"El simpatizante" // "El idealista"

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Esta es la historia que ha sacado de casa a Robert Downey Jr., que llevaba tres años tumbado a la "bartola cinematográfica".

Títulos: "El simpatizante" // "El idealista"

Autor: Viet Thanh Nguyen

Editorial: Seix Barral. Biblioteca Formentor

Viet pudo salir de Saigón, él era un crío y sus padres eran una pareja de norvietnamitas que se habían instalado en el sur siendo jóvenes. Fueron una minoría los vietnamitas que lograron escapar del desastre de aquella guerra. El niño conoció el campamento de refugiados vietnamitas en Pensilvania y junto con sus padres terminó en California donde la familia abrió una tienda de productos vietnamitas. Lo matricularon en el colegio católico de San Patricio y tras la secundaria acabó por doctorarse en Literatura Inglesa en la Universidad de Berkeley, para publicar en 2016 "El simpatizante", su primer libro de ficción, y acertar a la primera: ganó el premio Pulitzer. Subió de un salto a las veinte listas de los medios de comunicación más importantes, The New York Times, The Wall Street Journal y The Washington Post incluidos.

"El simpatizante" había sido rechazada por trece editoriales antes de ser valorada como pionera en reflejar la Guerra de Vietnam a los estadounidenses desde el punto de vista de un vietnamita, así como por mezclar novela de espionaje, comedia negra, el ensayo y el suspense.

La historia de "El simpatizante" le era tan próxima como podía serlo sin llegar a la autobiografía. Vietnam y la cultura occidental son los protagonistas en las manos de un agente doble del Viet Cong expatriado en Estados Unidos, y su capacidad para comprender y criticar el estilo de vida americano y el vietnamita al mismo tiempo es espectacular.

"Soy un espía, un agente infiltrado, un topo, un hombre con dos caras. Previsiblemente, quizá, también tengo dos mentes. Simplemente soy capaz de ver cualquier cuestión desde ambos lados. A veces me digo en tono elogioso que esto es un don, y aunque es cierto que se trata de un don menor, también es quizá el único que poseo. En otras ocasiones, cuando reflexiono sobre el hecho de que no puedo evitar observar el mundo de esa forma, me pregunto si acaso esto que tengo debería llamarse don. A fin de cuentas, un don es algo que usas, no algo que te usa a ti. El don que no puedes dejar de usar, el que simplemente te posee, en realidad es un peligro".

Publicó el año pasado la continuación de la historia, "El idealista", traducida y publicada este año en español. HBO adapta ahora la primera, "El simpatizante", que será el regreso después de tres años de descanso para Robert Downey Jr., y todo hace pensar que nos gustará tanto como la novela, ambientada en la Guerra de Vietnam, que cuenta la historia de un espía de Vietnam del Norte que se ha infiltrado en el Sur y acaba exiliándose a Estados Unidos, donde ejerce como consultor durante la producción de una película bélica de Hollywood ambientada en el mismo conflicto.

Espero y deseo que la serie consiga lectores para la continuación publicada este año en español, "El idealista", con la llegada de su protagonista al París de los años 1980, llevando su capacidad de análisis al modo de vida francés, diseccionado con una ironía y una finura similar a la autopsia realizada con la vida norteamericana.

También es muy notable la capacidad para incrustar humor donde menos se piensa, parte de ese don que reconoce el protagonista. Como ejemplo os reproduzco el que considero hasta hoy el despertar sexual de un adolescente más divertido que recuerdo. Es un fragmento sin importancia para la trama, pero tuve que parar para reírme a gusto.

