Las listas de Moriarty: La soledad del pianista

Las listas de Moriarty: La soledad del pianista

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Querido Teo:

Mientras me encuentro recluido en mi lujosa alcoba, a resguardo del traicionero clima otoñal, los sonidos de cientos de piezas interpretadas al piano manan de mi tocadiscos inundando mi morada. Echando la vista atrás puedo rememorar con facilidad cómo la música de estos grandiosos compositores ha puesto su particular banda sonora a las luces y sombras que salpican mi tempestuosa vida. Ya en su debut en el Grand Café, allá por el 1896, no le faltó al radiante cinématographe un piano que, en manos del maestro Emile Maraval, diese voz a su muda sinfonía de imágenes. Y bien sea como parte de la trama, o como catalizador de emociones, desde entonces la música en general, y los pianos en particular, han sido sonoros testigos de la historia del cine.

Si hay un piano capaz de hacer removerse a cualquiera en su asiento tal vez sea el de mi querido Ludwig Van Beethoven.
En el aislamiento de su progresiva sordera alumbró algunas de las piezas más sobrecogedoras que el ser humano haya escuchado nunca. La sordera, las tinieblas, el aislamiento… la música del piano rompe todas las barreras y parece servir de canal de comunicación, vía de escape, o forma última de expresión, al alma del interprete.

No faltan en "Grand Piano" los elementos teñidos de cierto ostracismo en torno a la figura del pianista. Aislado en este caso aún en presencia de un auditorio lleno de público, peleando con la partitura al tiempo que con el miedo escénico que le atormenta, mientras su vida y la de su esposa penden de la cuerda de una tecla tocada a destiempo. Seguramente ni la forma en que se desarrolla su trama, ni la profundidad de sus personajes, alcancen a hacer de esta película algo memorable, ni a auparla entre las más grandes, pero no por ello se puedan tal vez dejar de valorar algunos de sus logros o sus aspiraciones.

El pianista (Roman Polanski, 2002)

En medio de una desierta y silenciosa ciudad en ruinas, al borde de la inanición tras superar mil y una penurias, un aún más demacrado de lo habitual Adrien Brody se sienta al piano con manos temblorosas. La desolación le rodea y le inunda por igual, atrapado en una guerra sin sentido ni cuartel, en la que parece imposible distinguir amigos de enemigos.

La música le da la vida, tanto literal como metafóricamente, al tiempo que enciende las emociones de unos espectadores que han compartido con desaliento su larga travesía.

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Shine (Scott Hicks, 1996)

El magnífico Geoffrey Rush, años antes de enseñar a todo un rey proyectar su fuerza y convicciones mediante un habla fluida, se enfrenta al difícil reto de encarnar al pianista David Helfgott. Nuestro protagonista comparece ante el espectador duramente marcado por una infancia tortuosa, a la sombra de un padre sumamente autoritario que le conducirá finalmente a la locura.

Aún en su enfermedad, la fuerza del genio, que habita en este caso su cabeza, conduce con garbo sus habilidosas manos y le permite traspasar esta frontera y ponerse en contacto con la gente que le rodea, tocándoles con su música y cautivando sus corazones.

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La leyenda del pianista en el océano (Giuseppe Tornatore, 1998)

En ocasiones el aislamiento es algo tan accidental como deliberado, ya que no siempre es fácil diferenciar o definir el límite entre la voluntad de separarse del mundo o la incapacidad para abordar ese pequeño trecho que nos devuelve al mismo.

Desde luego la forma en que Novecento, el carismático Tim Roth, comienza su andadura surcando los mares a bordo de esta embarcación, parece a todas luces accidental o, cómo mínimo, podríamos consensuar que va más allá de sus posibilidades el evitarlo. Puede que este extremo no esté tan claro si sobre lo que hablamos es sobre su continuidad en el mismo.

A través de la música del piano se conectará con el mundo “de 2.000 en 2.000 pasajeros”, pero tal vez una única persona baste para redefinir sus fronteras.

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El piano (Jane Campion, 1993)

No es mucho lo que Ada, interpretada por Holly Hunter, puede hacer para superar la barrera impuesta por su incapacidad para hablar. Esclava de su silencio y obligada por un matrimonio concertado, se establece junto con su hija en el otro extremo del mundo.

Tampoco será suya la decisión de enseñar a tocar a su extraño vecino, Harvey Keitel, ni puede evitar con facilidad que la pequeña Flora, Anna Paquin, ponga libremente voz a sus gestos.

Pero ninguna de estas circunstancias pondrá límites a su libertad para expresarse a través de su música, al tiempo que entrega su cuerpo y nos desvela su alma.

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La pianista (Michael Haneke, 2001)

Nadie como el maestro Haneke para llevar al cine la obra de la ganadora del premio Nobel de literatura 2004, Elfriede Jelinek.

Isabelle Huppert encarna de forma maravillosa el personaje de Erika Kohut, una profesora de piano que, tras una máscara tan gélida como impasible, oculta una pasión tan desbordante como retorcida. El también galardonado por su papel en esta película Benoît Magimel da vida a un alumno entregado a esta guerra abierta y sin trincheras en la que se transforma su tórrida relación.

Menos convencional que las otras cuatro películas de esta lista, es tal vez la que más ahonda en los profundos engranajes de sus personajes relegando al piano y a la música a un segundo plano.

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“El mal nunca duerme, simplemente se echa la siesta”.

James Moriarty

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