Mr. Pinkerton y los misteriosos trenes de cine

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¡Hola muchacho!

¡Cuánto tiempo sin escribirte!. Espero que me perdones por la larga espera. Pero quiero que sepas que he estado informado de tu evolución. Me han dicho que te pasaste todo el verano mandando propuestas a las empresas heladeras intentando venderles tu diseño de un nuevo polo: un ataúd de chocolate con relleno de vainilla en el que, a medida que se va lamiendo, va apareciendo un cadáver esquelético hecho de chocolate blanco. A mí me ha parecido muy buena idea…

Yo pasé un verano un poco aburrido, resolviendo casos monótonos, pero claro, hay que pagar el alquiler. Me pasé medio mes de Agosto vigilando a un niño de papá que en vez de irse a la biblioteca a estudiar se encerraba en una pensión con su profesora de Derecho Romano. Supongo que al final aprobaría, el chaval. Pero en la primera quincena de Agosto decidí cogerme el Trenhotel que va de Barcelona a París. Tenía ganas de ver la capital gala y, aparte, viajar en un tren nocturno, como hice antaño muchas veces.

En principio iba a resultar un viaje cómodo, a pesar de que iba a compartir compartimento con un extraño. Salimos de Barcelona a las 20:43h, y no tardé en ir al vagón restaurante para cenar. Allí, mientras esperaba los platos, me estuve entreteniendo fijándome en los demás comensales: un escritor barbudo, una pareja de recién casados, dos ladrones de joyas… Sí, muchachos, dos tipos a los que yo mismo descubrí con las manos en la masa años atrás, y que se ve que ya habían salido de la cárcel. Sin embargo, en todo ese tiempo de la cena, sus ojos no llegaron a detenerse en mi figura, e ignoraban mi presencia. También había un grupo de franceses jubilados que vendrían de pasar unos días en la ciudad condal, un grupo de gente de una banda musical y un par de turistas japoneses, que no se pierden ni una. Estaban todos muy animados, y había tanta alegría que me recordaba al tren de “Con faldas y a lo loco”.

Y todo iba muy bien, la cena, me refiero, cuando de repente se apagó la luz en todo el tren yse escuchó el grito de una señorita de nuestro vagón restaurante. Hubo mucha confusión, muchacho: gritos de los camareros pidiendo calma, gente que iba y venía, la señorita gritando socorro… aquello parecía el camarote de los hermanos Marx pero a oscuras. Y entonces se hizo la luz, y el panorama resultó algo dantesco: los filetes de ternera por los suelos, la peluca de una de las jubiladas en la bandeja de un camarero, los japoneses haciendo fotos a cualquier cosa, la mesa de los ladrones de joyas sin ellos sentados… y la chica recién casada diciendo que le había desaparecido del cuello la gran esmeralda que colgaba de su cuello. Muchacho, aquello parecía el caso más fácil de resolver de mi vida: si desaparece una joya y los dos ladrones de joyas huyen del vagón a oscuras… Tan solo había que buscarles por el tren, ya que éste seguía en movimiento. Sin duda, no contaban con mi presencia en el lugar del robo. Pero antes de ir a por ellos, me paré un momento a hablar con la recién casada. Me contó que la esmeralda que llevaba colgada era una joya familiar de un alto valor, y que era tradición que, durante el viaje de novia de las mujeres de su familia, la llevaran puesto en todo momento, augurando así un matrimonio ligado a la belleza y riqueza de semejante piedra.

Me puse de acuerdo con los amables trabajadores de Renfe para, entre todos, ir a buscarles. Por suerte tenían móviles con internet y localicé una foto de ambos en Google Imagenes para que les sirviera de referencia. Pasaron dos horas, ya sería cerca de la una de la madrugada, y aquellos maleantes no aparecían. En su compartimento sus maletas seguían en su sitio, y nadie en el tren dijo haberles visto huir o correr.

Todo aquello era muy extraño. La tensión en el tren se mascaba, como en la famosa escena de “El tren de la 3:10”. Pero aquí nadie tenía que subir, sino, al revés, se supone que tuvieron que bajar… Entonces decidí pararme, sentarme y pensar un poco. Muchacho, te dije que este caso parecía el más fácil de mi carrera, pero los casos a veces no son lo que parecen. Me acordé de “Perdición”, la peli de Billy Wilder en la que el personaje de Fred MacMurray se hacía pasar por el marido de su amante y simulaba su muerte accidental tirándose de un tren en marcha… Muchacho, el tren es un lugar que da pie a confusiones o engaños. No sé si porque está en movimiento, o por el gran número de personas que se reúnen en ese reducido espacio, pero el caso es que intuía que algo se me escapaba.

