Cine en serie: "Los hombres del S.A.S", los nuevos guerrilleros

Cine en serie: "Los hombres del S.A.S", los nuevos guerrilleros

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Querido Teo:

Con el estreno de la segunda temporada de "Los hombres del S.A.S" se cierra la historia que comenzó imaginando el verano de 1941. Noche cerrada sobre el desierto. En un hospital de El Cairo, un oficial convaleciente mira el techo y decide que las normas ya no sirven. Se llama David Stirling. Ha fallado un salto en paracaídas, pero en lugar de rendirse imagina otra manera de pelear. Equipos pequeños, movilidad extrema, golpes rápidos y lejos, desaparición antes del amanecer. Lo que parece una locura en un despacho se vuelve sensato cuando la arena se te mete en los dientes y el enemigo cree tener todas las cartas.

El origen de la idea se plasmó en el primer minuto del primer capítulo. Un convoy que marcha para aliviar Tobruk, la llave del canal de Suez, que lleva más de tres meses bajo constantes bombardeos nazis e italianos. El convoy queda sin combustible a más de cien kilómetros de su objetivo, porque en el Estado Mayor alguien ha confundido 500 millas con 500 kilómetros. Es historia, no ficción. Un joven oficial de origen aristocrático se desespera ante semejante ineficacia y desconocimiento del mando.

Imagina patrullas de cuatro u ocho hombres que se internan en la noche desde el cielo con mapas precarios, brújulas y material de guerra. Si te atrapan, nadie vendrá. Si regresas, dejarás al enemigo herido donde más le duele. El libro del historiador Ben Macintyre guía ese nacimiento con pulso de reportero. No hay violines. Hay barro, arena, whisky, miedo y mucha burocracia. Hay nombres que desmienten la leyenda plana. Stirling, aristócrata impaciente. Jock Lewes, instructor implacable que convierte el entrenamiento en un filtro casi inhumano y, al mismo, tiempo protege a los suyos como un hermano mayor. Paddy Mayne, poeta de manos enormes que se vuelve martillo cuando suena la hélice. Con este material la serie produce su carne y hereda no sólo los hechos, también las contradicciones.

La adaptación televisiva, conocida en España como "Los hombres del S.A.S", abraza esa mezcla de audacia y disciplina con un tono muy británico. Mantiene las operaciones espectaculares y, al mismo tiempo, muestra la convivencia de caracteres que, a priori, no encajarían en ninguna mesa bien puesta. Se oye el chasquido del cerrojo y detrás llega el comentario irónico que baja la tensión. Ese humor inglés que desactiva la grandilocuencia funciona como un salvavidas moral. La broma breve en mitad del vendaval. La flema que obliga a seguir moviendo los pies. Ningún discurso, sólo una ceja levantada y ese ya veremos.

En la pantalla conviven el estoicismo del "stiff upper lip", la lealtad de club mezclada con la camaradería de cuartel y una ética de improvisación que resume una frase no escrita: "si no existe, lo fabricamos". Esa idiosincrasia, mitad ritual y mitad chapuza genial, convierte a la unidad en un laboratorio de soluciones imposibles.

Los protagonistas hablan y dejan pistas. Jack O'Connell, que interpreta a Paddy Mayne, lo dijo sin rodeos: "Creo que Paddy idealizaba esa forma de hacer las cosas, ser lanzado detrás de las líneas enemigas, destrozar su material y dejarles sin recursos". No es simple temeridad. Es estrategia y carácter.

Connor Swindells, al volver a calzarse las botas de Stirling, sonrió y confesó: "Fue estupendo volver a ponerme en la piel de David Stirling". El creador Steven Knight ha explicado muchas veces su brújula narrativa: "Me interesan los personajes que se alejan de las reglas y aceptan cruzar líneas si la causa lo exige". Y el historiador Antony Beevor, experto en carnicerías del siglo XX, lanzó una etiqueta que la serie se ha ganado plano a plano: "Esto es historia de estrella del rock". Tal vez porque le gustó como encaja el rock de la banda sonora.

La serie respira gasolina y arena en su primer tramo. Aeródromos que nadie creía vulnerables arden en mitad de la noche. Depósitos de combustible estallan cuando los vigías bostezan. Columnas de camiones se detienen paralizadas por el rumor de una patrulla que quizá ni exista. Pero la ficción no se emborracha de pirotecnia. Vuelve siempre al precio.

Hay misiones que salen mal, hay paracaídas que no se abren, compañeros que no regresan, hay silencios que duran más que cualquier medalla. Se ve cómo una herejía militar acaba inventando su propia disciplina. Como una cuadrilla de heterodoxos aprende a combatir junta hasta parecer una orquesta. Cuanto más eficaces resultan, mayor es la factura. Y cuanto más notoriedad ganan, más apretada es la correa que trata de controlarlos.

En el retrato íntimo asoma otra seña muy británica. La educación contenida que se resquebraja justo antes de la tormenta. El brindis con taza de té en un desierto que hierve. La superstición mínima repetida sin apenas fe y, sin embargo, repetida. Ese devolver el chiste con media sonrisa y sin mirar al emisor. La mezcla de aristócratas aburridos de la caza y muchachos que vienen de oficios físicos, todos unidos por una idea simple: si no hay puerta, se abre una. Si no hay puente, se cruza igual. Lo llaman pragmatismo, pero viene de la costumbre de vivir en una isla que aprendió a inventarse rutas cuando el mar decía no.

