"El triángulo de la tristeza"

"El triángulo de la tristeza"

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La web oficial.

El argumento: Tras la Semana de la moda, Carl y Yaya, pareja de modelos e influencers, son invitados a un yate en un crucero de lujo. Mientras que la tripulación brinda todas las atenciones necesarias a los ricos invitados, el capitán se niega a salir de su cabina, a pesar de la llegada inminente de la célebre cena de gala. Los eventos toman un giro inesperado y el equilibrio de poder se invierte cuando se levanta una tormenta que pone en peligro el confort de los pasajeros.

Conviene ver: "El triángulo de la tristeza" es la confirmación de que el director sueco Ruben Östlund, que se reveló al mundo con “Fuerza mayor” (2014), ha demostrado que sabe retratar como nadie las miserias del primer mundo, bien sea a través de un padre de familia durante unas vacaciones en Los Alpes o del manager de un museo de arte contemporáneo en crisis de la mediana edad y afectado por los límites de la libertad de expresión. En este caso un crucero es el microcosmos en el que se dan cita los temas habituales del director presionados por un aguijón nada complaciente y con buena dosis de humor negro, giros imposibles y el hecho de ser políticamente incorrecto con todas las consecuencias y sin pedir perdón por ello, a pesar de que a veces el quemar todas las naves lleva a que el nivel de acierto sea en ocasiones de magisterio y en otras de sonrojo. Todo sin tener miedo al exceso o a herir sensibilidades en un mundo de eternos ofendidos lanzando un dardo hacia la superficialidad de la imagen, la banalidad de valorarse por una belleza que es efímera, el abuso laboral y el clasismo heredado, así como una masculinidad desconcertada por la inversión de roles de género que convierte a los hombres en unos peleles incapaces de resolver conflictos y que representan el hundimiento de todo un sistema que se había sustentado en unas premisas que ya se antojan caducas.

“El triángulo de la tristeza” parte de una pareja de modelos e influencers que son invitados a formar parte de un viaje en yate alrededor de las islas griegas, lugar en el que la diferencia de clases se hará patente cuando un grupo de multimillonarios y una señora de la limpieza filipina formen parte de una lucha por la supervivencia cuando recalen en una isla desierta superponiéndose tanto los roles como el orden de prioridades después de una travesía en la que los ricos han disfrutado de su condición mientras el personal de servicio ha trabajado para ellos sin que ni siquiera éstos hayan reparado en su presencia. Una premisa que no dista mucho de esas dinámicas de grupo en entrevistas con Departamentos de Recursos Humanos en las que se pregunta a uno a quién habría que salvar en el caso de tener que elegir a alguien y que muestra como el orden social puede cambiar de un momento a otro aunque, sea quien sea el que esté arriba, la división, la injusticia y el abuso de poder siga primando lo que más que una crítica a la lucha de clases es una reflejo de las miserias de lo que es capaz la condición humana manteniendo las injusticias sociales, cambiando el dinero por la comida (lo que lleva a cambiar el escalafón social) y con los hombres siendo ahora los sometidos. Una mirada interesante que lleva a decir al que ostenta el privilegio que no va a poder hacer otra cosa más que aprovecharse de ello ya que en caso contrario será otro el que lo haga ante una especie humana putrefacta e interesada en el que sólo impera la ley del más fuerte abocándonos a la condena que ello implica.