La esmeralda había desaparecido tras un tirón, la luz se había apagado por unos segundos y, obviamente, había sido provocado. La peluca de la señora francesa había aparecido en la bandeja del camarero, pero creo que aquello no tenía nada que ver con el caso. Y los dos ladrones habían desaparecido, supuestamente con la joya de tanto valor de la adinerada recién casada. Y entonces tuve una gran idea gracias a la peli de Wilder… ¿Y si alguien ha hecho desaparecer a los dos ladrones para que así ellos pasaran a ser los máximos sospechosos del robo?. Pero para que esta teoría tuviese sentido, se tendría que dar lo siguiente: que el autor o autores del robo supieran que en ese tren viajaban la chica con su esmeralda, los dos ladrones de joyas y un detective con caché, o sea, yo, que conociera su condición de cacos. ¡Aquello parecía imposible!.

Me pasé como dos horas más caminando por los pasillos del tren. Y, finalmente, di con la explicación, aunque antes tuve que corroborar con algunos de los presentes ciertas circunstancias. Hablé con el camarero y le pedí que me hicieran en cocina dos huevos pasados por agua, y que reunieran en el vagón a los testigos y posibles sospechosos. Muchacho, al más puro estilo Hércules Poirot, iba a desvelar cómo se desarrollaron los hechos:

“Señoras, señores, mademoiselle… Esta noche hemos sufrido un robo en unas circunstancias muy extrañas. Estábamos todos los presentes saboreando los platos gustosos que nos habían cocinado cuando, de repente, se ha ido la luz por unos segundos, y la señorita Lampiño gritó al notar que alguien le daba un tirón a su colgante, llevándose así la valiosa esmeralda que allí colgaba. Pero no fue esa piedra preciosa lo único que desapareció. También lo hizo una pareja de ladrones de joyas cuyas caras había reconocido momentos antes, pues fui yo quien los llevó a la cárcel años atrás. Por ello, todos pensamos que ellos fueron los ladrones, y por eso todo el personal se puso manos a la obra para localizarlos, sin éxito alguno. Pero, señores, yo, Hercu… digoooo, Mr. Pinkerton, he dado con la solución de este caso: los ladrones no fueron los cacos, sino algunos de los aquí presentes. Y les diré cómo lo hicieron:

Por la prensa rosa se enteraron de que esta pareja de recién casados iban a hacer este viaje de luna de miel. Hay que tener en cuenta que la joven es hija de los Marqueses de Villapresente, y en la entrevista no tuvieron reparos en destacar la anécdota de la costumbre familiar de viajar con la esmeralda en el viaje de novios. Así que los ladrones idearon el plan y, para ello, sólo necesitaban que los dos cacos y yo estuviéramos en el mismo tren. ¿Cómo lo hicieron?. Con ellos lo consiguieron a través de un falso concurso telefónico. Llamaron a uno de ellos, le hicieron una pregunta absurda y al responderla bien, le dieron de premio un viaje en tren a París, pero que tenía que ser justo esta noche. Y aceptaron. Los cacos son pareja de hecho, a todo esto, por eso iban a viajar juntos a la romántica París. ¿Qué cómo lo sé?. Porque soy muy observador, y un experto escuchante de conversaciones ajenas… Y luego quedaba yo. ¿Cómo se las apañaron para que yo hiciera este viaje?. Pues con mensajes subliminales. Durante el mes de Julio, estuvieron mandándome emails desde una supuesta agencia de viajes virtual y, de repente, me llegó la gran oferta, a precio de ganga, que hasta incluía una suculenta cena en el tren gratis, y a la que no me pude resistir. Todo muy rocambolesco, lo sé, ¿verdad, Ludovique Duroy?”.

Dije en alto señalando al escritor barbudo. Muchacho, todas las caras de expectación dirigieron su mirada al sujeto. Ludovique Duroy era un maestro del robo, el ladrón sin rostro que siempre se me escapaba, y mira por donde, di con él. La pista me lo dio la bufanda que llevaba… ¡en pleno Agosto!. Vale, a veces se pasan con el aire acondicionado en los trenes, pero aquello era excesivo. Encima, tuvo el fallo de incluir sus iniciales: LD. Pero sigo con mi discurso, muchacho:

“Y ustedes se preguntarán qué fue de los dos cacos… Los dos compinches de Ludovique les durmieron con cloroformo y los arrastraron hasta el compartimento de al lado, donde aún deben de estar, amordazados, y metidos cada uno en las inmensas maletas que allí se encuentran. Y ahora, si me disculpan, voy a comerme mis dos huevos pasados por agua”.

Y así fue como resolví el caso, muchacho. Aquello era el tren Joan Miró, pero aquella madrugada se pareció al tren de “Asesinato en el Orient Express”.

¡Saludos!

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