"Materia oscura"

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El cine popular mantiene deudas con muchos personajes históricos. La mayor es con Isaac Newton, el hombre que abrió la puerta al Siglo de las Luces. Cuando en Marzo de este año la editorial Guadalmazán publicó "Matemáticas de cine" de José María Sorando, el autor tan sólo pudo referenciar un documental de la BBC, "Newton, el último mago", producido en 2013, y no especialmente destacable salvo por el hecho de ser único en su especie en la pantalla reciente. Galileo tiene un par de películas, y es difícil de entender que Newton esté desaparecido en la Historia del cine. ¿Será la pantalla pequeña, que va dejando de serlo, quien salde una cuenta pendiente durante más de cien años? Philip Kerr es uno de los autores más leídos y respetados del género negro, entre su obra, más de treinta libros, destaca la serie de catorce entregas dedicadas al detective Bernie Gunther, y ahora tenemos la ocasión de leer lo que hizo con Newton.

Título: "Materia oscura"

Autor: Philip Kerr

Editorial: Salamandra Black

"A la mañana siguiente subí en el puente de Londres a una chalana que me llevó al muelle de los Edificios de York. Al desembarcar, mis compañeros de viaje y yo nos encontramos con los peldaños llenos de barro y cubiertos por una capa de hielo. Me quejé a los barqueros por no haber echado sal para evitar la helada; no era justo que los pasajeros se jugaran la vida o se arriesgaran a partirse una pierna por culpa de su dejadez. Al oírme, los barqueros, hombres robustos y curtidos, se echaron a reír y yo, aún resentido por los acontecimientos de la noche anterior (pues temía haber sido el blanco de una broma de los artilleros), hice ademán de desenvainar la espada, pero en ese momento vi a mi patrón junto al depósito de agua y renuncié a pincharles el culo.

— Ha hecho bien en contenerse —me dijo Newton cuando llegué sano y salvo al malecón—, pues no hay hombres más ingobernables en todo Londres. Por lo general son abstemios, ya que un barquero borracho no sería muy de fiar, pero aun así pueden resultar sumamente violentos. Si hubiera desenvainado la espada, habría acabado en el río casi con toda seguridad. Después de siete años como aprendiz, un barquero se vuelve muy terco en la defensa de sus derechos y se sabe al dedillo las tareas que le corresponden, las cuales, por desgracia, no incluyen la limpieza de los embarcaderos. Y es que el Támesis, como tiene mareas, se burlaría de todo el que tratara de barrer esos escalones para retirar el barro. Ha habido marea alta apenas una hora antes de que llegara.

Molesto por el sermón que acababa de endosarme Newton, le contesté que no tenía ni idea de que supiera tanto sobre los barqueros londinenses y las mareas que afectaban a su trabajo.

— De los barqueros sólo sé lo que sabe la mayoría de la gente sobre todos los trabajadores de Londres —contestó esbozando una sonrisa—: que son una plaga. Pero de las mareas sí sé muchas cosas. Resulta que fui yo el primero en explicarlas.

Durante el breve trayecto en coche hasta el mayo del Strand, Newton pasó a detallar cómo, mediante proposiciones matemáticas, había inferido los movimientos de los planetas, los cometas, la Luna y el mar.

— Entonces ¿el efecto gravitacional de la Luna es lo que provoca las mareas? —pregunté resumiendo su larga explicación de ese fenómeno celeste; el doctor asintió—. ¿Y todo eso se le reveló con la caída de una manzana?

— En realidad fue un higo, pero no soporto su sabor, mientras que por las manzanas siento debilidad. La idea de que la fruta que más detesto del mundo me hubiera hecho comprender cómo funciona ese mismo mundo me resultaba intolerable. Además, aquello fue sólo el germen de la idea. Recuerdo que, al ver cómo la fuerza de la gravedad llegaba hasta la copa de un árbol, me pregunté hasta dónde podría llegar. Y así comprendí que el único límite era el tamaño de los cuerpos mismos.

