"La casa de caramelo"

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El talento que Egan ya demostró al llevarse los premios literarios más importantes de su país con "El tiempo es un canalla", el Pulitzer y el National Book Critics Circle Award, no ha sufrido el menor desgaste. Su estilo sigue estando repleto de recursos, capaz de saltar con naturalidad desde un claro en la selva amazónica a una vivienda unifamiliar típica de la vida norteamericana, que todos comprendemos gracias al poder de su producción televisiva y cinematográfica, para llevarnos sin choque a un estadio de baseball o al interior de la mente de una espía con trastorno postraumatico. Hay que ser una muy buena escritora para hacer algo así. Lo es.

Título: "La casa de caramelo"

Autor: Jennifer Egan

Editorial: Salamandra

Desde hace dos décadas, desde la explosión de la socialización tecnológica que ofrecen las redes, el primer paso de la inteligencia artificial y sus algoritmos, desde la geolocalización y la conexión permanente con algo llamado "la nube" que la mayoría usa pero no entiende muy bien, todos somos personas que ya definió hace la friolera de 60 años Umberto Eco como apocalípticos e integrados. Todos experimentamos una carga de ambas cosas desde que la tecnología se acelera a lo largo de lo que dura una generación.

Jennifer Egan podría haber dividido como Eco a los personajes de este libro, también podría haberlos segregado entre apasionados e inquietos porque estos dos aspectos definen muy bien las dos sensaciones que obtiene del lector. 

Ambas sensaciones se han paseado por mi mente al ir avanzando en la lectura del mundo digital y de las redes sociales evolucionadas que propone la autora, inventando un tiempo no muy lejano en que la ciencia de la computación planea sobre diversos personajes que buscan una conexión más real. Egan es apocalíptica en este aspecto, como cabe suponer de una persona que camina por la sesentena y cuya experiencia vital formativa está más rellena de siglo XX que de XXI.

Es fácil por tanto para cualquier lector maduro identificarse con este punto de vista y con los personajes que se resienten del cambio, incluso aunque algunos de ellos deban su posición social al éxito que les ha proporcionado. Hay cierto aroma a "Blade Runner" (1982), a mezcla de restos del tiempo actual con un futuro próximo y en muchos aspectos casi previsible, sin ir tan lejos como los replicantes o los vehículos voladores que todos hemos visto en la película de Ridley Scott; pero más cerca de nosotros y del estado de intercomunicación que ni siquiera el visionario Philip K. Dick imaginó cuando escribió "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?". Es precisamente esa proximidad a nosotros lo que atrapa y hace muy estimulante seguir las historias de los diversos protagonistas de "La casa de caramelo", habitantes de un mundo donde la aplicación preponderante se llama Mandala.

Mandala no se describiría como una "red social" hasta casi una década más tarde del momento en que comienza la historia, pero Bix, el primer personaje en aparecer... "había visualizado el concepto mucho antes. Por entonces pareció una fantasía utópica, que en 2010 resultaba para cualquiera de una ingenuidad desarmante, pero en esencia la arquitectura de su visión —tanto global como personal— demostró ser acertada". Mandala le hizo el Bill Gates de su tiempo, tan popular como para que en el paseo nocturno por Manhattan en el que le acompañamos, tenga necesidad de camuflarse.

Los personajes que atraviesan la novela son muy variados por oficio, edad, intereses o trayectoria vital, pero coinciden en un mundo donde la palabra clave es una que se ha puesto de moda en los últimos años con un aspecto en apariencia siempre positivo: COMPARTIR.

"Sin preámbulos, nuestro padre sentenció:

- Dentro de cinco años, nadie va a pagar por la música. Oteaba hacia un horizonte imposible de discernir en la oscuridad brumosa. Veo venir una ola gigante, añadió. La aniquilación total de mi negocio.

- Exageras, papá.

- Si eso es lo que pensáis, habéis aprendido menos de lo que esperaba.

Escarmentadas, guardamos silencio. Aprendimos algo en ese instante: las personas proyectan su mundo interior en el paisaje. Nuestro padre tenía sesenta y cinco años. Había vivido momentos difíciles. Seguía teniendo mucha vitalidad, pero no la suficiente para reinventar su negocio. Lo único que podía ver era un final.

¿Y nosotras? Con veintitrés y veinticuatro años, recién salidas de la facultad, funcionar como adultas aún parecía un logro. Veíamos la misma realidad que nuestro padre, pero de otra manera, «a través del fondo de un vaso»: esa imagen nos venía a las dos, descubrimos más adelante. La gente dejaba que internet entrara en sus ordenadores y reprodujera su música, de modo que también podía escuchar canciones que no tenía sin la obligación de comprarlas. La idea nos daba escalofríos; era como permitir que un desconocido rebuscara en tu casa... ¡o en tu cabeza! Después de hurgar en tu música, ¿en qué más podría fisgar internet?

No, nuestro padre se equivocaba, pensamos. Una vez pasada la novedad, nadie sería tan estúpido como para querer algo así.

Poco después de que la industria musical entrara en caída libre, exactamente como él había predicho, a nuestro padre le dio un ataque que lo dejó cojeando de la pierna derecha. Nuestra madre estaba tan afligida como nosotras al verlo en aquel estado. Vuestro pobre padre, decía. ¿En qué puedo ayudar? Los fines de semana, Marco y ella nos traían a casa frutos secos y naranjas y cangrejo partido, regalos para nosotras tanto como para nuestro padre.

Vosotras, chicas, sois demasiado jóvenes para cargar con esto, nos repetía, pero ¿cómo no íbamos a intentarlo? A la par nos debatíamos desesperadamente por encontrar medios para poner fin al afán de «compartir» que estaba hundiendo la empresa de nuestro padre, y a él. Llegamos a pensar en una campaña publicitaria a escala nacional para recordar a la gente la ley eterna, ¡NADIE REGALA NADA! Los niños son los únicos que creen que sí, a pesar de que los mitos y los cuentos de hadas nos advierten: Rumpelstiltskin, el rey Midas, Hansel y Gretel. ¡HUID DE LA CASA DE CARAMELO! Sería sólo cuestión de tiempo que alguien les hiciera pagar lo que creían que les regalaban".

Jennifer Egan ha subido un nuevo peldaño tan inesperado y rompedor como lo fue la globalización de Internet. No es un peldaño que no haya sido imaginado por otros, pero ella consigue ofrecer un mundo afectado por el nuevo cambio de una coherencia sospechosamente probable.

No descubro nada que rompa alguna intriga porque tal cosa no existe, ya que desde los primeros momentos se atisba que Mandala ofrece algo de lo que se lleva hablando mucho tiempo: la posibilidad de transferir todo lo que contiene muestro cerebro, incluso la memoria conservada pero olvidada, a un espacio donde sobrevivir y, lo que es más, poder ser compartido.

Carlos López-Tapia

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