El pulso narrativo no se limita a la arena. Europa exige otros tonos. Paracaidistas tocando la piedra fría de un campanario, lanchas que miden la respiración de la costa, calles donde la normalidad dura lo que tarda una persiana en subir. En ese escenario cambian las reglas. Los civiles entran en plano y la moral empieza a morder. El soldado que ríe en la taberna cinco minutos antes de desaparecer en un portal. El poeta que rompe una mesa y al minuto acaricia un perro ajeno. Los hombres no pierden el sentido del humor; lo afilan, como el cuchillo que corta una cuerda a oscuras. Y la serie, fiel al espíritu del libro, no les excusa. Les mira de frente y deja que el espectador complete las sombras.

Detrás de lo que vemos hay una cocina paciente que merece dos miradas. La primera temporada recrea el norte de África con localizaciones británicas transformadas en El Cairo y con trabajo en Marruecos para atrapar una luz que sólo entiende quien ha marchado por la arena. No todo es ordenador. Se levantan decorados en aeródromos reales, se rueda con aviones y vehículos de época y se fabrica un desierto creíble a base de polvo real.

La mezcla de físico y digital se valora en todas las críticas por el peso de los objetos, por la sombra que cae donde debe y por el viento que mueve una lona de manera distinta a como lo haría una simulación. Es un esfuerzo de producción que respeta al espectador y, sobre todo, a los personajes, porque les deja tocar el mundo en el que viven.

La segunda temporada desplaza la acción a Europa y la producción se mueve a Croacia, Italia, Inglaterra y Escocia. Playas y acantilados de piedra vieja, ciudades con aire veneciano y tanques de agua en estudio para que el oleaje tenga nervio propio. Los equipos de efectos consultan planos y croquis de la época y replican un carro de combate con exactitud casi escolar.

Se construye una lancha apta para rodaje marino y luego se alarga su cuerpo en postproducción, se integran explosiones reales con capas digitales que añaden la onda expansiva y la lluvia de fragmentos, y cuando un actor no puede colgarse de un muro de veinte metros lo hace un especialista con el mismo uniforme y la misma tozudez. No se busca el lucimiento, se busca tangibilidad. Que al terminar el plano haya serrín bajo las botas y sal en la lengua.

El relato vuelve a sus nombres. Stirling defiende su idea con ironía y cabezonería. Mayne manda con aspereza, pero cuida a los suyos sin pedir aplausos. Los jóvenes aprenden a leer el cielo para distinguir si esa nube trae tormenta o trae un avión amigo. Se cumplen órdenes y, a veces, se desobedecen para salvar a un compañero. Ese es el tipo de moral ambigua que la serie asume como propia. No hay sermón, hay decisiones y consecuencias. La biografía íntima se cuela donde menos se la espera, en una carta, en un objeto guardado en el bolsillo, en una broma que sólo entienden dos.

Conviene no olvidar que detrás del mito hay una institución que llega hasta hoy. El S.A.S contemporáneo es una organización profesional y muy discreta. Gira en torno a un regimiento regular con cuatro escuadrones operativos y a dos regimientos de reserva. Comparte paraguas con unidades hermanas dentro de las fuerzas especiales del Reino Unido, incluidas las de operaciones marítimas, reconocimiento, apoyo, transmisiones y aviación dedicada.

La selección continúa siendo uno de los filtros más duros del mundo. Resistencia en montaña, navegación en soledad, supervivencia en selva y un aprendizaje técnico que no termina. El secreto no es un capricho, es un requisito operativo. Se habla poco porque hablar mal gasta vidas.

En ese silencio cabe una excepción útil. El último acto reconocido de manera pública que permite ser citado con fiabilidad documentada fue la evacuación de Sudán en abril de 2023. El gobierno británico extrajo a su personal diplomático de Jartum en una operación compleja y, después, estableció vuelos para ciudadanos y residentes elegibles. Aquel puente aéreo probó cadenas logísticas, tripulaciones y personal de protección. Hubo valentía y hubo método en un entorno inestable donde una mala decisión costaba vidas. No es épica de película, es oficio en una noche difícil.

Queda un rasgo que explica por qué este relato se pega a la memoria. La serie se toma en serio a sus heterodoxos, pero nunca pierde de vista a los que pagaron la cuenta. Celebrar la audacia no significa maquillar los errores. Significa reconocer el sacrificio, la herida, la sombra que acompaña al héroe cuando apaga la luz. Ese equilibrio entre homenaje y examen es la razón por la que la historia de Macintyre y la mirada de la televisión se refuerzan mutuamente. El libro pone los hechos sobre la mesa y la serie los hace palpables. Lo que une a ambos es un respeto claro por la verdad incómoda.

Hoy las siglas S.A.S siguen despertando respeto y debate. La organización opera en una estructura conjunta con inteligencia, aviación y apoyo. Donde antes hubo una cuadrilla de inconformistas, hoy hay profesionales con formación de élite, controles más estrictos y una cultura de revisión que aprende, a veces a golpes, de lo que salió mal. Y sin embargo el espíritu fundador no ha desaparecido. Está en esa manera de observar un mapa y ver una posibilidad donde otros sólo ven un muro. No es magia. Es método, carácter y una terquedad que a los británicos les gusta disfrazar de modestia.

Quizá por eso, cuando llega el momento de actuar, no se oye fanfarria. Se abre una puerta, alguien asiente y el resto se entiende sin decir nada. Política de silencio que se resume en una fórmula sencilla: hablar lo justo y actuar cuando toca. Lo demás queda en la arena, en el agua o en la oscuridad.

Vídeo

"Los hombres del S.A.S" puede verse en España en HBO Max

Carlos López-Tapia

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