In Memoriam: Claudia Cardinale, la actriz que convirtió la belleza en arte

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Querido primo Teo: 

La actriz italiana Claudia Cardinale, una de las figuras más emblemáticas del cine europeo, ha fallecido a los 87 años en su casa en Francia. Con ella desaparece no sólo un rostro inolvidable, sino una presencia que dejó una huella imborrable en la historia del cine. Su belleza, luminosa y arrebatadora, le abrió las puertas de la gran pantalla en una época en la que Italia exportaba al mundo una generación de actrices que parecían diosas de celuloide. Sin embargo, Cardinale pronto demostró que lo suyo no se limitaba a la fotogenia: tras aquel rostro cautivador había una intérprete capaz de transmitir fuerza, sensualidad y vulnerabilidad con una naturalidad desarmante. Bajo la dirección de cineastas como Luchino Visconti, Federico Fellini o Sergio Leone, alcanzó una dimensión artística que la convirtió en referencia indiscutible de la gran pantalla.

Desde los dramas intensos hasta los universos barrocos o los mitos del western, supo adaptarse con la misma elegancia con la que caminaba entre la tradición del cine europeo y el magnetismo del cine internacional. Su carrera, que se prolongó durante seis décadas, se desarrolló con inteligencia y coherencia, sin perder nunca la autenticidad que la distinguía. Claudia Cardinale no fue sólo un símbolo de belleza: fue también un emblema de elegancia, carácter y fidelidad a un modo de entender la profesión. 

Nacida en Túnez en 1938, hija de inmigrantes sicilianos que huyeron del país debido a la guerra, Claudia Cardinale jamás pensó en convertirse en actriz. Su destino parecía encaminarse hacia una vida discreta, lejos de las cámaras, como maestra en el sur de Túnez, pero su belleza extraordinaria la empujó hacia un lugar inesperado: el de princesa de la gran pantalla. Su primer contacto con el cine llegó casi por azar, cuando junto a otros compañeros de la escuela Paul Cambon participó en el cortometraje “Les anneaux d’or” (1956), del director francés René Vautier que fue presentado en el Festival de Berlín, le dio cierta notoriedad local y encendió una chispa que poco después se transformaría en carrera.

A los 17 años ganó un concurso de belleza cuyo premio era acudir al Festival de Venecia. Lo que parecía una simple anécdota adolescente terminó siendo el punto de partida de toda una vida dedicada al séptimo arte. Algo inesperado para alguien sin interés y preparación para ello de partida. Allí la descubrió el director Jacques Baratier, que buscaba una actriz tunecina para su película “Goha” (1958), protagonizada por Omar Sharif. Poco después, “Rufufú” (1958) de Mario Monicelli, un éxito internacional, siendo catapultada por su papel de Carmela como nueva ninfa del cine italiano, un símbolo que la industria explotó en comedias ligeras que parecían condenarla a ser una fantasía pasajera, mero rostro de deseo.

Pero Claudia Cardinale poseía mucho más que un físico imponente. Su belleza mediterránea, piel cálida, melena negra que la acompañaba como un sello propio, mirada intensa y una sensualidad innata, venía acompañada de un carácter fuerte y una presencia magnética que desafiaba cualquier cliché. Era una mujer que la cámara no sólo amaba, sino que temía, porque en ella habitaban fuerza y misterio.

Esa cualidad única se reflejaba en detalles tan singulares como su voz ronca, que al principio fue considerada un obstáculo para su imagen de "sex symbol". Tanto que en sus primeras películas fue doblada, incluso en “Rocco y sus hermanos” (1960) de Luchino Visconti.

Fue Federico Fellini quien intuyó que aquella voz grave y carnal no debía ocultarse, sino convertirse en un rasgo distintivo. Y así lo hizo en “Fellini 8½” (1963), donde Cardinale se reveló en toda su plenitud, sumando a su físico magnético la sonoridad inconfundible de una voz que aumentaba su poder de atracción representando una huida de la realidad propia de un cine concebido como un arte lleno de magia.

Determinante en la carrera de Claudia Cardinale fue su encuentro con Luchino Visconti. Rodando “Rocco y sus hermanos” (1960), el maestro descubrió que tras aquella presencia magnética había una actriz de verdad. Su interpretación de Ginetta, la joven que encarna la esperanza de arraigo, de vida familiar y de integración en la nueva realidad urbana, se erige como un contrapunto luminoso frente a la fatalidad que representa Nadia, interpretada por Annie Girardot, cuyo destino precipita las tensiones más desgarradoras dentro de la familia Parondi.

Bajo la mirada de Visconti, la presencia de Cardinale revela no sólo su extraordinaria belleza, sino también una sensibilidad naturalista y espontánea que comenzaba a perfilarla como una intérprete de gran hondura, representando junto a Alain Delon una nueva generación procedente de Europa tan indómita como deslumbrante capaz de competir de manera más terrenal pero igual de deslumbrante con las grandes estrellas de Hollywood de la época.

