Conexión Oscar 2026: “Hamnet”, el poder catártico del arte como elemento de unión para afrontar un duelo compartido
Querido Teo:
La SEMINCI de Valladolid ha vuelto a ser por segundo año consecutivo un obligado peregrinaje en la carrera al Oscar. Si el año pasado el equipo de José Luis Cienfuegos ofreció el primer pase en España de "The brutalist", en un momento en el que la cinta de Brady Corbet avivada por la expectación era considerada la novena maravilla del mundo, y porqué no la primera si tenemos en cuenta el formato de VistaVision, en esta ocasión han repetido la jugada con la película más deseada del momento y que hasta ahora sólo había pasado por Telluride, Toronto y Londres. "Hamnet" ha sido el plato fuerte como proyección especial de la 70ª edición del Festival de Valladolid con coches, autobuses y trenes en dirección al Centro Cultural Miguel Delibes que, si bien no deja de ser un escenario algo anticlimático al ser un auditorio y no una sala de cine o un teatro, ha sido el lugar en el que vivir uno de esos éxtasis fílmicos que tardan en olvidarse por la emoción arrebatadora que desprenden y en la que nos hemos sentido como ese público del Globe skakesperiano extendiendo nuestras manos ante un sentimiento que traspasa y que deriva en un mar de sollozos y moqueos.
“Hamnet” es la adaptación de la novela de Maggie O’Farrell, una de las más celebradas de la literatura reciente y el regreso de Chloé Zhao tras el Oscar de "Nomadland" en 2021 (si exceptuamos su concesión comercial a Marvel no terminando de cuajar su personal estilo con este universo de superhéroes). Siendo un proyecto apadrinado por Steven Spielberg y Sam Mendes como productores (que inicialmente fueron previstos para asumir el rol detrás de las cámaras) la cinta logra no traicionar a la personalidad sensorial y poética de la directora pero sí que deja patente la sombra de un Spielberg que ha sabido como nadie, a lo largo de su carrera, jugar con el lenguaje cinematográfico como experiencia y vehículo de emociones.
“Hamnet” es el procesamiento del duelo por la pérdida de un hijo. El que viven William Shakespeare (cuyo nombre no es mencionado hasta el final de la película cuando ya se ha forjado como autor) y su mujer Agnes por su hijo de 11 años, víctima de la Peste Negra, durante la década de 1850 en Stratford. La cinta parte del enamoramiento entre ambos en un entorno agreste, entre campos y huertos, cocinas y alcobas, pórticos y ventanas, y marcado por la tradición, el rito, la leyenda e, incluso, la brujería representado en una Agnes asilvestrada y libre (no hay más que ver su presentación en la película tumbada en el bosque en posición fetal), sobre la que sigue pesando la muerte de su madre, que termina cautivando a un joven más interesado en el arte y en la naturaleza que en el oficio y la maña técnica.
Una relación que se encuentra los consabidos reparos familiares pero que se sustenta en el hecho de abrirse al corazón, modo de vivir mamado con convencimiento por la joven Agnes desde la infancia, y que partiendo de la atracción juvenil primaria derivará en un matrimonio sólido con tres hijos. Uno de ellos es Hamnet, querubín con desparpajo y con gran conexión emocional con su hermana melliza.
Es precisamente la sutil y conmovedora relación entre ambos la que genera algunos de los volteos emocionales en la cinta tal y como sucede en la escena del parto de los mellizos (un prodigio de planificación formal, sonora e interpretativa que eleva el plano a lo pictórico) o aquella en la que la enfermedad entra de lleno para ensombrecer la felicidad familiar y para que el miedo a la muerte, tanto por lo ya vivido como por aquello que no se quiere ni siquiera pensar, resurja, aceche y golpee.
Sin entrar en más detalles sobre el argumento decir que “Hamnet” es una proeza que aúna sensibilidad y fatalidad enarbolando el poder catártico del arte a la hora de afrontar un duelo y, de esa manera, también el poder dejar ir a la persona querida. Un peaje en el que la desolación da paso al reproche cuando la ausencia del padre por sus compromisos profesionales en Londres (mucho más explayada en la novela que en una cinta en el que la sensación de abandona no es tal) termina siendo justificada cuando implica la creación de una obra que será la única manera que sabe ese padre, no sólo fustigado por el dolor sino roído por la culpa por no poder ser el padre de familia que ahuyente a los peligros de los suyos, de poder decir lo que hubiera querido expresar o, simplemente, utilizarlo como bálsamo por no poder haber estado allí.
Todo ello derivado en un poderoso acto final de 20 minutos en el que la realidad y la ficción se dan la mano. Un joven actor con el reto de dar vida al príncipe Hamlet que, a su vez, es la proyección de lo que hubiera querido ser el pequeño Hamnet pero también el puente para que esa madre vuelva a mirar de frente a su marido, lo entienda y se compadezca, y deje de instalarse en el reproche y en la rabia y la frustración de aquello perdido para, sin perder nunca el vacío ni el afecto sentido, sí que tener la generosidad para dejar ir al ser querido. Aquel enjaulado por el drama y las penas de unos padres que nunca serán los mismos pero que tampoco favorecen al recuerdo del pequeño bañando cada evocación suya de la negritud del lamento y la desesperación.
