San Sebastián 2023: Un Miyazaki que reivindica la vida, sucio groenlandés, la epopeya en los Andes narrada por Bayona y la triste y enriquecedora historia de un amor nunca materializado

San Sebastián 2023: Un Miyazaki que reivindica la vida, sucio groenlandés, la epopeya en los Andes narrada por Bayona y la triste y enriquecedora historia de un amor nunca materializado

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Querido Teo:

El Festival de San Sebastián ha iniciado su 71ª edición combatiendo siempre con los avatares del destino. Si se vino de ediciones marcadas por la crisis económica y otras por la pandemia en esta ocasión es la huelga de Hollywood la que ha afectado a un festival que, si bien no tiene dependencia de las grandes estrellas, sí que es verdad que pierde factor mediático sin ellas. Es el cine el que tendrá que hablar por sí mismo en una programación que, sobre el papel, arroja grandes expectativas sirviendo de preámbulo a una temporada que ya se vislumbra llena de gran cine.

“El chico y la garza” (Hayao Miyazaki) // Sección Oficial (Inauguración – Fuera de concurso)

Cuando se anunció que "El chico y la garza" sería la película inaugural del Festival de San Sebastián 2023 no sólo nos encontrábamos ante la percha perfecta para el que finalmente ha sido el primer premio Donostia de esta edición sino también ante la posibilidad de tener la mejor apertura de San Sebastián en una década más o menos. Así ha sido ya que el regreso del genio japonés nos trae no sólo una recopilación de sus grandes éxitos (en forma de temáticas y de primor característico en el detalle animado) sino todo un viaje por una relación maternofilial marcada por la ausencia, la rabia y el sentimiento de culpa en una historia de dolor, pérdida, legado y amistad sobre un niño que se erige en rebeldía ante la tragedia. Una apuesta que va directa al lagrimal y que visual y musicalmente es preciosa.

A sus 82 años el regreso de Hayao Miyazaki no se queda en la alabanza de postureo por pura referencia al mito sino que está más que justificada, no sólo porque se echaba en falta su huella (una década después de su amago de despedida en “El viento se levanta”) sino porque la historia sabe conectar desde el primer minuto con lo que es una clásica historia de Miyazaki pero con la habilidad de sonar a nuevo a pesar de que vamos a encontrarnos de nuevo a un niño en viaje físico y emocional, presencias con un punto de mitología y valores como el respeto a la naturaleza, la dignidad de uno para honrar a sus mayores y, ante todo, un amor que es capaz de mover montañas por su profundidad y capacidad de sacrificio.

“El chico y la garza” comienza como un retrato de su época. El Japón de entreguerras que lleva a que un incendio en el hospital haga que Mahito, el niño de 12 años que nos ocupa, se quede sin su madre. Pronto su padre, un ocupado hombre de negocios encargado de una de las fábricas que da más trabajo en el país en el campo de la munición aérea, encuentra a otra mujer (la que era la hermana de su fallecida esposa) la cual, además de estar esperando un bebé, acoge como un hijo a este chico en la pagoda familiar cuidada por siete entrañables ancianas que con celo y mimo se hacen cargo de la casa y de los suyos. La aparición de una garza poco corriente, la cual asegura al chico que su madre está viva, será el gancho para que se desencadene toda una historia que tiene también viajes en el tiempo y la conexión espiritual de una madre y de un hijo a través del mismo.

Un viaje por la vida y la muerte en el que el chico y la garza no sólo tendrán que aprender a colaborar entre sí, a pesar de las aviesas intenciones de esa ave que pierde ínfulas y capacidad de poder cuando se queda sin una de sus plumas, ya que en juego no sólo está el lugar en el mundo de ellos mismos sino también el futuro de las criaturas que han sido víctimas de una extraña maldición que rodea al castillo del tío abuelo de la madre del chico y en el que vemos a periquitos gigantes, pelícanos voraces y la propia tía y madrastra del joven que ha quedado allí neutralizada fruto de esa maldición. A ellos se unirá también una pirata con poco que perder que sabrá dar luz a las rencillas de niño y garza para poder así llegar a puerto.

Miyazaki adapta “¿Cómo vives?”, novela escrita por Genzaburo Yoshino y publicada en 1937, que le sirve para recordar su infancia, la que le llevó a ser un “niño de la guerra” que perdió a su madre por enfermedad y que fue testigo de los convulsos años que tuvieron como protagonista a Japón en el conflicto siendo sus gentes, la población civil, sus principales víctimas. Miyazaki se ve reflejado en ese niño que ve como su ecosistema desaparece más allá de la añorada pérdida de su madre, a la que llora y con la que se arremete a sí mismo, mientras tiene que trasladarse de Tokio al Japón rural y cambiar de colegio incluso lesionándose a propósito con una piedra víctima de su ira y dolor.

