San Sebastián 2024: La reivindicación de Pamela Anderson, un amor sensible y el nuevo culto a la belleza de Paolo Sorrentino
Querido Teo:
"The last showgirl" ha sido la guinda del pastel de la sección oficial y desde luego no estamos ante una película menor. Gia Coppola crea un vehículo de lucimiento pero también de redención para una Pamela Anderson que, tras poner el camino para ello en el reciente documental centrado en su figura, ante uno de esos papeles que suponen la oportunidad de una vida y que no van muy a la zaga de los de Mickey Rourke en “El luchador” (2008) o Demi Moore en “La sustancia” (2024). Además también hemos podido ver "Vivir el momento" de John Crowley como película de clausura y "Parthenope" de Paolo Sorrentino en la sección Perlas.
"The last showgirl" (Gia Coppola) // Sección Oficial
Pamela Anderson conecta con mucho de sí misma dando vida a Shelley, una mujer que, tras tres décadas de carrera, padece el drama de asistir a como su modo de vida dedicado a ser bailarina está a punto de acabar cuando le comunican que el espectáculo del que ha formado parte toca a su fin. Eso le obligará no sólo a pensar en el futuro sino también a echar la vista atrás para valorar errores y poder encontrar algo para tomar impulso. Shelley ha bañado su realidad de cierta inocencia infantil, pasión por lo que hace y devoción por la gloria que le ha dado el espectáculo dentro de su nicho, pero lo que le ha supuesto una vía para sobrevivir adoptando esa visión no le servirá en un momento en el que todo en lo que ha basado su vida va a terminar.
Una película humilde, sensible y naturalista que no abraza imposturas y que respira verdad en sus interpretaciones y aprovechándose de un manejo de cámara con pulso documental captando la espontaneidad de su reparto que forma un conjunto de sororidad y resiliencia frente a la mirada machista frente a la que han tenido que combatir durante años y que ahora, cuando el cuerpo sufre los estragos de la edad y los focos se apagan, invadiendo el desengaño y la melancolía, buscan redefinirse y son más que esas mujeres objeto construidas por el deseo de los hombres. Así lo hace también una Pamela Anderson que abraza el cine “indie” y utiliza como arma su serena madurez y su propia personalidad, enarbolando una curiosidad y creatividad desconocida, más allá de la explosividad de un maquillaje sexualizante y el desdén enjuiciador tanto de hombres babosos como de mujeres de crítica dañina.
“The last showgirl” es una película sencilla y honesta que, aunque por momentos da la impresión de que no aprovecha todo su potencial, faltando mayor trama y profundidad, y se pierde en alguna subtrama con poco interés como la de la relación de reproches entre la protagonista y su hija, derivando su carácter de chica soñadora al de madre irresponsable, logra crecer gracias a su corazón y a su poder para reivindicar la humanidad que hay detrás de unas mujeres cosificadas y que, tras ser encumbradas, sufren los sinsabores de la dictadura de la imagen cuando se es mujer y mayor.
Una historia impregnada de tristeza por la decadencia de un mundo que queda atrás pero también de la fuerza de unas mujeres que no quieren resignarse en una ciudad de Las Vegas nocturna y deshumanizada. La cinta no sólo destaca por Pamela Anderson desarmando por su inocencia y determinación, ganándose el respeto del que nunca pareció digna pudiendo validarse como actriz a los 57 años tras ser engullida por el icono sexual de los 90 creado por “Los vigilantes de la playa”.
“The last showgirl” gana por la empatía de sus personajes y el íntimo retrato de unas personas en redefinición sobre unos rostros que atesoran el erotismo del que vivieron, la incertidumbre y resignación del presente y la esperanza en un futuro por escribir dejando frente a la amargura de la derrota una sensación de empoderamiento personal más allá del físico y de las miradas de los demás cuando lo que prevalece es lograr estar en paz con uno mismo y verse con satisfacción frente al espejo no necesitando la validación del mundo exterior. Una vía hacia la felicidad y la libertad que, al contrario de lo que se creyó durante todos esos años, no se encontraba en el escenario rebelándose a través de unas mujeres que intentan bracear para no caer en la invisibilidad a la que se les quiere condenar.
"Vivir el momento" (John Crowley) // Película de clausura
“Vivir el momento” es un drama introspectivo que explora la naturaleza fragmentada de las relaciones humanas, preguntándose cuánto de nuestras vidas reside en los momentos cotidianos que parecen triviales, pero que nos definen. Una historia de amor sobre los tiempos que nos cambian y los tiempos que nos hacen dirigida por John Crowley y con un guión de Nick Payne, detrás de cintas de similar perfil como "El sentido de un final" (2017) o "La última carta de amor" (2021), la película utiliza una narrativa no lineal para reflejar la discontinuidad de la memoria y las emociones.