La poderosa música de Max Richter (que después de “Hamnet” debería jubilar por siempre el uso del On the nature of daylight que creó en 2004 con el que lleva dos décadas destrozando corazones en películas y series) es el lazo perfecto para una secuencia que encuentra en el teatro un espíritu de comunión y conexión que lleva a que las almas de diversas personas desconocidas puedan conectar y sentirse como una sola ante el reconocimiento de una experiencia, un dolor o una necesidad de resurgir que es compartida.
Una vía hacia un éxtasis de liberación sanando en parte una herida que siempre dejará su rastro pero, que al menos, podrá ser cerrada ante el amor de los que se quedan, el recuerdo de nuestros muertos y la capacidad que tiene el arte, entre mitologías, príncipes, fantasmas y luchas de espadas, y a través de historias de amor y venganza, para conectar con partes de nosotros que incluso desconocíamos.
No por esperado deja de ser sorprendente y elogiable el portentoso retrato que hace Jessie Buckley de una mujer despreocupada en apariencia, que quiere vivir según sus reglas en una comunidad cerrada con muchos dimes y diretes que incluso por su origen la tilda de ser hija de una bruja, pero que descubre el amor conyugal, bañado de pasión, confianza y gratitud, pero también el maternal salpicado de ese deber y ese espíritu de protección que hace querer salvar a los suyos de cualquier fatalidad. Todo ello aunque la tragedia siempre sobrevuele bien sea en una premonición sobre el hecho de tener el convencimiento de que en su lecho de muerte sólo tendrá dos hijos a su lado o confiar en que para todo aquel que muere (persona, animal o planta) hay vida más allá de la terrenal.
Una Jessie Buckley deslumbrante y colosal que ya tiene el Oscar esperándole y que transmite fuerza y personalidad para definitivamente arrebatarnos en ese desenlace conforme va fluyendo su mirada ante lo que ve en el escenario pasando de la indignación a la más absoluta rendición, de la confusión a la fascinación, viéndose en un espejo con el que el arte es capaz de ponerle ante sí como definición de aquello que hace que éste sea capaz de verbalizar o expresar palabras y emociones que la vida es incapaz de poder extraer de manera natural, inspirada y necesaria.
En clave de Oscar el hecho de promocionar a Paul Mescal como actor de reparto se antoja como una decisión pragmática pero poco arriesgada y consecuente. Si bien la ausencia de su personaje es más notoria en la novela, aquí ese joven que después conoceremos que es William Shakespeare está presente desde el primer hasta el último momento de la cinta, siempre complementándose con una poderosa Jessie Buckley. La habitual presencia magnética del actor (que le ha hecho ser objeto de deseo en redes) aquí se reafirma con un talento actoral que le hace definir y consolidar el que es su mejor y más complejo trabajo.
Un joven incomprendido por su familia, un amante enamorado, un padre devoto que no quiere repetir los errores cometidos por el suyo y un autor en ciernes que quiere estar a la altura de lo que espera de sí mismo, de la recepción del público pero, sobre todo, de ese hijo del que tantas palabras quedaron por decir y tantas vivencias por vivir siendo ahora el arte la manera que tiene de poder escribirlas y definirlas. Todo ello es lo que aborda un Paul Mescal que imprime al personaje de las mejores dotes de la teatralidad interpretativa que habitualmente ha acuñado el oficio de los actores anglosajones curtidos en las tablas.
Una interpretación que cada vez puede crecer más en la carrera de premios por todo a lo que es capaz de llegar yendo más allá de ser una sombra del catalizador personaje de Agnes como algunos quisieron vender. El proceso de un duelo que se vive de distinta manera pero de manera compartida y que encontrará en la cultura la capacidad de tender un puente sobre el vacío que sienten.
Emily Watson vuelve a demostrar porqué fue una de las actrices británicas más solicitadas de la década de los 90 en un personaje que sabe ir más allá de la antipatía inicial y el cliché en el que podría caer (por segunda vez ejerciendo de madre de Paul Mescal al igual que en la recomendable “Criaturas de Dios” de 2022) y construyendo con el paso del metraje una relación de complicidad con su nuera.
Dos mujeres unidas por un mismo hombre (hijo de una y marido de la otra) pero que, sin tener un lazo de sangre, sí que tejen un afecto nacido de reconocerse la una en la otra en un ejercicio de sororidad que no necesita de alegatos sino de apoyo y comprensión sin enjuiciamientos y de simplemente el estar ayudándose entre sí a saltar los baches por los que les lleva la vida cuando los hombres no están y sólo se tienen a ellas para poder superar los retos.