Östlund golpea y zarandea con un cine cruel, escatológico y burdo que desmonta las zonas de confort e interpela al espectador aunque la potencia de su premisa y mensaje suela quedar diluida por duraciones excesivas, la sucesión de viñetas y situaciones que hacen descarrilar a la propuesta como conjunto y cierta pretenciosidad de querer ser el más listo de la clase a la hora de retratar al mundo desde cierta superioridad moral, desmontando a una élite artística de la que, por otro lado, él también forma parte asentado como una de las voces más laureadas del cine contemporáneo.  Se permite iniciar la cinta con los caprichos de un casting de modelos para una campaña, presentar a pareja de influencers y modelos que discuten acaloradamente sobre quién debe de pagar la cuenta en el restaurante cuestionando los roles de género, o situar en una travesía en barco a un empresario ruso que se aprovecha de la caída del Telón de Acero vendiendo mierda (fertilizantes), una pareja de ancianos que cimentaron su carrera en la venta de granadas y que ahora sufren los caprichos de las guerras del siglo XXI, una mujer obsesionada con que tienen que limpiar las velas del barco, o una jefa de equipo que alecciona a los miembros de la tripulación a que obtengan las propinas más cuantiosas posibles. Unos personajes que toman el sol, comen ostras, beben champagne y se hacen “selfies” no escondiendo su altivez y su estilo maleducado y presuntuoso frente a los demás y a los que el director maneja con superioridad moral y extrayendo su lado más grotesco para así reírse de ellos.

“El triángulo de la tristeza” genera un buen rato, sobre todo para aquellos que sienten un cosquilleo especial cuando ven sufrir a unos ricos que, en el fondo, no son conscientes de lo vacía que están sus vidas en un viaje que retrata los condicionantes del privilegio y cómo los que lo ostentan se lo consideran ganado por intercesión divina y que no se plantean que puedan perderlo a golpe de oleaje, ante lo imprevisible de un éxito, una fama o un estatus tan volátil como un “trending topic”. Una cinta que en su mala leche e hilaridad sobre la fragilidad de un mundo, más que nunca en continuo cambio, recuerda a “La gran comilona” (1973), ante el culto al exceso hedonista y al tedio que inunda las vidas de esos aparentes triunfadores, inundada de un discurso ácido y sombrío sobre los frágiles cimientos en los que se sustenta el llamado “contrato social” a la hora de aceptar cada uno su posición y su lugar en el mundo actuando de una determinada manera según el lugar que se ocupa en el mundo y los condicionantes del entorno.

“El triángulo de la tristeza” hace referencia al símbolo entre la frente y la nariz en el que salen las primeras arrugas y que marcan los puntos del tratamiento de bótox sobre la cara, una alegoría de mostrar al mundo una imagen distinta de la que se es, pero definitoria para no perder el sitio y el lugar en un crucero con personajes que, si bien están estereotipados, también se antojan como auténticos. Un trabajo que no necesita ser rotundo, con un tercer acto reiterativo y que flojea tras el poderoso acto central en el yate, para convencer por su lucidez, perspicacia e histerismo que, por otro lado, no deja títere con cabeza en una sociedad de apariencias y buenismos. Ruben Östlund quita la tontería a más de uno que piensa que tiene el dinero por castigo y que por su cara bonita lo tiene todo hecho y que siempre va a estar en el candelero considerándose más importante que el trabajador de a pie cegado como está por sus clicks y seguidores en las redes sociales, aunque en realidad lo que quieren todos sea lo mismo mismo siendo la divergencia que unos están más cerca de ello que los otros simplemente por estatus y condición. Un seguimiento cibernético tan vacuo como volátil para influencers y aspirantes a modelo que tienen en su juventud y carisma la única arma que les valdrá para ser populares pero no para anteponerse ante las dificultades cuando la vida se revuelve frente a ellos para dar una cura de humildad.

Todo a través de los tres capítulos que forman la cinta (“Carl y Yaya”, “El yate” y “La isla”) en el que a través de una mirada burlona y enjuiciadora hacia la personalidad de los ricos lleva a que el cine del director, tal y como es el caso, provoque complicidad con el espectador por el azote hacia los que se han llevado la mejor parte del pastel pero que también deje un ejercicio rodado de manera eficaz que, no obstante, lleva para muchos a que el humor físico y esa interpelación condescendiente haga que el que denuncia lo haga de una manera poco humilde y escasamente constructiva con mucho golpe bajo pero perdiéndose en el juego de miserias, mentiras y cierta satisfacción culpable por ver sufrir a aquellos que no están acostumbrados a ello y que son los que habitualmente ponen el pie encima para que los demás no levanten cabeza. Una cinta abordada con cinismo, con cierta vacuidad superficial, pero que logra entretener y ser ágil y divertida desde la posición de pijo que se cree más rebelde e inteligente de lo que es pero que, aun así, da en la diana porque sabe de lo que habla trasladando a ese barco y a esa isla esas conversaciones en las que se enfanga la clase burguesa bien ante una mesa o con una copa de vino en la mano.

