Conexión Oscar 2021: Festival de Toronto: "El triunfo" y "Quo vadis, Aida?"

Conexión Oscar 2021: Festival de Toronto: "El triunfo" y "Quo vadis, Aida?"

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Querido Teo:

Un par de películas más que hemos podido ver en el Festival de Toronto. Una película francesa que huele a nuevo éxito del cine del país y una cinta que con rabia muestra la desolación de un conflicto que no hay que olvidar para comprender de donde venimos y también las peores cosas de las que es capaz el ser humano. 

“El triunfo” (Emmanuel Courcol)

El teatro como vía de libertad

Desde Francia se ha podido ver una de esas películas que tienen el éxito asegurado, el triunfo como parece aventurar su título original y es que la cinematografía gala aborda este tipo de cintas con una facilidad pasmosa haciendo virtud de la diferencia de clases o de orígenes para construir alegatos integradores llenos de tolerancia, buenos valores y camaradería. “El triunfo” se queda a medio camino entre el drama social y la clásica etiqueta de “comedia del año” ya que aquí el humor está muy tamizado siendo el equilibrio de una fórmula depurada lo que termina encumbrando a una película que se centra en un caso real, el de un profesor de teatro que logró formar con cinco presos una compañía de teatro que representó por varias ciudades del país “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, todo un clásico de las tablas y del esperpento, una alegoría de la libertad que se inspira en el suceso ocurrido con unos presos en la Suecia de la década de los 50.

“Esperando a Godot” es una cumbre del existencialismo pretendiendo reflejar la monotonía pura de una vida, algo mucho más orgánico que el teatro y el cine que se basa en la acción y el enredo. La obra se divide en dos actos, y en ambos aparecen dos vagabundos llamados Vladimir y Estragon que esperan en vano junto a un camino a un tal Godot, con quien (quizás) tienen alguna cita. El público nunca llega a saber quién es Godot, o qué tipo de asunto han de tratar con él. En cada acto, aparecen el cruel Pozzo y su esclavo Lucky, seguidos de un muchacho que hace llegar el mensaje a Vladimir y Estragon de que Godot no vendrá hoy, "pero mañana seguro que sí".

Una premisa que permite un ejemplo de metaficción en una cinta que tiene todo lo que se puede esperar de ella en una especie de “Los chicos del coro” versión teatral y adulta ya que en este caso se pasa del descreimiento general ante lo que puede sacar de sí este iluso y noble profesor de teatro de unos descarriados de la vida, que no dejan de ser unos criminales, mientras éstos encuentran una vía de escape a su particular espera de Godot representado en una libertad que nunca llega, a ese sentimiento común de trabajo en equipo y superación personal frente a los baches del camino como la falta de presupuesto, la poca disponibilidad dentro de la rutina de la cárcel y el hecho de conseguir que fuera de los muros de la prisión alguien se tome en serio la magia que ahí está surgiendo a base de talento y empeño.

Kad Merad, imprescindible de la comedia francesa reciente y protagonista de la serie política “Baron noir”, interpreta a Étienne, un actor sin éxito volcado en su oficio sin esperar nada a cambio más que contagiarles a estos tipos, un conjunto de intérpretes que destilan carisma y empatía en su papel de presos, la pasión por el teatro consiguiendo, quizás, el que sea su mayor hito logrando que su vida y su libertad vuelva a ser apreciada por ellos, construyendo algo que les merezca estar orgullosos, encontrando en sus personajes teatrales reflejos de su propia personalidad y también la fuerza motivadora para salir de un círculo carcelario que les engulle más en lo que es un aparcamiento de parias que un centro de reinserción. El teatro y la interpretación como vía para encontrar ese bien tan preciado que es la libertad y un sentido a querer seguir hacia adelante consiguiendo lo absurdo de que quizás, un sonoro fracaso, pueda suponer el más cálido aplauso por todo lo que durante el camino se ha conseguido.

