"La quimera"

"La quimera"

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El argumento: Todos tenemos una quimera, algo que deseamos hacer, tener, pero que nunca encontramos. Para la banda de "tombaroli", los ladrones de antiguas tumbas y de yacimientos arqueológicos, la quimera es soñar con dejar de trabajar y hacerse ricos sin esfuerzo. Para Arthur, la quimera se parece a Benjamina, la mujer a la que perdió. Con tal de encontrarla, Arthur se enfrentará a lo invisible, indagará por todas partes, penetrará en la tierra, decidido a encontrar la puerta que lleva al Más Allá de que hablan los mitos. En su osado recorrido entre vivos y muertos, bosques y ciudades, fiestas y soledades, los destinos de los personajes se cruzan, todos en busca de su quimera.

Conviene ver: Con sólo cuatro largometrajes Alice Rohrwacher se ha convertido en una de las directoras más interesantes del panorama no sólo europeo sino también internacional. Todo por una combinación de realismo mágico, reivindicación histórica y costumbrismo lírico a la hora de hablar de la tierra, la pertenencia, el tiempo, el amor y esas pasiones que nos empujan a seguir estando vivos a pesar de un entorno alienante en el que los poderosos acrecientan los márgenes de los oprimidos. “La quimera" nos lleva a Riparbella, lugar en la campiña de la toscana italiana en la década de los 80, cerca del Mar Tirreno, cuando allí llega, con el peso de un amor perdido y sus sucios trajes de lino, un joven arqueólogo inglés, Arthur, interpretado por el carisma y la ternura habitual que imprime Josh O'Connor a todos sus trabajos con el reto, en esta ocasión, de tener que hablar un italiano balbuceante y convincente prácticamente durante todo el metraje.

“La quimera” se centra en un grupo de saqueadores de tumbas en el que encuentran vasijas, estatuas, utensilios o figuras arqueológicas etruscas (población previa a los romanos) al que se suma el protagonista en una metáfora que nos lleva con utopía y empeño a cómo excavar la tierra es conectar con nuestro pasado para utilizarlo como aprendizaje, catalizador e impulso para entender nuestro presente y afrontar el futuro. Todo en una Italia que desentierra su legado y que se divide entre los que rastrean, los que reivindican su legado y los que sólo buscan comerciar con ello. Un trabajo abstracto y melancólico, que brota en brochazos de creatividad, que no esconde ciertos toques surrealistas a la hora de hablar del amor y de la huella que se deja durante esa travesía que es la vida. El misterio sobre el existencialismo de la misma abordado en clave de fábula y siempre en el camino hacia encontrar esa belleza que lleva a que el viaje por este mundo tenga sentido.

Con espíritu de fábula y atmósfera de realismo mágico Alice Rohrwacher es una de las directoras que mejor ha casado el característico neorrealismo italiano que creó escuela en una época con la fascinación por la tierra, la tradición, la música, el baile y el amor. "La quimera" no hace más que asentar un sello propio tan soñador y necesario como inconfundible e imprescindible. A sus 43 años Alice Rohrwacher ofrece una estética definitoria no carente de existencialismo, humanidad y sensibilidad conectando al hombre con la naturaleza así como con el arte como nexo de unión y de razón de ser entre el pasado y el presente, entre la vida y la muerte.

“La quimera” habla de personajes en relación con su entorno y de memoria enterrada que merece ser compartida y enseñada a un mundo ciego y cerril que más que aprender a apreciarla lo que hace es sacar partido. Alice Rohrwacher es la más fiel depositaria de la herencia de la gran tradición italiana terrenal y humanista de Pier Paolo Pasolini, Ermanno Olmi o los hermanos Taviani dando dignidad a la derrota, reivindicando la resiliencia de los oprimidos, conectando con el mundo de vida rural y entrelazando lo auténtico con lo onírico a través de una memoria construida por las huellas (tanto en rastros como en restos) del pasado reflexionando también sobre el sentido de la propiedad y el hecho de a quien pertenece una casa, una tierra o un tesoro descubierto que unos roban para luego servir en bandeja a los de siempre, los que tienen dinero y poder.

Cine a través de simbologías y metáforas que, desde el realismo abraza lo poético y lo fantástico, demuestran el poder del mismo en el que la directora exhuma sobre la tierra la tradición del pasado para acercarla al espectador del presente abrazando tanto el neorrealismo como el barroquismo esperpéntico felliniano logrando que ambos estilos no colisionen y hermanándolo de manera orgánica. No sólo haciendo un tipo de cine propio de los directores mencionados sino para dar rienda suelta a una libertad creativa que habla de lo más puro y de la esencia en época de banalidad, postureo y mercantilismo aprovechándose de lo real y lo onírico, lo terrenal y lo espiritual, las tradiciones y las canciones populares, lo carnavalesco y el peso del pasado deambulando entre la finitud del tiempo y que polvos somos y en polvo nos convertiremos.