Un disfrute juguetón convertido en una locura que va a por todas pasándose de revoluciones con capitanes miedosos, marxistas y borrachines, ricos que toman el sol, empresarios rusos corruptos, asaltos de piratas, proyectiles, vómitos en la moqueta o traficantes de armas en el que hay tanto carcajadas como capacidad de conectar con cierta indignación ciudadana pero también un retrato social repulsivo y forzadamente aleccionador que dejará a muchos espectadores fuera por su petulancia, al contrario que la mucho más accesible, popular y empática “Parásitos” (2019), con la que comparte el espíritu de su acto final. Östlund suele hacerlo mejor por separado que a la hora de valorar su cine como un todo, algo que vuelve a evidenciarse en una cinta que sin ser rotunda e incontestable sí que sabe dejar claro cual es su mensaje, aunque sea de manera subrayada, siendo no obstante su trabajo más sugerente y chispeante centrándose en la apariencia del mundo de la moda, las injusticias de las jerarquías sociales y la felicidad de cartón piedra que dan las redes sociales con alguna secuencia memorable como la de la cena o las réplicas en forma de aforismo entre el oligarca ruso capitalista y el capitán de barco marxista citando por un lado a Karl Marx y a Noam Chomsky y por otro lado a Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

“El triángulo de la tristeza” es una locura que favorece el despiporre y disfrute que se planta con más ganas de ir de “destroyer” que de ser verdaderamente reflexiva ahondando en las miserias de unos humanos egoístas y hedonistas condenados a perpetuar sus errores y a fomentar y regodearse en la diferencia de clases porque nadie quiere dejar de lado el poder saborear el poder y observar a los demás desde las alturas de su posición, en el siglo XXI manifestada en el dinero, el postureo y la viralidad. El segmento del barco es lo mejor que ha hecho Ruben Östlund y sólo es una pena que su primer acto (el cual nos presenta a la pareja de modelos y sus problemas del primero mundo a la hora de pagar la cuenta de un restaurante) y el tercer acto (el de la isla en el que surge una nueva realidad como una parodia de “El señor de las moscas”) sean tan alargados aunque deje un final abierto sujeto a interpretación en el que hay que inclinarse hasta qué punto corrompe el poder y se está dispuesto a todo por mantenerlo aunque se tenga la salvación al alcance de la mano. Una sátira vista desde el punto de vista de un hombre blanco y privilegiado que no por ello tiene que ser vista con desdén ya que él mismo se cuestiona el mundo al que pertenece y del que, en mayor o menor medida, todos formamos parte y somos culpables por perpetuarlo. Un azote gozoso, certero y valiente entre luchas de clases, poder y vomiteras que tiene su principal hándicap en su irregularidad y en el hecho de que el peso de la narración se sustente más en el efecto del sketch como percha a la denuncia que en el dibujo emocional de los personajes que no son más que meros elementos accesorios ante el regodeo de un director tan lucido y desinhibido como cargante y poco sutil no arrojando una película incontestable pero sí oportuna y muy efectiva en la que el continente está por encima del contenido.

Conviene saber: Palma de Oro en el Festival de Cannes 2022, 4 galardones en los premios del cine europeo 2022 (película, dirección, actor, guión) y 3 nominaciones a los Oscar 2023 (película, dirección, guión original)

La crítica le da un SIETE

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