Un viaje de autodescubrimiento y de aceptación de la pérdida en un necesario descenso a los infiernos para que sean reveladas las razones que dan sentido a la vida en el que la vida y la muerte son la permanente diatriba y en el que madre e hijo volverán a conectar y, de paso, dejarnos roto el corazón a lo “Petite maman” de Céline Sciamma.

“El chico y la garza” destila humanismo, ternura y magia sazonado por poderosas imágenes llenas de color que se quedan en la retina por lo que hará las delicias de todos los fieles del director y del universo Ghibli. Miyazaki puede repetirse pero su universo se expande y se reinventa con personajes, castillos y puertas en el tiempo que invitan a creer en un mundo en el que el bien se imponga al mal y en el que el respeto y el amor venza al odio y el dolor.

Su riqueza visual, su reivindicación del cariño y los lazos familiares, aquellos que dan sin pedir nada a cambio, y la espléndida música de Joe Hisaishi, hacen el resto para que Ghibli y su gran maestro vuelvan a volar bien alto dejando en paños menores a buena parte del cine animado reciente aún sin necesidad de que esta cinta sea de las mejores del Estudio. Una despedida que más que nunca es un canto a la vida.

“Kalak” (Isabella Eklöf) // Sección Oficial

La guionista de “Border” (2018) ha presentado su nuevo trabajo tanto en este campo como en el de dirección. Una cinta que, como aquella, tiene mucho de inquietante y tortuoso aunque no se necesitan trolls en esta ocasión ya que es la propia condición humana la que contribuye a generar ese desasosiego. Es lo que ocurre con Jan, un enfermero danés torturado que ha huido de su país al ser abusado sexualmente por su padre cuando sólo era un adolescente y que ha creado una nueva vida en Groenlandia con su propia familia.

Su carácter afable se contrapone con una personalidad tan desvalida como enfermiza fruto de la turbiedad de sus traumas lo que le lleva a una inestabilidad profunda tanto en su vida como en sus relaciones tras ser llamado en un conversación de bar “kalak” (término con el que se conoce tanto a un “sucio groenlandés” como a un “verdadero groenlandés”) lo que le hará emerger también sus instintos primarios conectando con ex pacientes y lugareñas más allá de su estable familia formada por su esposa y dos hijos.

Unas circunstancias en las que se confrontará el núcleo familiar que ha construido con un espíritu que le hace liberarse fomentando su faceta promiscua y cruel acentuada por la sombra de un padre (ahora también enfermo de cáncer) y su firme intención de no decepcionar y herir a los suyos aunque, sin pretenderlo directamente, no hace más que erosionar su alrededor entre canciones de Marianne Faithfull.

“Kalak” no escatima en un inicio realmente provocador y explícito (con el fin de acentuar la deriva de su personaje) y a pesar de su dispersión sabe mantener la intriga con momentos realmente tan descorazonadores como impactantes como es aquel en el que su hija pequeña es atacada por un perro (minando su faceta de protector amantísimo de los suyos) o el reencuentro de éste con su padre en el que las palabras están dispuestas a lanzarse como si fueran puñales en un momento de la vida en la que tanto uno como otro han aprendido a quitarse las caretas. Un superficial retrato de la inestabilidad emocional de un tipo que, a pesar de no perder su interés, falla por su incapacidad de concretar en una historia a la que le falta contundencia (prefiriendo tirar de morbo en vez de ahondar con esencia en el tema) y que no puede evitar el rechazo que despiertan unos personajes tan insulsos y contradictorios como esquivos y repelentes.

“La sociedad de la nieve” (Juan Antonio Bayona) // Perlas

La historia que narra Juan Antonio Bayona en su nueva incursión en el cine español (al cual regresa tras siete años de ausencia habiendo estado ocupado en Hollywood tanto en cine como televisión) nos lleva a un hecho que ya encontró su hueco en la pantalla en 1993 y que llenó titulares ante la forma en la que Frank Marshall abordó la misma abrazando las concesiones de la industria usamericana pero embelleciendo el canibalismo que permitió que los supervivientes fueran tales. Bayona afronta la historia con madurez y contundencia por su capacidad de emocionar sin forzar alejándose formalmente y en guión de efectismos sensibleros.

Es por ello que sorprende, frente a otros trabajos, su sobriedad ante la épica y superación en el que sobresale la técnica y la música. En su contra queda que sea algo larga y que el drama colectivo se coma a los personajes ya que, ante la acumulación de nombres, el suceso está por encima de la historia personal y motivaciones de cada uno de ellos, los cuales no son más que resueltos con meros esbozos sin saber apenas nada de sus personalidades y circunstancias así como de sus familias y motivaciones. Es por ello que no podemos hablar de una cinta de personajes sino de la recreación de un hecho histórico, el que supuso el brutal accidente en 1972 del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, fletado para llevar a un equipo de rugby a Chile, sobreviviendo 29 de los 45 ocupantes.