"Mi caso era el opuesto. Ya desde mi febril adolescencia me había divertido con diligencia atlética, usando la misma mano con la que me santiguaba durante mis falsas oraciones. Fue aquella semilla de rebelión sexual lo que maduraría un día en forma de mi revolución política, a la contra de todos aquellos sermones en los que mi padre anunciaba que el onanismo provocaba de forma inevitable la ceguera, que te saliera pelo en las palmas de las manos y la impotencia (se olvidó de mencionar también la subversión). ¡Que iba a ir al infierno, pues muy bien! Hechas las paces ya con el pecado solitario, en ocasiones una vez por hora, me tocaba empezar a pecar con otra gente. Fue así como cometí mi primer acto contra natura, a los trece años, con un calamar destripado y hurtado de la cocina de mi madre, donde el bicho esperaba su destino adecuado junto con sus compañeros. ¡Oh, pobre, inocente y mudo calamar! Eras tan largo como mi mano, y después de arrancarte la cabeza, los tentáculos y las tripas te quedó la hermosa forma de un condón, aunque por entonces yo no sabía lo que era eso. Por dentro tenías la consistencia suave y viscosa que imaginaba que tendría una vagina, pese a no haber visto nunca aquel prodigio, más allá de las que exhibían las niñas y las bebés que deambulaban completamente desnudas o desnudas de cintura para abajo por los callejones y patios de mi ciudad. La imagen escandalizaba a nuestros gobernantes supremos franceses, que veían aquella desnudez infantil como prueba de nuestra barbarie, que a su vez justificaba sus violaciones, saqueos y pillaje, todo sancionado bajo la sagrada misión de obligar a nuestras criaturas a ponerse algo de ropa para no resultarles tan tentadoras a aquellos cristianos decentes cuyo espíritu y cuya carne estaban siendo cuestionados. ¡Pero me estoy desviando del tema! A ti vuelvo, calamar a punto de ser mancillado: cuando metí el índice primero y luego el dedo corazón en tu estrecho orificio, por curiosidad, sentí tal succión que mi imaginación incansable no pudo evitar hacer la asociación con la parte corporal femenina proscrita que llevaba obsesionándome los últimos meses. Sin que yo se lo pidiera, y completamente fuera de mi control, mi maniaca hombría se puso firme de golpe, atrayéndome hacia ti, ¡oh, seductor, encantador y atractivo calamar! Aunque mi madre tenía que regresar pronto de sus recados, y aunque en cualquier momento podría haber entrado una vecina por el cobertizo de nuestra cocina y haberme sorprendido con mi novia cefalópoda, pese a todo me bajé los pantalones. Hipnotizado por la llamada de mi calamar y por la respuesta de mi erección, inserté ésta en aquél, que resultó ser, por desgracia, de mi talla exacta. Y digo por desgracia porque a partir de entonces ningún calamar estuvo a salvo de mí, aunque hay que mencionar el hecho de que aquella forma diluida de bestialismo —a fin de cuentas, desdichado calamar, tú estabas muerto, aunque ahora entiendo que esto plantea otras cuestiones morales—, hay que mencionar el hecho de que aquella transgresión no ocurría a menudo, puesto que los calamares eran un lujo poco habitual en nuestra ciudad del interior. Los calamares de aquel día se los había regalado mi padre a mi madre, porque él comía bien. Los sacerdotes siempre vivían colmados de las atenciones de sus fans y admiradoras, aquellas devotas amas de casa y feligresas adineradas que los agasajaban como si fueran los guardianes de la cuerda de terciopelo que protegía la entrada a aquella discoteca tan exclusiva, el Paraíso. Aquellas fans los invitaban a cenar, les limpiaban los aposentos, les hacían las comidas y los sobornaban con toda clase de regalos, incluyendo el delicioso y caro marisco que de otra forma nunca habría llegado a una mujer pobre como mi madre. Aunque yo no sentí ninguna culpa por mi eyaculación temblorosa, en cuanto recuperé el juicio me cayó encima una carga enorme de culpa, y no por haber cometido ninguna infracción moral, sino porque no soportaba la idea de privar a mi madre ni de un solo bocado de calamar. Sólo teníamos media docena, o sea que seguro que ella vería que faltaba uno. ¿Qué podía hacer yo? ¿Qué podía hacer? A mi mente retorcida se le ocurrió enseguida un plan, mientras estaba allí plantado con el calamar aturdido y desflorado en la mano, con mi blasfemia goteando de su vulva sexualmente abusada. En primer lugar, lavar el calamar inerte y violado para borrar las pruebas del delito. En segundo lugar, hacerle unas cuantas incisiones poco profundas en la piel para identificar al calamar víctima. Y luego esperar a la cena. Mi inocente madre regresó a nuestra miserable chabola, rellenó los calamares con picada de cerdo, hilos de fideo de soja, champiñones troceados y jengibre picado y por fin los frio y los sirvió con una salsa espesa de jengibre y lima. Allí en el plato yacía mi amada y abandonada odalisca, marcada por mi mano, y cuando mi madre me invitó a servirme yo la cogí al instante con mis palillos para evitar cualquier posibilidad de que lo hiciera ella. Me detuve entonces, con los ojos amorosos y expectantes de mi madre clavados en mí, y por fin rebañé el calamar en la salsa de jengibre y lima y le di el primer bocado. ¿Qué tal?, me dijo ella. De-de-delicioso, tartamudeé yo. Bueno, pero tienes que masticarlo, no tragártelo entero, hijo. Tómate tu tiempo. Te sabrá mejor así. Sí, madre, le dije yo. Y con una sonrisa valiente, aquel hijo obediente masticó lentamente y saboreó el resto de su calamar violado, con su sabor salado mezclado con el dulce amor de mi madre".

Viet Thanh indica al final de su primer libro que gran parte de lo que pasa en su novela son hechos reales. No he podido dilucidar si se refiere a hechos políticos y sociológicos o también a detalles biográficos. Si leéis el primer libro, leeréis el segundo. Y lo disfrutaréis, aunque confieso que he evitado los calamares este verano.

Carlos López-Tapia

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