Historias víricas (VI): La epidemia de cada día

Historias víricas (VI): La epidemia de cada día

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Querido Teo:

Mark Twain, el "padre" de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, fue pasajero en uno de los primeros viajes organizados de la Historia. En 1867 recorrió el Mediterráneo y Oriente Medio. Sus crónicas al diario que le pagó el viaje, el Alta California, se transformaron en el libro "Inocentes en el extranjero". De esos libros que abres, lees un rato, y sales con el cerebro relajado. Os lo comento porque prueba que las cuarentenas son parte de la vida cotidiana hasta hace tan poco, que algunos de vosotros tendréis fotos de familia con personas que pasaron la gripe "española" de 1918. De ahí hacia atrás, era excepcional no pasar una o más cuarentenas a lo largo de la vida.

Como cuenta Twain, el viaje encontró cuarentenas con frecuencia: "Fondeamos frente a la pintoresca ciudad de Cagliari, Cerdeña. Nos quedamos hasta la medianoche, pero esos infames extranjeros no nos dejaron bajar. Huelen inodoramente —no se lavan— y no quieren arriesgarse a sufrir el cólera.

Jueves. Fondeamos frente a la hermosa ciudad catedralicia de Málaga, España. Bajamos a tierra en la lancha del capitán. Bueno, a tierra no, porque tampoco nos dejaron pisarla. Cuarentena. Envié mi correspondencia para el periódico, la cual cogieron con pinzas, sumergieron en agua de mar, le hicieron miles de agujeros, y luego la fumigaron con infames vapores hasta que olió como un español. Pregunté qué posibilidades había de eludir el bloqueo y visitar la Alhambra de Granada. Demasiado arriesgado: podrían colgarnos. Zarpamos a media tarde.

Y siempre lo mismo, siempre lo mismo, siempre igual durante varios días... Las diez o las once de la mañana nos descubrieron un día, en Cádiz, bajando a desayunar. Nos dijeron que el barco llevaba anclado en el puerto dos o tres horas. Había llegado el momento de que nos espabilásemos. El barco no podía esperar mucho más debido a la cuarentena. Enseguida estuvimos a bordo y, en el plazo de una hora, la ciudad blanca y las agradables costas de España se hundieron bajo las olas y se desvanecieron. Nunca lamentamos tanto perder de vista una tierra como lamentamos alejarnos de ésta".

El aislamiento podía no ser lo peor, como Twain experimentó en el lago de Como: "Cuando saltamos a tierra, un grupo de policías (unas gentes cuyos sombreros de tres picos y llamativos uniformes avergonzarían al mejor de los uniformes del servicio militar de los Estados Unidos), nos metieron en una pequeña celda de piedra y nos encerraron dentro. Teníamos a toda la lista de pasajeros por compañía. Allí no había luz, ni ventanas, ni ventilación. Hacía calor y bochorno. Éramos demasiados.

Aquello era el Agujero Negro de Calcuta a pequeña escala. Pronto se elevó una especie de humo alrededor de nuestros pies, un humo que olía a todas las cosas muertas de la tierra, a toda la putrefacción y corrupción imaginables. Estuvimos allí cinco minutos y, cuando salimos, era difícil saber cuál de nosotros llevaba encima la fragancia más horrible.

Aquellos miserables marginados decían que aquello era «fumigarnos», y el término era de lo más discreto. Nos fumigaron para protegerse del cólera, aunque no veníamos de ningún lugar infectado. Siempre habíamos dejado el cólera muy a nuestras espaldas. Sin embargo, de alguna forma deben mantener a raya las epidemias, y la fumigación es más barata que el jabón".

Twain maneja el humor y la ironía como pocos, y llega a convertir el viaje en una heroicidad divertida... "Enfrentado siempre a la epidemia: por fin anclamos en el fondeadero abierto de Funchal, en el hermoso archipiélago de Madeira. No pudimos bajar a tierra. Nos quedamos allí de pie, todo el día, mirando, insultando al hombre que se inventó la cuarentena".

Reflexionó tiempo después: "Casi un año entero ha pasado volando desde que esta notable peregrinación llegó a su fin; y mientras estoy sentado en mi casa de San Francisco, pensando, me siento inclinado a confesar que, día a día, el conjunto de mis recuerdos de la excursión se ha ido haciendo cada vez más agradable, a medida que los incidentes desagradables del viaje, que lo entorpecían, fueron saliendo uno a uno de mi cabeza; y ahora, si el Quaker City fuese a levar anclas para volver a realizar la misma travesía, nada me agradaría más que ser uno de sus pasajeros".

Acompañar a Twain en un viaje de hace casi dos siglos, es un placer del aislamiento.

Carlos López-Tapia

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