"La sociedad de la nieve" no tarda en poner las piezas en el tablero. Vemos a unos jóvenes deportistas que comparten vivencias propias de esa edad mientras hablan de fiestas, chicas y su pasión común, el deporte. Momentos de felicidad que serán recuperados a lo largo de la película para conectar con esa vida de antes de la tragedia en la que parece que el cielo es el límite fruto de cierta inconsciencia juvenil.

Ello les hace compartir equipo y viaje produciéndose un accidente recreado de manera sobresaliente en la cinta y que ya pasa a ser iconografía del cine de Bayona al nivel del tsunami de “Lo imposible”. Es por ello que, durante la proyección, el shock haya venido sucedido de un suspiro primero y de una risa nerviosa después ante el apabulle de lo visto en pantalla en el que se siente la angustia, el dolor, el frío y los sonidos de los golpes de los cuerpos azotados dentro del fuselaje.

Uno de los aciertos de la cinta es que Bayona antepone toda su pericia como realizador para dar vida y rendir tributo a los supervivientes de una historia que podría ser poco novedosa pero que supuso uno de los mayores hitos de la resistencia humana frente a las inclemencias y adversidades. No sólo la del accidente sino la escena de la avalancha supone también un apabulle lo que acaba eclipsando los momentos de mayor intimismo en el que vemos a esos personajes desde intentar poner humor como válvula de escape (haciendo rimas o teniendo charlas triviales) hasta debatir sobre los límites de la fe y la ética a la hora de tomar la decisión de utilizar los cuerpos de sus compañeros muertos como alimento en ese momento crucial en el que, ante la falta de comida, era la única vía para poder resistir durante 72 días a 4.000 metros de altura y a 30 grados bajo cero cuando la esperanza de que llegarán los equipos de rescate se diluía en el tiempo ante la ya nula confianza de su propio país en encontrarlos con vida.

“La sociedad de la nieve” es un carrusel de emociones, que van de la frustración ante cada piedra en el camino con la que se encuentran a los momentos de alivio cuando se salta una valla más en esa carrera de fondo, pero sobre todo es un alarde de cine de espectáculo con el que Bayona no renuncia a su estilo y lo hace favoreciendo la experiencia en salas, volviendo a enfrentar a la condición humana en una prueba extrema, pero sin meter las cuerdas de los violines directamente en el lagrimal. A ello contribuye una voz en off que da fuerza y se sitúa en el punto de en medio entre supervivientes y fallecidos, rindiendo tributo a ambos, y, sobre todo, a la estupenda banda sonora de Michael Giacchino que recuerda a su trabajo en “Perdidos” y que se aleja de la grandilocuencia que habitualmente han tenido las partituras del cine de Bayona.

“La sociedad de la nieve” adapta el libro de Pablo Vierci, el cual a pesar de ser amigo desde el colegio de buena parte de los ocupantes no formaba parte del equipo de rugby y, por ello, no vivió en carne propia el suceso. Una mirada en el punto justo entre la distancia y la cercanía para dar valor a la ardua empresa llevada a cabo por estos jóvenes que llevaron al límite las capacidades de sus cuerpos y sus mentes en el que cada uno se basó en la fe de diferente manera (bien fuera espiritual o humanísticamente) para poder salir de ese avión desvencijado golpeado por el frío y el viento aunque fuera también conviviendo con su sentimiento de culpa por ser ellos (y no los otros) los que finalmente vivieron.

Un film en el que hay mucho de reivindicación del ser humano, más allá de cualquier límite, en el que incluso la figura del consentimiento está presente cuando esos que se ven morir no dudan en dar su cuerpo en señal de amor y amistad para que al menos el otro sí que pueda seguir adelante. Un trabajo de equipo más allá de los campos de rugby que trascendió todo lo imaginable y que convierte a la cinta en una epopeya tan impactante y emocional como edificante e inspiradora a pesar de un guión difuso y una duración que lastra el todavía mayor impacto que hubiera tenido la película aunque ello no le vaya a privar de convertirse en uno de los títulos de la temporada tanto a nivel de industria como de público al ser uno de esos films que con todo merecimiento reciben desde su alumbramiento la categoría de evento.

“Vidas pasadas” (Celine Song) // Perlas

"Vidas pasadas" es uno de esos milagros que dignifican y dan lustre a la sección de la que forman parte. La ópera prima de Celine Song es una cinta que tiene como credencial la sensibilidad y el humanismo de un amor a través de las décadas para hablar también de temas como la soledad, el sacrificio y la emigración. Una historia que caló hondo en el Festival de Sundance 2023 (siendo adquirida por A24 para su distribución en USA) y que compitió en el Festival de Berlín 2023. Song parte de una historia autiobiográfica (casada con el guionista USA Justin Kuritzkes y también emigrada de su país natal en la infancia) para hablar de esas sensaciones que quizá sólo pueden ser transmitidas de verdad por quiénes las ha sentido.

