"Antes todo era mejor"

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El día en el que sus padres se enteraron de que su hijo Michel era el primero de la clase, su padre le dijo: «¿Entonces es que quieres convertirte en un señor? ¡Si eres el primero, es que quieres convertirte en un señor!». Su madre añadió, lamentándose: «Soy una gallina que ha incubado un pato».

Título: "Antes todo era mejor"

Autor: Michel Serres

Editorial: EDAF

Serres explica la actitud de sus padres remitiéndola a la idea cátara medieval de que «la ascensión social se corresponde con una ascensión hacia las potencias del mal, hacia Satanás que gobierna el mundo». Era una idea de pueblo pequeño, de cultura aislada, como lo eran a cientos en Francia, Europa y el mundo. Serres repitió a menudo, como señala en el prólogo el filósofo Miguel Morey, que él era de pueblo.

Muchas veces ha repetido Michel Serres la misma frase: "Soy de pueblo, soy del pueblo". «Mi padre era marinero, pescaba arena y guijarros en el Garona, los rompía para venderlos a los albañiles y constructores de carreteras. [...] Así que sostener la pala fue mi primer gesto. Uno de mis abuelos era campesino: sostener la hoz fue mi segundo gesto. El otro abuelo vendía aceitunas y queso en una pequeña aldea de Quercy: mi tercer trabajo fue el de tendero»".

En la Sorbona, la Johns-Hopkins, y luego en la de Stanford, donde fue profesor ordinario desde 1984, el filósofo Michel Serres dejó una huella en el pensamiento difícil de igualar. Murió hace poco, poco antes de la pandemia, y EDAF ha editado uno de esos libros pequeños que resultan grandes, porque subvierten con hechos incontestables la corriente conservadora que retrasa el progreso social, a base de mentiras y manipulación para sostener privilegios.

El pequeño libro "Antes todo era mejor" es un rosario de ironías basadas en la experiencia de un hombre que vivió 80 años.

"El crecimiento vertical de la esperanza de vida está poblando nuestro hermoso país de los que, con un pudor absurdo, solemos llamar «séniores». Yo soy uno de esos vejestorios. Como veremos, muchos de ellos idealizan su juventud. Por otra parte, niño o senil, hombre o mujer, rico o pobre, de izquierdas o derechas, creyente o ateo, norteño o sureño, bretón o picardo, alsaciano, corso o vasco, el francés refunfuña desde los tiempos de sus ancestros galos, critica, se indigna, vocifera, protesta, clama al cielo, se deja llevar por la ira. Esta última palabra adorna las portadas de nuestros periódicos al menos tres veces por semana. Esculpida en altorrelieve sobre el pilar derecho del Arco del Triunfo, en la parisina Plaza de la Estrella, la Marsellesa de Rude nos presenta unos rostros deformados por toda clase de muecas, en una expresión de la ira característica de nuestra irritable nación.

El resultado de esta suma de vejestorios y protestones, dos condiciones no excluyentes, es la densa profusión de Abuelos Cascarrabias que integran nuestra Francia. Ricos y charlatanes, estos iracundos, hoy mayoritarios, electores cada vez más decisivos y siempre dispuestos a exhibir el éxito de su existencia, no dejan de repetirle a Pulgarcita, que está en paro o tiene un contrato en prácticas y pagará durante mucho tiempo sus jubilaciones".

Serres recupera a un personaje que encarna a la juventud de su libro "Pulgarcita". El mundo ha cambiado tanto que los jóvenes deben reinventar todo: una manera de vivir, una manera de vivir juntos, instituciones, una manera de ser y de conocer.

«Y mira por dónde, "Antes" yo ya estaba aquí, así que puedo dar mi opinión de experto. Aquí está.