Algo que también certificó en "La chica con la maleta" (1961) de Valerio Zurlini, una bella bailarina de los tugurios de Milán que es seducida y abandonada por un señorito de Parma y que encontrará en el hermano de éste un asidero emocional, o en "La calle del vicio" (1961) de Mauro Bolognini, dando vida a una prostituta de la que se enamoraba Jean-Paul Belmondo.

Tres años más tarde, Visconti confió plenamente en ella para “El gatopardo" (1963). Como Angélica, y con un corsé apretado que le ocasionaba sangre durante el rodaje, Cardinale representó la vitalidad que contrastaba con la aristocracia en decadencia que retrataba la película; era la encarnación misma de una nueva clase social que se abría paso y desplazaba a la vieja nobleza siciliana. Su presencia en pantalla no sólo iluminaba el salón del príncipe de Salina, sino que quedaba como símbolo de un tiempo nuevo con escenas inolvidables como la del baile. 

En aquel mismo periodo, Federico Fellini también reclamaba a la actriz para “Fellini 8½” (1963). La disputa entre ambos directores terminó en un acuerdo que permitió a Cardinale compaginar los dos rodajes ya que, durante la semana, si bien rodaba tres días con Visconti en otros dos lo hacía con Fellini. En manos de este último, se convirtió en Claudia, musa y aparición idealizada, una mujer luminosa que casi flota en el aire y que surge en la mente de Guido Anselmi como proyección de la perfección y del deseo. Un ejercicio fílmico volcado en la improvisación e inspiración del genio italiano.

Figura casi onírica, representaba lo que el propio Fellini anhelaba: belleza, frescura, la promesa de una pureza inalcanzable. Con él, Cardinale encontró el cineasta que la liberó de etiquetas: ya no era solo la “estrella mediterránea” ni la “fantasía erótica”, sino una intérprete en toda su plenitud. No era un cuerpo que debía embellecerse desde fuera, sino una mujer que se bastaba a sí misma para hechizar la pantalla.

El éxito internacional de “Rufufú”, unido a sus colaboraciones con Visconti y Fellini, le abrió las puertas de Hollywood. Allí trabajó en “La pantera rosa” (1963) de Blake Edwards, “El fabuloso mundo del circo” (1964) de Henry Hathaway, “Misión secreta” (1966) de Phillip Dunne o “Los profesionales” (1966) de Richard Brooks, compartiendo escenas con Peter Sellers, David Niven, Rock Hudson, Anthony Quinn, John Wayne o Tony Curtis, siempre sin perder su sello personal.

Bajo la dirección de Sergio Leone, alcanzó la dimensión de mito internacional con “Hasta que llegó su hora” (1968). Su personaje, Jill McBain, se convirtió en un icono del western, un género que pocas veces había ofrecido a una mujer un papel tan decisivo. Cardinale encarnó a una heroína compleja, frágil y resistente, que otorgaba al relato una profundidad emocional inédita más allá de lo que podía ofrecer el género de una película cuyo reparto le hacía estar rodeada de hombres.

Más allá de Italia y Hollywood, desarrolló también una brillante carrera en Francia, trabajando con el legendario Abel Gance en “Austerlitz” (1960) y midiéndose con Brigitte Bardot en "Las petroleras" (1971). Más tarde se puso a las órdenes de Werner Herzog en “Fitzcarraldo” (1982), de Marco Bellocchio en “Enrique IV" (1984), e incluso de Fernando Trueba en “El artista y la modelo” (2012).

En su autobiografía reveló el episodio más doloroso de su vida: la violación que sufrió a los 17 años en Túnez, de la que quedó embarazada. Aquel hijo fue criado inicialmente por sus padres, presentado al mundo como su hermano menor, hasta que el productor Franco Cristaldi, con quien Cardinale estuvo casada entre 1966 y 1975, lo adoptó como propio. Esa experiencia traumática, unida a la presión constante de una industria que la veía como presa fácil, la convirtió en una férrea defensora de los derechos de las mujeres. Fue embajadora de buena voluntad de la UNESCO y se implicó con fuerza en causas feministas, dando voz a quienes no la tenían.

Su trayectoria fue reconocida con numerosos galardones: el León de Oro honorífico en el Festival de Venecia en 1993, el Oso de Oro a toda su carrera en el Festival de Berlín en 2002, además de tres premios David di Donatello; premio especial por "La chica con la maleta" (1961) y mejor actriz “El día de la lechuza” (1968) y “Bello, honesto, emigrado a Australia, quiere casarse con chica intocada” (1972). También recibió el premio honorífico de la Academia italiana en 1997 y fue candidata una vez más al David di Donatello por "Ultima fermata" en 2016.

Claudia Cardinale fue mucho más que un rostro bello. Supo trascender la etiqueta de "diva" para convertirse en una actriz respetada, capaz de dotar de vida y densidad a cada personaje. Con su muerte desaparece una de las últimas grandes damas del cine clásico europeo, pero su imagen permanecerá intacta en la memoria de los espectadores: la joven Angélica que ilumina “El gatopardo”, la musa onírica de “Fellini 8½”, la mujer indomable que resiste en “Hasta que llegó su hora”. El cine, como la memoria, nunca olvidará la intensidad de su mirada ni la fuerza de su arte.

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Mary Carmen Rodríguez 

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