La historia parte del encuentro fortuito tras un accidente de Tobias (Andrew Garfield), un hombre tranquilo que ya viene de un fracaso matrimonial, y Almut (Florence Pugh), una chef ambiciosa y estresada, cuya relación a lo largo de una década atraviesa la atracción pasional, las tensiones de la vida en común y la inevitabilidad de la pérdida tras un diagnóstico que transforma sus vidas.
Los protagonistas hacen digerible esta trillada historia de amor trágico que bordea el telefilm y que se pasa de intensa y cruel por sus giros melodramáticos en algunos momentos y de poética y fragmentada en otros de ello quedando la emoción sólo para algunos destellos como la escena del parto, el concurso de cocina o el patinaje en la pista de hielo gracias especialmente al empeño de los actores. Comparada con “¡Olvídate de mí!” (2004) y “(500) días juntos” (2009), por su manera de afrontar el amor maduro y las dificultades de las relaciones sentimentales, “Vivir el momento”, con sus reflexiones sobre el amor, las elecciones y la naturaleza transitoria del tiempo compartido, habla de los recuerdos que quedan, el sacrificio hacia el otro y de la finitud del tiempo, elevándose por sus interpretaciones y su capacidad para encontrar la emoción en lo cotidiano, aunque se ve afectada por problemas de ritmo y desarrollo de personajes en un elegante drama romántico que no cae en la sensiblería pero que sí termina siendo confuso y desigual.
"Parthenope" (Paolo Sorrentino) // Perlas
En “Parthenope" Paolo Sorrentino mantiene la estética emotiva y menos recargada que desarrolló en “Fue la mano de Dios” (2021) aunque confluyendo en ella un estilo reconocible y que en esta ocasión parece dirigido sólo a muy fans del director. Es su primera película protagonizada por una mujer, narrando la vida de Parthenope desde su nacimiento hasta su juventud y madurez, abordando temas como el sentido de la existencia, el paso del tiempo, la muerte, y la opresión de la mirada masculina.
La protagonista, que más que real es una proyección del propio director sobre una belleza aupada por el deseo mediterráneo y el hedonismo juvenil, enfrenta conflictos internos y externos, desde el suicidio de su hermano (por celos incestuosos) hasta su lucha por liberarse de los cánones machistas que la cosifican en su relación con varios personajes sintiéndose presa su cuerpo de sus ojos habiendo nacido en un entorno que no le permite ser libre evidenciando hasta el extremo la hegemonía de una mirada masculina lasciva. Un elogio de la juventud hedonista pero efímera que se capta a través de una protagonista de alma rota camuflado por el caos de unos años entre amores y desamores, baños de sol, bailes, libros y cigarros sobre la arena pero que se difuminarán con el tiempo como una belleza que será vacía si la protagonista no se preocupa de dotarse de contenido, fondo y alma.
A pesar de su ambición artística, con un buen uso de canciones como el Era già tutto previsto de Riccardo Cociante en una de las secuencias más bellas y poética de toda la filmografía del director rezumando recuerdo y melancolía, "Parthenope" resulta más estética que emocionalmente resonante, ofreciendo una experiencia hermosa de sonido y color puramente mediterráneo siendo cada plano un deleite para la vista pero imperfecta en el viaje de una mujer hacia sí misma, con el saber, el arte, la cultura y el arte como elemento vía de independencia y autonomía, no dudando en soltar amarras teniendo el espejo de una actriz, la Greta Cool de Luisa Rainieri, lastrada por su físico o en abortar para evitar cualquier atadura, frente al fascinante y decadente entorno que le rodea en busca de las llaves que dan lugar las preguntas importantes de la vida por encima del intento de encontrar las respuestas a las mismas a la hora de hablar de temas como el amor, la pérdida, la libertad, la identidad y el sexo y las concesiones que implica el paso del tiempo ante una juventud efímera.
Una filigrana artística llena de sensualidad y simbolismo al alcance sólo0 de unos pocos con una sirena contemporánea frente a las complejidades de la mirada de los otros y que si bien parece que lleve a cabo un tratado de la belleza en verdad de lo que Sorrentino habla es del paso del tiempo y de intentar conseguir encontrar una voz y en un lugar de definición en un mundo que condiciona por el aspecto y la banalidad pasando del fulgor de la juventud a la melancolía reposada pero carente de desilusión por hacer sabido coger a tiempo las riendas del destino. Hay que indagar mucho en la propuesta para extraer que es de lo que pretende hablar el director dentro de su batiburrillo de ideas y abigarrado estilo; la belleza que condiciona y que lastra para encontrar la libertad y la realización. Tiempo efímero de hedonismo juvenil y de una belleza finita como posible paso previo para el vacío de la melancolía y la angustia de un tiempo dejado atrás sin remedio. Fascinante y caótica, embriagadora y aburrida. Para muy cafeteros de Sorrentino.
Nacho Gonzalo





























