Richard Burton, un siglo de luz y de sombra

Richard Burton, un siglo de luz y de sombra

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Querido primo Teo:

Cien años después de su nacimiento, Richard Burton sigue imponiéndose como una figura hecha de contrastes, fascinación y tragedia, un actor de talento descomunal cuya presencia en pantalla convertía cada frase en un acontecimiento y cuya voz (grave, lírica, inimitable) parecía esculpir a sus personajes desde dentro. Alumno aventajado de la tradición shakesperiana, supo llevar esa intensidad al cine con una naturalidad que lo hizo inolvidable, incluso cuando las películas no estaban a su altura. Pero su grandeza interpretativa convivió siempre con la vorágine de una vida expuesta al escrutinio público, marcada por su relación tan tempestuosa como magnética con Elizabeth Taylor, ese matrimonio convertido en espectáculo global que alimentó titulares, escándalos y una mitología irrepetible. Burton encarnó así una paradoja luminosa: el genio que aspiraba a la pureza del arte y el hombre vulnerable atrapado por sus excesos y pasiones, una figura que aún hoy deslumbra por la misma mezcla de intensidad, fragilidad y fuego que lo convirtió en leyenda.

Su vida, desde sus primeros días en la aldea minera de Pontrhydyfen en Gales, parecía destinada al anonimato del carbón: duodécimo hijo de trece hermanos de una familia asfixiada por la precariedad, con un padre alcohólico y una infancia marcada por el frío y la escasez.

Que aquel muchacho llamado Richard Jenkins acabara convirtiéndose en uno de los actores más imponentes de su tiempo sólo puede comprenderse como el resultado de una conjunción de talento, voluntad y providencia, encarnada en la figura del maestro Philip Burton, quien lo guió, lo formó y finalmente le dio su apellido como contaba de manera amena y emotiva la cinta "Mr. Burton" (2024).

Antes de dominar los escenarios y las pantallas, Burton dominó algo más primario: la voz. Su voz, grave, resonante, casi mineral, era ya un destino. Con ella podía convertir una frase cotidiana en un acto teatral, y una línea de Shakespeare en un acontecimiento emocional. Elizabeth Taylor, que conoció como nadie sus luces y sombras, decía que esa voz era “una de sus más irresistibles armas de seducción”, y basta escucharlo unos segundos para comprender que no exageraba.

Esa voz fue clave en el atronador éxito del musical "Camelot" por el que ganó el Tony en 1961. La musicalidad de Burton, su fraseo hipnótico, la cadencia que parecía brotar desde lo más profundo de la tierra galesa, lo convertían en un actor que no sólo interpretaba: envolvía. 

Su carrera se desarrolló en un territorio fronterizo donde casi nadie ha podido asentarse con la misma naturalidad. Era heredero legítimo del clasicismo teatral británico, capaz de levantar a Shakespeare con una majestuosidad que tenía algo de catedral y algo de incendios. Pero, al mismo tiempo, era un intérprete perfectamente moderno, una presencia intensamente humana que el Hollywood de la posguerra necesitaba para romper su propia rigidez. En Burton convivían el príncipe y el obrero, la disciplina del actor formado en el rigor del verso y la furia del hombre que cargaba con sus propios precipicios.

Resulta imposible hablar de él sin mencionar su tormentosa relación con la gloria. Pocas trayectorias han estado tan asociadas al Oscar y, paradójicamente, tan lejos de él. Burton fue nominado siete veces, por trabajos que hoy se consideran esenciales; desde "Mi prima Rachel" (1952) y "La túnica sagrada" (1953) hasta sus interpretaciones monumentales en "Becket" (1964), "El espía que surgió del frío" (1965), "¿Quién teme a Virginia Woolf?" (1966), "Ana de los mil días" (1969) y "Equus" (1977).

Pudo ganar en más de una ocasión, especialmente por su descomposición emocional en la adaptación de la obra de Edward Albee o por la hondura de su arzobispo atormentado en "Becket". Sin embargo, la Academia nunca llegó a coronarlo. Tal vez fuera el puritanismo de la época, tal vez su vida personal excesiva, tal vez el ruido que lo rodeaba. Lo cierto es que su ausencia en el palmarés terminó reforzando la sensación de que pertenecía a esa estirpe de artistas cuyo valor trasciende los premios.

Y si hubo ruido en su vida, gran parte de él lo produjo su relación con Elizabeth Taylor. Juntos redefinieron la noción de fama en la segunda mitad del siglo XX, convirtiéndose en una pareja que parecía salida de un mito antiguo, hecha de deseo, tormenta, reconciliaciones imposibles y una intimidad expuesta al escrutinio internacional.

Su amor fue a la vez combustible creativo y camino hacia el abismo. Taylor encontró en Burton al compañero ideal para la grandeza y para el desastre. Él encontró en ella un espejo que devolvía magnificada su vulnerabilidad y su arrogancia, su inteligencia y su fragilidad. Entre ambos inventaron una forma de celebridad que hoy es norma.

La grandeza artística de Burton convivió siempre con sus demonios. El alcohol, al que recurría para silenciar lo que él llamaba “el animal interior”, terminó ganándole terreno. A veces parecía que bebía para escapar de su propio talento, para acallar esa voz que lo convertía en alguien demasiado consciente de sí mismo.

Y, aun así, incluso en sus momentos más oscuros, cuando la salud empezaba a quebrarse y la energía ya no era la de sus años de fuego, seguía siendo capaz de una densidad interpretativa que otros actores sólo podían intentar imitar. Su última película, "1984", ofrece la imagen de un hombre agotado pero lúcido, un artista que entiende que está despidiéndose y aun así cumple con la verdad de su oficio.

Esa vida de excesos terminó cobrándole un precio inevitable: el 5 de agosto de 1984 Richard Burton murió con apenas 58 años, víctima de una hemorragia cerebral, en Céligny, Suiza, un refugio que había elegido para escapar del frenesí de la fama y buscar cierta paz. Su partida prematura puso fin a una existencia marcada por el deslumbramiento y la autodestrucción, dejando tras de sí la imagen de un hombre cuya intensidad, tanto en la vida como en el escenario, nunca conoció límites. 

Hoy, un siglo después de su nacimiento, Richard Burton sigue brillando como un gigante de luz y sombra. Su figura no necesita del Oscar que nunca obtuvo. Su legado está en su voz que aún resuena, en sus interpretaciones que siguen vivas, en su capacidad para transformar cada palabra en una experiencia sensorial. Fue un hombre desbordado por sus dones y condenado por ellos, un intérprete que convirtió la fragilidad humana en una forma de grandeza. Su fuego permanece.

Mary Carmen Rodríguez 

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