"Roma desordenada"

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Pasolini, Fellini, De Sica, Moretti, la Loren y Paparazzo, están todos en la memoria de los que viven, visitan, pasan o mueren en esta ciudad.

Título: "Roma desordenada"

Autor: Juan Claudio de Ramón

Editorial: Siruela

Una de las grandezas de Roma es que siga siendo inspiradora de la necesidad de escribir otro libro más, a pesar de la conciencia de que todo parece haber sido dicho sobre ella. No me molesto en buscar en la red alguna página donde alguien haya perdido su tiempo listando los libros escritos sobre Roma; bastante tengo con los que he ido atesorando y con haber caído, yo también, en haber escrito el mío. Roma provoca esa drogodependencia que te hace pensar que puedes contar algo de alguna manera que no haya hecho ya otro. Roma deslumbra tanto que te nubla la inteligencia creyéndolo, hasta que el tiempo te hace darte cuenta de que no importa, Es una vanidad soportable porque acabas aprendiendo más de lo que enseñas.

Al diplomático Juan Claudio de Ramón y su "Roma desordenada", le debo un viaje más, una de mis noches de insomnio activo, y si algún día nos cruzamos se lo agradeceré porque ha sido un buen viaje. Por más que leo sobre esta ciudad, por más que recuerdo el tiempo pasado en ella, cada libro me enseña y también me desalienta. ¡Cuántas cosas quedaron fuera de mi vista! ¡Cuánta estupidez creer en otra posibilidad!

Lo que es peor y mejor, el libro trae otros libros no leídos, porque son tantos que Roma tiene algo de maldición clásica, de empujar una piedra por una cuesta para verla caer al llegar a la cúspide y tener que empezar de nuevo. No sé si existe la palabra "romafílico" pero debería existir, con un toque del famoso mal de Stendhal que seguramente nació de algún viajero desmayado por una intoxicación alimentaria más que espiritual, pero que define bien el exceso cultural.

A De Ramón le debo ya más de una futura visita, que queda anotada en una relación que moriré sin cumplir. Lo mejor que puedo decir de su libro, de cualquier libro, es que lamento su brevedad, porque su mirada es interesante, su escritura de calidad y por fuerza, dados los privilegios de su oficio, han quedado muchos elementos sin salir de su tintero. Para un ansioso de Roma esto se puede convertir en un reproche, que ya experimenté con el libro que dedicó a la ciudad Enric Gonzalez, generoso con Londres o Nueva York, pero rácano con Roma.

Como los reproches son un boomerang, acaban volviéndose contra el que los hace, agradecimiento por descubrirme un buen montón de rincones y aspectos, conocidos en muchos casos, pero observados de otra manera, y otros nuevos o inaccesibles. En el primer caso está la "falsa morada" de Mario Praz, de quien sabía poco más que había inspirado "Confidencias", la última película de Visconti; que no por ser casa "falsa" dejaré de intentar ver en mi próxima visita a Roma, porque uno siempre piensa que volverá con moneda o sin moneda.

Entre lo secreto y poco accesible hay un par de cosas muy interesantes. El capítulo dedicado a la Villa A., cuyos datos el autor esconde. Una de esas casas tras altas tapias, en pleno centro, tan protegidas de la vista como las casas patricias de la Roma clásica, por mucho que el cine y los escritores de novela histórica, incluso los más vendidos, insistan en llenarlas de ventanas que nunca existieron. Los patricios de ayer y de hoy, en esta Roma que lo mezcla todo, son conscientes de que han de protegerse tanto de los curiosos como de Hacienda.

No es que se trate de un lugar completamente inaccesible, su noble propietario accede a cobrar una buena cantidad (De Ramón tampoco nos dice cuanto) para que de vez en cuando un grupo pequeño de "elegidos" se pasee entre tesoros que deberían estar en los museos y que, probablemente, acaben en colecciones privadas algún día, cuando el patrimonio de sus poseedores se reduzca tanto como para traficar con ellas. Villa A sirve en todo caso para mantener el aroma que desprende "La gran belleza" de Sorrentino, y probar que el mito del "enterado", del traficante de influencias que la protagoniza es una realidad.

"...A fin de no dañar la marquetería envolvimos los zapatos con babuchas. A mí me preocupaba más que se me cayera la barbilla al suelo. Flotamos de sala en sala, entre estatuas, vasos y sarcófagos. F. puso cuidado de que a ninguno nos diera por rezagarnos, tentación que sin duda nos oprimía a varios. Patitiesos, admiramos el techo pintado por M., cima del estilo de su época; el bellísimo y conmovedor bajorrelieve de A., aquel tierno chiquillo amante de emperador cuyas mejillas llenas de vida, hinchadas como las de un trompetista, hacen más dolorosa la noticia de su suicidio. Con asombro en frontera ya con el escándalo se nos develó —estaba cubierta con unas sábanas— la tumba F., decorada con frescos etruscos con más de dos mil años que emergían ante los ojos de alguna brumosa y mágica provincia de esa historia que no se distingue de la leyenda.

No hay paraíso del que no se nos expulse. De pronto, y sin que hubiera pasado más de una hora, la guía hizo un gesto a F., que nos dirigió manu militari a la salida, sin opción al escaqueo ni, por supuesto, a las fotos, superprohibidas. El contraste con el mundo exterior es agudo: las calles que rodean Villa A., ricas en grafitis y basura, no desmerecen de un suburbio de Caracas. Magda y yo nos preguntamos de vuelta a casa cómo es posible ocultar un tesoro así, de diez hectáreas, en el centro de la ciudad, y que no esté abierto al público. Nos despierta instintos bolcheviques: ¡los palacios para el pueblo! Luego supe que el alcalde V. hizo una oferta a T. por continente y contenido. T. la examinó y ofreció a cambio un pedazo de urna roto. Se rumoreó también en su momento que el magnate B., en busca de un golpe de efecto para volver a la primera línea de la política, pidió precio con la idea de ofrecer la colección a la ciudadanía. La idea no prosperó.