Hay que quedarse también con el Hamnet que construye Jacobi Jupe, tanto en presencia como en recuerdo cuando éste se aviva ante una dirección de casting que merece todos los aplausos y que conecta a esos dos nombres superpuestos de Hamnet y Hamlet.
Una de las mejores interpretaciones infantiles del cine reciente que, a pesar de la competida categoría en actor de reparto, podría (debería) ser una de las sorpresas en más de una cita de nominaciones. Algunas escenas abordadas por Jacobi Jupe (despidiéndose de su padre o como valiente y fiel protector de su hermana tal y como prometió a su progenitor amparándose incluso a lo que le tiene preparado el destino) presentan una finura en el sentimiento y una madurez insólita para un crío que no necesita forzar su desparpajo angelical para convertirse en un robaescenas sino para darle trasfondo y razón de ser al alma de un personaje catalizador en la historia.
“Hamnet” puede pecar de obvia en algún momento, quizás con ciertas concesiones, pero engarza sus piezas en un relato inundado de cierta sensación de angustia latente entre la agreste naturaleza y el significado de metáforas y supersticiones que llevan a que el hecho de que Agnes no pueda dar a luz en el bosque debido a una inundación (como sí ocurrió en su primer parto), que el escritor se detenga ante un agujero negro en forma fosa bajo un árbol, o que los hermanos mellizos jueguen al despiste para que su padre les confunda el uno con el otro, cobre significado al igual que el proceder de un escritor que se aleja de los suyos durante un tiempo para poder llevar a cabo toda una introspección en su propio yo, abstraído del mundanal ruido y recluido en una buhardilla, que como resultado será capaz de elevar de manera definitoria a toda una platea.
“Hamnet” logra trascender en su adaptación cinematográfica, notándose que la propia escritora ejerza de coguionista, apostando más por la sobriedad y la contención en miradas y silencios que por el exceso dramático o la palabrería vacía, erigiéndose como una bella, poderosa y lírica historia, que se detiene en el vuelo de los pájaros, en el sonido de la tormenta o en el musgo del bosque, y que parte de un contexto histórico para dar dimensión humana al entorno de uno de los escritores más relevantes pero también desconocidos de toda la historia.
Más allá de su obra e iconografía aquí asistimos al desgarro de un hombre que encontró en una de sus piezas capitales su capacidad de sanar mientras, a su vez, dejaba al mundo una obra para la posteridad. La película no pretende ser un biopic sobre Shakespeare, ni sobre la relación con su esposa, sino que explora los sentimientos, a través de miradas y silencios, de unos padres ante el dolor más devastador, se llamen como se llamen, humanizando por ello una historia a la que se le dota de complejidad emocional y profunda honestidad.
Una Chloé Zhao que vuelve a lo íntimo y a lo humanista en un conjunto armonioso y profundo, tan poético como crudo, al que dota de una epicidad sensorial y llena de sensibilidad alejada de todo manierismo y que, aunque cae en ciertos efectismos (recitar la línea del “Ser o no ser, esa es la cuestión” o el grito desesperado de una madre para desperezar a aquellos espectadores que se hayan quedado en el camino) o algunos baches durante su metraje, pero siempre sembrando el terreno para afrontar su arrebatador final, sí que desmonta clichés y de aleja de los clasicismos propios del drama histórico de época.
Una de las experiencias más conmovedoras del cine reciente ante un ejemplo modélico de traslación manteniendo la esencia de la novela creada por la escritora pero también de una directora en la que encaja como un guante la manera de encarar el relato en el que la vida y la muerte se dan cita y se enfrentan para, indisociablemente, tanto desde un lado como desde el otro del escenario, no puedan dejar de entenderse la una sin la otra.
El arte como salvavidas ante la tristeza, el dolor, la desesperación y el desconsuelo. El cine, el teatro o la literatura como maneras de hacer transcender lo que es la existencia para estar más cerca de lo que hay detrás de esas grandes preguntas que se ha hecho la condición humana a lo largo de los siglos, pero también para poder entendernos a nosotros mismos y a los demás, y que se nos manifiestan en sentimientos eternos y reconocibles.
Sentimientos como ese amor que une a las personas y la capacidad de que el arte y la ficción, con sus manos tendidas uniendo ambas realidades en una común, pueda hacer sanar parte de un dolor en uno de esos momentos y esas épocas en las que es tan importante agarrarse a algo para intentar asumir lo que nos viene y, por tanto, enfrentarse al papel del destino y de las adversidades que implican en sí el hecho de estar vivo, a través (como el arte nos recuerda) tanto de la dignidad de nuestros actos y sentimientos como del amor y el recuerdo que nos dejaron los que se fueron. Una historia en forma de película que te desgarra por dentro y te rompe el corazón para luego darte la oportunidad de sanar y poder reconstruirte.
Nacho Gonzalo



