“Vidas pasadas” es una película que arrebata y conmueve dando voz a la cotidianidad de la vida, las decisiones que se toman en determinado momento y cómo las mismas marcan por siempre el futuro de unos y otros. Lo que fue y lo que pudo ser abordándose de una manera delicada, sensible y sin falsas nostalgias. Diciendo mucho sin necesidad de expresarlo con palabras ya que nunca un “adiós” que separaría los caminos de dos personas dolió tanto y fue tan significativo. Un paso del tiempo que fluye de manera tan desoladora como enriquecedora a través de unos niños a los que el destino les parecía tener reservada una gran historia de amor pero que en la vida adulta, entre encuentros y desencuentros, nunca les llevó a convertirse en amantes a lo largo de tres actos que parecen rememorarnos también el “Más allá de las montañas” (2015) de Jia Zhang-ke bajo la cadencia del Time to say goodbye de Leonard Cohen.

“Vidas pasadas” es una película de premisa clásica pero con marcado carácter contemporáneo hablando de la emigración, el contraste cultural y las relaciones por internet. Eso lleva a que confluya un halo de vigencia, sin exceso de nostalgia pero sí de melancolía, que todavía cala más al insatisfecho, desorientado y frustrado espectador “millennial” en una historia en la que resuenan los ecos de “Breve encuentro” (1945) de David Lean, “Un hombre y una mujer” (1966) de Claude Lelouch, “Antes del amanecer” (1995) de Richard Linklater y el descorazonador final de “La la land” (2017).

Una historia de amor bella y milagrosa pero también triste y dolorosa. Un encaje de recuerdos que parte de una escena que divaga sobre lo que lleva a encontrar en un bar de Nueva York bebiendo a las 4 de la mañana a dos asiáticos (un hombre y una mujer) y un americano. ¿Quiénes son y qué les ha llevado hasta allí? La cinta se traslada 24 años atrás a Corea en el que dos críos de 10 años están en esa edad en la que su complicidad infantil se transforma en comenzar a sentir cosas el uno por el otro.

El hecho de que la familia de la niña decida emigrar a Toronto en pro de un futuro mejor (el padre es director de cine y la madre artista) hará que abruptamente se trunque lo que no sabemos que podría haber surgido y que llevará a ambos (a pesar de que tengan que obligarse a vivir su propia vida) a añorar haber tenido esa oportunidad. 12 años después internet, y con el futuro todavía por escribir, les volverá a cruzar (ella como estudiante de teatro en Nueva York y él todavía entre clases, sus padres y juergas con los amigos) y lo que hubiera podido volver a reactivarse gracias a las nuevas tecnologías volverá a ponerse en cuestión, ahora debido a la distancia geográfica y al hecho de que ninguno de los dos está en un momento de sacrificar su vida para irse detrás del otro.

12 años después ambos tendrán oportunidad de encontrarse por fin físicamente, ahora en Nueva York, pero quizá todo haya cambiado demasiado ya, teniendo que asumir las consecuencias de las decisiones tomadas, y la estabilidad de la rutina, el pragmatismo en forma de “green card”, el miedo a cambiar de vida y el paso del tiempo sea lo que una vez más les impida afrontar una relación siempre pendiente de germinar en el que no saben si lo suyo es los reflejos de lo que fue su relación en una vida pasada o siguen formando parte de un preámbulo para una vida posterior y que nunca podrá ser materializada en esta.

Es lo que ocurre principalmente en la percepción de ella, alguien que quiso romper con sus raíces para adaptarse mejor a su nueva realidad y que con la llegada de su primer amor descubre no sólo que el modo de vida y de ser característicamente coreano llama a su puerta sino que ella misma siempre será una chica más coreana y menos americana de lo que cree a pesar de las vivencias y derroteros por los que le ha llevado la vida.

Una película que desarma, conmueve y fascina sin aspavientos encandilando el cómo cuando vuelven a encontrarse aparecen los niños que fueron y que una tarde al volver de la escuela se separaron para siempre ante el inexorable paso del tiempo en el que ni internet, ni las conversaciones en un ferry, ni la añoranza siempre enterrada en uno puede ser que sea suficiente. Un viaje hacia la madurez en el que hay determinadas puertas que nunca volverán a abrirse y en el que sólo afrontar el futuro o quedar lastrado siempre por la amargura de lo que no fue. El trabajo de Greta Lee, Yoo Teo y John Magaro todavía redondea más una cronología temporal sobre los devastadores vestigios del sinsabor de una historia de amor trascendental por la conexión de dos almas gemelas pero que en la práctica nunca llegó a ser vivida.

Nacho Gonzalo

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