Estaba claro que Newton no veía el mundo como los demás mortales y me sentí un privilegiado por la confianza que en mí depositaba un personaje tan eminente. Tal vez empezaba a entender un poco la magnitud de su mente, pero aquello también ponía de manifiesto que mi incapacidad para comprender cabalmente sus teorías estaba impidiendo que mi patrón y yo fuéramos amigos. El río de conocimientos y virtudes intelectuales que nos separaba era tan ancho que yo me sentía como un mono contemplando extasiado a un ser humano. Era un paradigma en todos los sentidos, una piedra de toque capaz de poner a prueba el oro o de separar el bien del mal".

Con este lenguaje narra su aventura Christopher Ellis, personaje histórico tan real como el propio Newton, pero del que se sabe tan poco como para que Kerr haya podido dotarlo de lo necesario para convertirse en el Watson del gran matemático, cuyas dotes de observación nos remiten a Holmes.

A finales de 1696, Christopher Ellis es enviado a la Torre de Londres, aunque no como prisionero. Gracias a un giro del destino, este joven aficionado a las mujeres y los naipes se convirtió en el nuevo ayudante de Newton, ya sabio renombrado que, como administrador de la Real Casa de la Moneda, ha aceptado el encargo de perseguir a los falsificadores que amenazan con derrumbar la economía inglesa, en un momento crítico porque se está sustituyendo la moneda antigua por una nueva, y el oro y la plata que le dan valor han de ser fiables en peso y cantidad para tener la confianza de la población.

Con la perspicacia de Newton y la habilidad de Ellis con la espada, la pareja se dispone a capturar a los excelentes falsificadores, en especial de la moneda más cara, la guinea de oro. Sus pesquisas los conducen hasta un mensaje codificado sobre un cadáver hallado en el pequeño zoo real instalado en la llamada Torre de los Leones. A medida que aumenta el número de asesinados, se irá revelando una conspiración que pretende hundir al gobierno y acabar con sus vidas.

Kerr tiene la solidez de los mejores escritores de novela histórica y se ha empapado de la mejor biografía escrita sobre Newton, la de Richard Westfall, para mantener la verosimilitud, al tiempo que nos lleva por un Londres tan realista como sórdido. La visita a un local donde circula el opio y se practica el sadomasoquismo es difícil de olvidar. La muerte de Newton en la primavera de 1927 fue un acontecimiento publicado por las gacetas más difundidas del momento. The Political State of Great Britain dedicó tres páginas a un encomio que resumía la posición que ocupó Newton en Inglaterra, al denominarle «el más grande de los filósofos, gloria de la nación británica». Un «poema consagrado a la memoria de Sir Isaac Newton», tuvo hasta cinco ediciones antes de que finalizase el año. Su féretro se expuso en la Cámara de Jerusalén de la Abadía de Westminster, en donde fue enterrado después ocupando un lugar destacado en la nave central. El diácono y el capítulo abacial habían denegado a menudo ese lugar incluso a los nobles más señalados.

Varios miembros de la Royal Society, los que tenían el mayor grado de nobleza, portaron el féretro; el Obispo de Rochester ofició la ceremonia. Su monumento queda hoy algo oculto, semienvuelto y difícil de ver, pero en su momento fue una explosión barroca digna de un discípulo de Bernini, con querubines que ostentan emblemas de los descubrimientos de Newton, con el propio Newton en posición reclinada y una figura femenina que representa a la Astronomía, la reina de las ciencias, sentada y llorosa sobre un globo terráqueo que corona el conjunto. Lo mismo sucede con la inscripción, que concluye con la exhortación siguiente: «Que los mortales se alborocen de que llegara a existir tan gran ornamento de la raza humana».

Todo fue muy merecido por lo que se refiere a su grandeza intelectual, pero al mismo tiempo Newton tiene tantas sombras, tantos defectos de carácter, llegó a ser tan débilmente "humano" en muchos aspectos de su personalidad, que le hacen un personaje atractivo para cualquier actor que tenga la oportunidad de encarnarlo, cuando la pantalla por fin le haga justicia con una buena serie o una gran película. Philip Kerr se la hizo con un thriller bien documentado y muy entretenido hace algunos años y ahora ha llegado su traducción.

Carlos López-Tapia

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