“Atenea”, el polvorín de los olvidados en la Francia más polarizada

“Atenea”, el polvorín de los olvidados en la Francia más polarizada

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Querido Teo:

Con título que hace referencia a la mitología griega se presenta “Atenea”, una de las cintas más intensas de la temporada desde que se estrenó en el Festival de Venecia 2022 y que arroja algunas de las escenas más impactantes del año más allá de ese poderoso plano secuencia inicial que es el alarde técnico que más se ha destacado de la película. Tras un buen número de cortos y videoclips Romain Gavras potencia la celeridad de la imagen en una cinta que pone el foco en un drama familiar desarrollado en un entorno convulso como el del París de la periferia, un auténtico polvorín en el que la chispa puede hacer estallar todo en el momento menos pensado. Una apuesta que puede verse en Netflix.

“Atenea” muestra una guerra de guerrillas avivada por el odio, la confrontación, la miseria y la indignación. La de unos jóvenes, asentados en la marginalidad de los barrios de la “balieu” muy distintos al París de postal, abandonados por el sistema y acostumbrados a agachar la cabeza frente a él. Un lugar sin ley e ingobernable en el que, a día de hoy, sólo se puede aspirar a la permanencia de una tensa calma y que el avispero no se mueva demasiado porque todos tienen las de perder. Una lucha descarnada que se aleja del punto de inflexión que supuso la Revolución Francia de 1789 y también de la intelectualidad romántica del Mayo de 1968. Ahora no es otra cosa que pura supervivencia en la que la sinrazón y la violencia sustituyen a la tolerancia y la concordia.

15 minutos iniciales prodigiosos parten de un anuncio en rueda de prensa en frente de una comisaría, concretamente el de la muerte de un joven de origen árabe de 13 años tras un ataque perpetrado por unos hombres vestidos de policías. A raíz de ahí se desata el caos con la explosión de un cóctel molotov, la invasión en la comisaria destrozando todo el mobiliario, el robo de una furgoneta policial y una carrera vertiginosa que desemboca en un edificio que se erige imperioso como trinchera frente a los antidisturbios. Un bastión desde el que alzar la voz enfurecida de unos jóvenes desesperanzados que han sido avivados por las soflamas del airado hermano de la víctima, el cual pide violencia como respuesta a la violencia y asesinato como reacción al asesinato hasta que se le faciliten los nombres de los causantes de esa muerte.

Imágenes que no se olvidan y que, además de su prólogo vertiginoso y acrobático, nos llevan también al movimiento en forma de caparazón con el que los antidisturbios pretenden protegerse o el intercambio de palabras y miradas de esos hermanos enfrentados en un momento de máxima tensión en el que uno de ellos amenaza con incendiar el almacén en el que se ha amotinado de manera desesperada el otro. Bastan 99 minutos para que el mensaje quede claro, la experiencia sea tan agotadora como vibrante y veamos como los hechos han tocado el cariz más que de una tragedia griega de un viaje al infierno, el más auténtico por todo lo cercano que supone ver a una Francia paradigma de la libertad como el doloroso espejo de una conflictividad patente y de una forma de ver al mundo y al otro que amenaza suponer un alto peligro de contagio en el resto de países.

El tercer largometraje de Romain Gavras ha contado, entre otros, con la participación de Ladj Ly en el guión, realizador que ofreció “Los miserables” (2019) transponiendo a la actualidad las palabras de Víctor Hugo a la hora de hablar de estos barrios como auténticas selvas en las que impera la ley del más fuerte frente a guetos y chanchullos. Aquí son tres hermanos los que se introducen en el caos más absoluto envilecidos por un hecho que les hace perder la cabeza fruto del dolor. Y es que el mayor peligro que puede tener una persona frente a las demás no es otro distinto a que ésta no tenga miedo ante el hecho de no tener nada que perder.

Un trabajo inmersivo en una impresionante puesta en escena que destila ese alegato de ira que, no sin efectismos, nos lleva a un punto de no retorno del que ya no se puede salir cuando ya nada te importa y, aprovechándose de las costuras de un Estado tan inoperante e injusto como timorato y burocrático, se traslada la furia y la frustración a las calles en la que las diferencias sociales quedan al aire ya que una vez allí el nervio, la pulsión y la debacle arrasan con todo; desde vidas hasta la unidad familiar entre los que hartos de todo sólo encuentran la destrucción como respuesta frente a los que todavía, resignados, quieren agotar las vías del diálogo confiando en que todavía haya un punto de unión para volver al lugar que nunca habría permitido dibujar este panorama.