Antes, nos gobernaban Mussolini y Franco, Hitler, Lenin y Stalin, Mao, Pol Pot, Ceausescu; todos grandes tipos, refinados especialistas en campos de exterminio, torturas, ejecuciones sumarias, guerras, depuraciones. Cualquier presidente democrático palidece ante tan ilustres actores, salvo cuando obliga al vencido a firmar el humillante Tratado de Versalles, cuando lanza cientos de bombarderos sobre Dresde o cuando deja caer bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki para matar a los civiles por irradiación.

Este siglo XX político marcó nuestra infancia. ¿Cuántos himnos tuvimos que cantar ante la bandera? ¿Cuántos desfiles nos obligaron a seguir, de niños, para festejar a unos títeres que cambiaban de opinión al albur de las victorias o las derrotas? ¿A cuántas mentiras estuvimos expuestos? ¿A cuántos torturados oímos gritar, cuántos cadáveres de amigos vimos en las zanjas?".

Serres va repasando y contrastando multitud de elementos y aspectos de la vida en el siglo XX. Guerra y paz... Ideologías... Enfermedades... Vida y muerte... Intensivos y paliativos. Limpieza, higiene... Mujeres... Hombres en el trabajo... El vertedero de herramientas... Lavanderas y palas... Grúa... Rey de la redecilla antimoscas... La espalda campesina... Internados... Los viajes ordinarios... Comunicaciones... Concentraciones y distribución... Procedencia alimentaria... Lengua y acentos... Vestimenta y cama... Sexualidad... El hada electricidad... Fealdad y belleza... Hablábamos los unos con los otros mientras esperábamos... Los medios... Da capo: regreso a lo político... Grandeza de las especies... Pequeñez... La ola que lo trajo retrocede espantada...

En cada caso Serres nos relata una anécdota, una historia personal, un dato, que se van acumulando hasta hacer inevitable una conclusión.

Valga este ejemplo tan pequeño como el propio libro:

"¡Ah! ¡La procedencia! Entonces sabíamos perfectamente de dónde venía el jamón: cada invierno, matábamos un cerdo, previamente engordado en la granja de Poulére. Lo colgábamos por las patas traseras y sus deplorables gruñidos retumbaban en toda la casa. Tras varios meses en el sótano, colgado también él, usábamos un cuchillo puntiagudo para encontrar los gusanos del jamón, entre el hueso y la grasa, e intentar desalojar a nuestra competencia directa en la manducación de la carne. ¿Quién puede negar que su presencia preservaba la biodiversidad, por no decir que la favorecía?".

O este otro:

"En París, antes de presentarme ante cualquier ventanilla, en Correos, una estación o el teatro, tenía que entrenar largamente para pronunciar las palabras con el suficiente acento «francés» como para que se dignasen acceder a mi demanda sin troncharse de risa antes, como hace todo el mundo en Londres, Cardiff o Edimburgo cuando cambia de Gran Bretaña, o en Milán y Brindisi, cuando cambia de Italia. No estoy seguro de que un árabe, un inmigrante africano o un rumano que aún tropieza con las palabras se sientan, hoy, más humillados de lo que yo me sentía entonces. Pulgarcita tiene el oído más diferencial que los abuelos de antaño, que refunfuñaban cuando me oían.

Durante la defensa de una tesis, en la Sorbona, presencié cómo los miembros del tribunal hacían que la asistencia se riera del examinando, por lo demás, experto mundial en su materia, a costa de su acento quebequense. Los doctores parisinos trataban al erudito canadiense de indio de las praderas".

Serres resulta un filósofo estimulante, de los que hablan de nuestras vidas y formas de pensar o discurrir.... una corriente filosófica francesa nacida en las últimas décadas del siglo pasado, alejada de planteamientos más teóricos y estructurales. La conclusión de su libro es que no vamos a eliminar a los ignorantes por voluntad propia, los oportunistas y aprovechados, pero deberíamos intentar que no nos gobiernen... y confía en Pulgarcita para lograrlo.

Carlos López-Tapia

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