Sigo paseando junto a la tapia a diario, con la tentación de dar saltos, abrir un agujero o subir a un palé para tener otro vislumbre del jardín de las delicias. No sería el primero en hacer extravagancias. Un arqueólogo al que T. negó el permiso para entrar se hizo pasar por barrendero para deambular a su aire por la selva de estatuas griegas, etruscas y romanas, que le incitaban a fijar su morada entre bustos y plintos. He buscado en el mercado sin éxito una guía o catálogo de Villa A. pero estando en la logia de los iniciados, casi me parece mejor que no exista".

Me divierte esta contradicción de un demócrata, De Ramón sin duda lo es, que entiende lo injusto del privilegio que facilita contactos. Entiendo por mi parte que es muy duro renunciar al grupito de los "happy few", como los definió Stendhal, también diplomático, y que comprendió que la Historia entraba en la época de la opinión pública que arrincona al esnobismo que se resiste a ser considerado turista, vulgar, aunque raramente sea otra cosa. De haber tenido el dinero y la ocasión, yo también hubiera hecho esa visita.

De Ramón también nos lleva a barrios periféricos, chabolarios incluso, en busca de las huellas de Pasolini, que por cierto cumple un siglo de su nacimiento y dentro de poco medio de su asesinato. Su libro es como Roma, polifacético, con basura y con poesía; con experiencias personales y asuntos legendarios o "de oídas", como la reunión de varias personas para comer en el interior del inmenso caballo de bronce que corona el monumento a la nación italiana en la Plaza Venecia. Una foto lo demuestra, aunque no el día de la inauguración del altar de la Patria como cuenta, sino en el taller del escultor que se inspiró en el caballo de Buffalo Bill que andaba por Europa con su espectáculo sobre el Oeste.

¿Cómo hubieran sacado después a los comensales de la tripa del equino si ya se hubieran fundido sus dos mitades? Pero es "peccata minuta", casi todo lo que nos cuentan de oídas sobre Roma llega con el tufillo legendario y más falso que el gladio, que copiaron de Hispania las legiones romanas, que en una ocasión intentó venderme como verdadero un campesino en las proximidades de Laverna. También de esto se percató con rapidez De Ramón: No puedo esconder que, en cinco años en Roma, me han intentado timar más veces que en treinta en Madrid, al punto de concluir que la palabra pícaro se equivocó de patria.

Concuerdo con el autor en que Roma es lo más cercano que existe a una máquina del tiempo. Los capítulos del libro, de extensión variable, van saltando de un asunto a otro, como en una rayuela donde cada paso es un siglo diferente. Se nos cuenta del café, de esas hispanidades que llenaron la ciudad durante más de dos centurias; de Augusto a la carbonara; de Bernini y Borromini barrocos al barrio de la arquitectura fascista; incluso hay apuntes de los barrios donde viven y trabajan más de nueve de cada diez romanos, que no forman parte de los treinta tantos mil que viven en el centro histórico.

Es razonable que casi cualquier libro sobre Roma resulte interesante, no faltan datos y anécdotas, pero De Ramón aporta sensibilidad sin sobrecargar, cosa que tampoco hace su erudición evidente, dándole al término erudito su sentido más genuino, el de conocedor.

El trabajo del autor le permite mostrarnos lugares tan reservados al viajero convencional como "el círculo de la caza", donde entra gracias a que el "casero" de la embajada de España es un noble, miembro de la "reliquia social" que reúne en fotos dedicadas, blanco y negro por supuesto, a los insignes socios. Prácticamente toda la realeza masculina está colgada.

"Damos un garbeo por las solitarias estancias del club. La decoración se le antoja a Scipione «demasiado inglesa, parece que tuviéramos que imitarlos en todo». Me hace notar cosas curiosas: un altar reconvertido en guardarropía, un cajero automático donde solía haber una estafeta de correos —«no te imaginas lo cómodo que era»—, una sala de videojuegos —un artilugio audiovisual para la caza del zorro virtual y que supongo es lo último en arte venatoria— y la sala del barbero, que viene una vez a la semana y cobra dieciocho euros por corte y afeitado, que es buen precio para el centro de Roma. «¿Quieres ver el baño? Es tan chic que te corta el pis». Nos sentamos al fin en un enorme salón en el que un camarero con librea nos sirve dos grappas de un mueble bar en que el polvo se diría un barniz. La sala está decorada con cabezas de ciervos, zorros y jabalís. Parece una tontería, pero después de cinco años de pasar por delante de su puerta, solo ahora caigo en que el club se llama Círculo de la Caza y que, congruentemente, su emblema es una herradura cruzada por una fusta. «Yo no monto. No creo que nadie monte ya en el club. Pero tampoco juega nadie al ajedrez en el Circolo degli Scacchi, eh» (el club rival, en vía del corso)".

El desorden forma parte de la vida en superficie de Roma, no hay amigo que no se queje del asunto, muy particularmente de la basura acumulada, así que el viaje desordenado que hacen a menudo los caídos en el aura romana, los absorbidos, no resulta ni extraño ni descolocador. Buen autor, buen libro, buenas historias, me sumo a sus difusores sin la menor duda.

Carlos López-Tapia

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