La Francia de los inmigrantes de segunda generación que, a pesar de los intentos de sus padres y de una sociedad menos acogedora de lo que se cree, han sido testigos de promesas baldías y de que nunca les haya abandonado una sensación de rechazo e indefensión por su color de piel, cultura o modo de vida. Todo pivotado en una familia argelina centrada en varios hermanos que sustentan el núcleo emocional de la historia pasando de lo individual a lo colectivo y subrayando como un mismo origen y educación puede llevar en la práctica a pensamientos y caminos muy diferentes ante las diferentes vivencias y sensaciones de cada uno.

El hermano pequeño es el fallecido tras un ataque policial y desencadenante de todo tras su viralidad en redes, siendo la inocencia la principal afectada, mientras que los demás se representan en Abdel, que ha seguido la tradición familiar en el ejército y todavía confía en la ley y el sistema, Moktar, un traficante al que no le interesa nada de ese ruido habiendo basado su vida y negocio en los trapicheos de drogas y armas, y Karim (Sami Slimame es la revelación de la película) que se erige como líder juvenil de esa resistencia que ya no teme a nada, melena al viento y a pecho descubierto, y que se ha deshumanizado queriendo sólo poner en práctica su sentido justicia a partir de disparos, saqueos, persecuciones y sangre. Asestando un golpe definitivo al representar a muchos otros que ya no conciben que haya marcha atrás.

“Atenea” es un barrio ficticio pero tan representativo de una realidad que el cine ha difundido con Francia que no ha sabido atajar esta situación mientras se acrecientan las revueltas, aumentan las desigualdades y avanza la extrema derecha teniendo vía libre para aprovechar así para dar rienda suelta a discursos xenófobos que cada vez calan más en la ciudadanía ante la sensación de inseguridad reinante, jalonada en la película con poderosas imágenes y las voces de un coro griego que conforman un lamento que asemeja a este escenario oscuro, sólo iluminado por las llamas, reflejos y explosiones, como un auténtico purgatorio.

“Atenea” se desarrolla en tiempo real aumentando esa sensación de angustia en un motín de resistencia nada idealizado entre grandes bloques de edificios abandonados mientras se oyen en las radios y televisiones el morbo mediático ante el estallido de lo que es calificado como una Guerra Civil y que se convierte en una patata gigante creciente a punto de estallar definitivamente de cara a un sistema que no parece tener un plan B ni para contribuir a calmar la situación ni para ser capaz a encauzarla en el caso de que la tensión latente se manifieste definitivamente.

Una violencia incontrolable tanto para los que la padecen como los que la desencadenan en el que las víctimas sometidas se desbocan frente a años de miedo ante los que han ejercido con fuerza y abuso la ley. Un propósito que pierde pronto su justificación cuando todo un país se queda en jaque y un futuro todavía más sombrío en el que pueden colarse auténticos parias desquiciados que aprovechan las aguas revueltas para desde ahí amoldar su perturbación e incluso poder, a través de la vía de en medio, abrasarlo todo desde esa barricada en forma de castillo en apariencia y que en la práctica es una peligrosa ratonera.

Una acción que no oculta su propósito de denuncia, de alerta al quedar en nuestra mano qué vía tomar, pero que no toma partido ni subraya bandos ya que todos son víctimas dentro de ese coliseo romano en el que se despedazan como fieras sobre una sonata en clave de horror. Aquellos que comparten muchas cosas pero que los que mandan, promotores que sacan partido de esas desigualdades, han tenido la pericia de enfrentar entre sí mientras ellos siguen protegidos por un estado que no sólo ha tirado la toalla al respecto sino que tiene claro que al que tiene que amparar es al que marca el compás poniendo el cheque y no aquellos que son los que pagan las facturas y se sacan los ojos en las cloacas parisinas en las que sólo la luz de esos fuegos artificiales otorgan una ficticia resolución de belleza.

“Los miserables” de Ladj Ly y “Nuevo orden” de Michel Franco conectan en una cinta que zarandea al espectador y le convierte en testigo de la rabia desatada con una puesta en escena que apabulla, indigna, acongoja y emociona. Una intriga que atrapa en su parte más lúdica y visual pero que conmociona y revuelve en su vertiente de denuncia y de aviso a navegantes en una medida anarquía formal que angustia pero que se erige como uno de los ejercicios más estimulantes y pertinentes vistos recientemente y que permanecen en la cabeza golpeando la conciencia en el retrato de una sociedad arrasada anímica y físicamente, ya incapaz de apoyarse a lo constructivo y que, tristemente sin remedio, se dirige a la deriva.

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Nacho Gonzalo

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