprime su habitual economía narrativa, espíritu observacional e impronta de naturalidad contemplativa y mirada compasiva sobre los marginados de la sociedad norteamericana. Ahora inspirándose en un robo que tuvo lugar en 1972 antes de que los museos se dieran cuenta de que era necesario extremar las medidas de seguridad lo que, no obstante, le hace conversar con la actualidad ante los recientes robos que han ocurrido en lugares tan míticos y protegidos como el mismísimo Louvre en París.
Un patetismo melancólico inunda una cinta en la que Josh O’Connor es el alma de la cinta en la cotidianidad de un carpintero desempleado al que presta su aire desgarbado y entrañable como un tipo que, de manera sutil y conmovedora, cree encontrar la oportunidad de cambiar su vida y pasa a ser ladrón de arte aficionado mostrando el vaivén emocional de alguien que, en definitiva, no quiere resignarse a ser un don nadie y que, aunque no encuentre la mejor manera, quiere resignificarse y poder dar algo a los suyos más que miseria y nulas aspiraciones como sus padres (unos siempre magníficos Bill Camp y Hope Davis) se encargan de recordarle en cada encuentro familiar.
Ya la primera escena nos mete de lleno en esa atmósfera cuando vemos al protagonista junto a su mujer y sus dos hijos pequeños paseando en un museo de Framingham, una ciudad a una hora de Boston, en la que durante la visita, mientras los críos corren y llaman la atención, y los vigilantes dormitan más que custodian, Mooney masca la idea de su plan mientras roba unas figuritas y encuentra, lastrado por la propia estupidez humana, el resplandor de una motivación frente a la vida anodina en la que está inmerso y de la que no ve salida como tantos otros de una generación que o deambula perdida, indefinida ante un cambio de contexto social, o son carne de cañón.
Kelly Reichardt, siempre pausada y más enfocada a las imágenes que a los diálogos, explora nuevos terrenos en su primera mitad para después transitar por caminos más reconocibles en su cine cuando del fulgor inicial pasamos a un tipo que se da cuenta que más complicado que el robo era lo que venía después, pudiendo quedarse con la nada en un fresco de aire triste y contenido a lo que contribuye una fotografía de grano grisáceo envolvente a cargo de Christopher Blauvelt, en la que priman los colores otoñales, y una banda sonora jazzística persistente primando la percusión, bajo, metales y batería con el contexto histórico de la Guerra de Vietnam y los movimientos de liberación feminista sobrevolando en un evidente cambio de ciclo para un país que quiere redefinirse y construir de nuevo su poderío en tiempos de agitación social y confusión moral.
Los golpes de humor y su primorosidad en la puesta en escena convierten a esta cinta en el trabajo más accesible de la directora, sin abandonar su minimalismo y su espíritu observacional en una dramedia de aire triste que, a pesar de lo trillado del subgénero y de una narración escasa que puede hacer caer en lo anodino, logra mantener el interés gracias al trabajo de Josh O’Connor y la forma en la que está presentada la película; en definitiva una “road movie” hacia ninguna parte sin mayores aspiraciones pero sí con calidez de alma invocando la esencia lánguida y tierna de los perdedores que han poblado el cine de Jean-Pierre Melville, Peter Bogdanovich, Hal Ashby, Bob Rafelson, Sidney Lumet y de incluso Woody Allen o los hermanos Coen.
Alana Haim, John Magaro y Gaby Hoffmann completan un reparto que se antoja desaprovechado para una cinta sencilla y entretenida que no pretende reinventar nada pero que sí que es un canto de resistencia de esos perdedores que, aún viendo que no tienen ni los medios, ni la pericia, ni la fortuna para ello, prefieren jugarse su destino, y tirar por tierra lo poco que tienen, aunque sea por un breve éxtasis de euforia y rebeldía de cara a una suerte que, para ellos, de existir, sólo puede ser efímera y que no formará parte de la forja de ese futuro que pretenden construir y que se queda en el espejismo de un permanente anhelo.
Conviene saber: A competición en el Festival de Cannes 2025.
La crítica le da un OCHO












