“La soga” (1948) narra el estrangulamiento de un inocente por dos individuos que aspiran a convertirse en el "superhombre" de Nietzsche, esto es, en aquel que es capaz de crear sus propios valores y no seguir al rebaño o aquel cuya inteligencia y voluntad le autorizan a saltarse las reglas que sólo valen para los débiles.
La película es, además, un alarde técnico y una violación flagrante de la ley más elemental del cine, la de que el cine es montaje, ya que la acción transcurre toda en un solo plano-secuencia. No hay ningún corte que interrumpa la acción, aunque como los rollos de cinta tenían una duración limitada, cada aproximadamente 10 minutos, el director hacía pasar a un personaje por delante del objetivo de la cámara para así poder fundir en negro, cortar y cambiar de rollo sin que se notara.
Esta cinta, basada en la obra teatral de Patrick Hamilton, es en la que por primera vez colaboran Hitchcock y Stewart. El actor nos aparece por primera vez en una venerable madurez, no ocultando sus canas ni su aire de maestro experimentado, precisamente en este caso como el ex profesor universitario de esos jóvenes que pretenden dar ese golpe de superioridad cerebral que para ellos es eliminar a un semejante.
A pesar de ser la estrella de la función (término muy adecuado teniendo en cuenta el origen y estética del film), Stewart sólo aparece en la segunda parte de la cinta como el profesor que plantea las dudas morales a los protagonistas y que finalmente descubre su atroz misión.
Con el tiempo, la película supondría el evidente cambio de registro que Jimmy supo dar. Fue su primera cinta realmente oscura (gracias a convertirse en “chico Hitchcock”) y con ella dejaba atrás su imagen de joven honrado y noble para dar paso a personajes más maduros y, en ocasiones, dotados de mucha más cerebralidad. “La soga” sería finalmente el punto de inflexión que asegura una carrera larga y heterogénea, sólo al alcance de los realmente grandes.
En la historia del cine hay rostros que parecen haber sido esculpidos para la eternidad. Rock Hudson fue uno de ellos: un perfil noble, una sonrisa capaz de desarmar al más cínico y esa serenidad firme que el Hollywood clásico convirtió en emblema de una masculinidad casi mítica. Era un héroe sin aristas visibles, una figura construida para que nada en él pareciera vacilar. Su mera aparición bastaba para que la pantalla se expandiera, como si el encuadre se rindiera ante la evidencia de su estatura. El público no entraba a ver sus películas: entraba a contemplarlo, a dejarse arrastrar por la fantasía de un mundo donde existían hombres así, perfectos, luminosos, inquebrantables. Él encarnó el sueño romántico de toda una época: el galán absoluto, el amante ideal que Hollywood prometía en la penumbra de las salas. Su imagen no sólo se veía, se consumía. Fue un icono cuidadosamente pulido por los Estudios, una construcción de impecable fotogenia, un producto de deseo masivo. Pero toda luz intensa proyecta una sombra a su medida. Detrás de esa silueta impecable se escondía una grieta profunda: la fractura entre el hombre y el mito, entre el cuerpo real y el personaje que el sistema (y él mismo) estaban obligados a sostener.
La XVI edición de los Governors Awards es quizás el primer foco que tienen los posibles futuros candidatos al Oscar para pasearse por allí con la excusa de rendir tributo a los homenajeados pero con el fin nada disimulado de encontrar visibilidad y ganar votos en un momento en el que se pueden empezar a construir inercias antes de que las Asociaciones de Críticos inicien el juego definitivamente en las próximas semanas. Un acto para que estrellas, productoras y publicistas se movilicen porque todo detalle cuenta. Al margen de ello todos los focos han estado puestos especialmente en un Tom Cruise que ya sabe lo que es tener un Oscar (aunque sea honorífico) y que sabe a reconocimiento a los servicios prestados por ser un gran baluarte para la industria y acérrimo defensor del cine en salas. También ha sido la noche de la actriz y coreógrafa Debbie Allen y el diseñador de producción Wynn Thomas como receptores del Oscar honorífico. Dolly Parton (que no ha estado presente en la gala) ha recibido el premio humanitario Jean Hersholt.
Pasan las semanas y seguimos pensando que esta carrera al Oscar está muy definida entre dos películas. De momento no parece que haya avistamientos de inercias que vayan a cambiar esa tendencia. Lo que sí se percibe, en redes y entre críticos y oscarólogos de nueva cepa, es esa grandilocuencia que domina en nuestros tiempos y que busca el caso y la atención. Un maximalismo que puede suponer una estaca en el corazón para más de una cinta en la carrera al Oscar y que también podrían sufrir en sus propias carnes tanto “Una batalla tras otra” como "Hamnet".
Jennifer Lawrence es una de las estrellas de su generación y una actriz prácticamente infalible como demuestra en “Die, my love”, todo un reto en un torbellino emocional y torturado que le ha brindado la directora Lynne Ramsay. Mary Carmen Rodríguez (también editora del podcast) nos proyecta sus cinco secuencias. Alexandre Desplat suena en La Música Clásica De Nuestro Tiempo de Iker González Urresti por su portentoso trabajo para “Frankenstein” y recordamos a la actriz Diane Ladd, todo un ejemplo de clase, integridad y verdad. En Leer cine, la biblioteca sonora de Carlos López-Tapia, “La desconocida” de J.D. Barker y James Patterson, las apuestas de Colgados de la plataforma y la crítica de las favoritas “Un fantasma en la batalla” y “Una batalla tras otra". ¡Muchas gracias por escucharnos!