“Quo vadis, Aida?” (Jasmila Žbanić)

Una madre coraje en el genocidio de Srebrenica

La directora Jasmila Žbanić (ganadora del Oso de Oro del Festival de Berlín por “Grbavica” en 2006) ofrece un retrato desolador que compitió en el Festival de Venecia 2020 nos lleva a la Guerra de los Balcanes en la década de los 90 y a la actuación de la ONU a través de los llamados Cascos Azules. En el verano de 1995 Aida es una profesora que en tiempos de conflicto está sirviendo como traductora para la ONU en la ciudad de Srebrenica, pueblo que es ocupado por el ejército serbio y que lleva a que cientos de personas pidan ser acogidos por los campos de la ONU agolpándose en las vallas pidiendo auxilio ante la posibilidad de ser exterminados.

Una propuesta que, no por obvia y ocupando un posicionamiento claro, no deja de ser una cinta impactante, desoladora y con una intriga que te mantiene pegado a la pantalla. Una tragedia todavía demasiado cercana y que muchos han olvidado estando la película dedicada a las 8.372 hombres musulmanes que fueron asesinados y dejaron mujeres, niños, amigos y vecinos noqueados.

La protagonista tiene que servir de intermediaria entre el alcalde de Srebrenica y un coronel holandés de la ONU, Thomas Karremans, que en realidad asiste maniatado a la realidad sacando una fuerza de poder de la que carece, todo lo contrario de Ratko Mladic, general de las fuerzas serbias que sabe que tiene la partida ganada ante su claridad de ideas (frente a una ONU que se pierde en promesas vacuas e inoperancia logística) y tener los medios a su alcance.

Mientras vemos la desesperación de una madre, una de tantas, esa Adina en la que su cometido profesional acaba perdiendo peso conforme pasan los minutos ante la necesidad de salvar a los suyos moviéndose entre el gentío, reconociendo a viejos amigos tan desubicados como ella, y desolada ante la cobardía de unos oficiales que no pueden más que intentar salvarse ellos mismos el pellejo conformando un listado de personas que tienen identificación diplomática.

La actriz Jasna Đuričić, con una mirada llena de ferocidad y de dolor, está espléndida creando un personaje lleno de fuerza que saca toda esa rabia de madre coraje teniendo que insensibilizarse ante lo que se está viviendo, y el drama de los demás, entre ellos vecinos y amigos, para aprovecharse de su puesto y poder poner a salvo a su marido y a sus dos hijos teniendo que batallar no sólo contra el ejército serbio sino frente a unos burócratas que no están dispuestos a hacer ninguna excepción y que están llevando a cabo un proceso de negociaciones que, en este tipo de conflictos enraizados en el odio extremo, quedan en tiempo perdido y papel mojado.

Es una película que no necesita de sutileza ni planos contemplativos de autor sino que la cámara tiene nervio durante todo el metraje siguiendo a esta mujer que se mueve entre los pasillos, dependencias y rincones del campo a cargo de la ONU para tener a su familia en el lado correcto que no es otro que estar junto a ella para intentar aprovecharse de su privilegio como colaboradora diplomática. Aida tiene que saber moverse entre unos y otros ante el hecho de que un paso en falso ponga a su familia en el otro lado de la valla, el que separa la vida o la muerte frente al tumulto, el desespero y la impotencia de todos.

Un trabajo sincero e impactante, directo y claro, que deja imágenes difíciles de olvidar frente a ese primer plano de rabia, fuerza y tremendo amor y sacrificio de una esposa y una madre por los suyos, en un momento en el que más que pensar hay que reaccionar y en el que sólo importa salvar la piel mientras vemos como la directora explora en sutiles detalles ostras historias como la un chico que se viste de mujer para salvar el pellejo, dos enamorados que se despiden sabiendo que no volverán a verse, o las lágrimas de impotencia de los que teniendo el mando de la situación no pueden hacer nada frente al fatal destino al que ese pueblo parece abocado.

Una apuesta necesaria para no hacer olvidar el que fue el mayor genocidio desde la II Guerra Mundial en uno de los episodios más deshonrosos de la Guerra Civil en Bosnia-Herzegovina, narrado de manera dura y real sin buscar la complacencia o la épica propia de las películas pero sí, al menos, permitiéndose que sobre las brasas del fuego de la tragedia se permita atisbar algo de esperanza hacia las nuevas generaciones que, sin tener que taparse los ojos ni tampoco olvidar, deben de respirar, tomar aire y seguir hacia adelante para que al menos la historia no se repita.

Nacho Gonzalo

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