Josh O’Connor está fantástico como ese tipo cerrado y huraño pero también vulnerable y tierno, demasiado herido para ser algo más que un ente pasivo que acompaña el fluir de su alrededor, que poco a poco va abriéndose utilizando su don de zahorí con sus palos o pequeñas ramas para encontrar tesoros y volver a encontrar la brújula que marque su sentido en un estilo y pose que ha recordado al Elliott Gould de "Un largo adiós" (1973). Un regreso a Italia en tren, tras un periodo en la cárcel, con el recuerdo de su amada Beniamina (la cual desapareció de la tierra) y a la que su madre, Flora (una estupenda Isabella Rossellini), sigue esperando pacientemente desde su casona en ruinas a pesar de que sus otras hijas intentan no entrar en el tema. Una vuelta a casa que también es la constatación de una deriva, con un traje cada vez más raído, una barba prominente y con una creciente confusión de si uno ya forma parte del mundo que está bajo tierra, y que protege su riqueza de los ojos de los demás, o el de la superficie, bañado de mundanidad y mercantilismo en el que la pureza del arte es lo de menos.

Allí Arthur se reencontrará con su grupo de amigos (o no) de “tombaroli” (ladrones de tumbas y mercaderes de lo ajeno), que contrastan su pobreza marginal y despreocupada y espírirtu bufonesco con la sapiencia académica y pragmática del joven, que venden en el mercado negro y a alguien misterioso de nombre Espartaco (y que ha pagado por interés la fianza de Arthur) todo lo que profanan de las profundidades de la tierra. Estupendos Vincenzo Nemolato, Alba Rohrwacher y Carol Duarte dando vida a Italia, una madre soltera que cuida a Flora y que con su desparpajo cantarín volverá a hacer creer en el amor y a poner los pies en el suelo al lánguido y poco expresivo Arthur a la hora de poner freno a una espiral de especulación (no es casualidad que él represente el imperialismo británico y ella sea la versión corpórea del país transalpino que ve ultrajada su riqueza) en la que esos "tombaroli" sólo son unos peones del sistema y a los que Rohrwacher comprende y mira con ternura, a pesar de ese modo de sustento tan poco honesto, porque no tienen otra cosa para intentar sobrevivir en su marginalidad campestre en un relato lleno de sugerencia entre la riqueza de lo ancestral y el drama social.

Es por ello que la directora no se deja llevar en su cine por una añoranza confusa sino que, en verdad, nos lleva por ese dolor que encierra el no poder salir de la rueda de una explotación que no por bien armada dentro del ecosistema contemporáneo no deja de ser una perpetuación de una esclavitud que deriva en sometimiento agradecido lo que debería de ser frustración y rabia. Alice Rohrwacher no muestra sólo una pobreza económica en los oprimidos y moral en los villanos sino la miseria de lo que sería un mundo sin arte, sin información y sin conocimiento en un universo propio que es el que permite que sus propuestas tengan sentido.

Una cinta de reclinatorio en un trabajo libre, imprevisible y enigmático en el que cada plano tiene su significado, tan bello como grotesco, jugando continuamente con alteraciones de imágenes, bien con la cámara rápida o lenta o el plano invertido vertical, y formatos (35 mm, super 16 mm y cámaras no profesionales ampliando y estrechando la dimensión de la pantalla en el que la luz parece entrar como en las fisuras de una cueva oculta) no con un fin ególatra sino dando alma, fuerza y poder ensoñador al poder de contar una historia desde la mirada de su protagonista a lo que contribuye el tono de fábula que imprime la fotografía granulada y atemporal de Hélène Louvart, entre lo analógico y lo rupturista, que en su fascinación conecta con algo muy íntimo y evocador que desemboca a través del arte y el camino hacia la felicidad (y sobre todo la paz interior) el mundo de los vivos con el de los muertos, los que tienen que seguir con la misión de que la belleza dejada atrás por los que estuvieron antes que nosotros no quede en el olvido en una Europa en ruinas condicionada por su pasado.

Una cinta en la que vuelven a desfilar personajes que desde su inocencia o su desolación, con sus luces y sus sombras, permanecen ajenos al mundo que les rodean, entre la incomprensión, la incomodidad y el rechazo. Espíritus libres condenados a vagar entre las sombras del tiempo sometidos por su origen, entorno y destino del que no pueden escapar quedando sólo la aceptación o la liberación definitiva aunque sea adoptando la forma de lobo cuando se cobra sentido de la realidad (tal y como ocurría en la inolvidable "Lazzaro feliz") o abrazando el recuerdo de una luz difuminada que ya no pertenece a este mundo (con Arthur vagando entre las profundidades buscando belleza pero movido en verdad por su perpetua añoranza de lo perdido).

"La quimera" es una película viva y siempre por descubrir en cada visionado ante sus continuos detalles y simbolismos. Una película que, en esencia, entre reiteraciones y momentos más logrados que otros, funciona por un equilibro nunca desatinado conformando un todo a la hora de abrazar al espectador y hacerle ver que esa quimera no es tanto el tesoro que encontrar desde un punto de vista pecuniario sino el conectar con las raíces del pasado para rescatar en nuestro presente las personas, motivaciones y deseos del mundo del que queremos formar parte. Un tesoro por encontrar al alcance de muy pocos y que es la verdadera riqueza, la de felicidad por conseguir y de la que sólo queda atreverse a excavar para encontrarla porque hay determinadas cosas que se sólo merecen ser vistas con los ojos del alma y no con el de los hombres.

Conviene saber: A competición en el Festival de Cannes 2023, Espiga de Plata en el Festival de Valladolid 2023, mejor diseño de producción en los premios del cine europeo 2023 y 13 nominaciones en los David di Donatello 2024

La crítica le da un NUEVE

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