In Memoriam: Robert Redford, el último caballero de Hollywood

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Querido primo Teo: 

Uno nunca se imagina la muerte de alguien como Robert Redford porque son nombres que siempre permanecen jóvenes en el imaginario colectivo. Robert Redford murió como había vivido: en silencio, rodeado de montañas y de la familia que eligió como refugio. El actor falleció a los 89 años, mientras dormía, en su casa de Sundance (Utah) el lugar que convirtió en sinónimo de libertad creativa y que hoy se asocia inseparablemente a su nombre. Con él desaparece no sólo un intérprete y director de cine, sino también un símbolo irrepetible de lo que alguna vez se llamó el Nuevo Hollywood y el arquitecto de un territorio cultural sin el cual el cine independiente estadounidense difícilmente sería lo que es hoy. Su increíble fotogenia y magnetismo lo erigieron en una de las grandes estrellas que ha conocido Hollywood, heredero natural de la tradición del galán clásico, pero con una modernidad inquieta, una integridad embaucadora y un aire de inconformismo que lo mantuvieron siempre vigente.

Supo ser a la vez héroe romántico y forajido rebelde, rostro de los años setenta y conciencia crítica de un cine que buscaba nuevas formas de contar. Tuteó a Paul Newman y Marlon Brando, compartió cartel con las mayores leyendas de su tiempo, y dio el salto a la dirección con "Gente corriente" (1980), ópera prima que lo consagró en los Oscar como un cineasta sensible, atento a los conflictos íntimos de las personas más allá de las superproducciones.

Desde Sundance, su proyecto vital más ambicioso, levantó una plataforma que cambió el curso de la industria frente a las limitaciones y cortapisas de la misma para los talentos emergentes: allí nacieron voces como Steven Soderbergh, Quentin Tarantino o los hermanos Coen, cineastas que encontraron en ese espacio el impulso necesario para desafiar el sistema.

Redford trascendió la condición de mito gracias a un talento versátil que le permitió brillar tanto delante como detrás de la cámara, a una curiosidad artística que lo llevó a arriesgarse siempre y a un compromiso social y político (en favor del medioambiente, la diversidad cultural y la libertad de expresión) que lo convirtió en referente moral y cultural para varias generaciones.

Su historia tiene algo de novela americana. Nació en Santa Mónica en 1936, hijo de un contable y de una madre de salud frágil que murió cuando él apenas era un adolescente, una pérdida temprana que marcaría para siempre su carácter. En él convivieron desde el principio rebeldía, talento y un compromiso de continua búsqueda: abandonó la universidad, recorrió Europa con un cuaderno de dibujo bajo el brazo y regresó a Estados Unidos con una vocación distinta, más cercana al arte y a la creación que a la vida convencional que parecía destinada para él. Una apertura de miras que fomentó una curiosidad que marcaría su vida y su carrera desde una perspectiva cultivada en Europa desde la que vería las contradicciones e hipocresías de su propio país.

En Nueva York encontró su verdadero territorio de formación. Entre talleres de pintura y noches largas en Greenwich Village descubrió en el teatro y en las aulas del Actors Studio un lenguaje expresivo que lo marcaría para siempre: la búsqueda de la verdad emocional. 

En 1959 debutó en Broadway, con un pequeño papel en la obra “Tall Story”, y pronto llamó la atención de la crítica. El gran salto llegó con “Descalzos por el parque” de Neil Simon, donde compartió protagonismo con Elizabeth Ashley. El éxito de aquella comedia romántica no sólo le convirtió en una promesa sólida del teatro estadounidense, sino que también le abrió las puertas de Hollywood. En paralelo, mientras se curtía en los escenarios, Redford multiplicaba sus apariciones televisivas en un medio que en los años sesenta se consolidaba como plataforma de talentos emergentes.

Participó en series como “Alfred Hitchcock presenta” (1961), "La dimensión desconocida" (1962) y "Los intocables" (1963), papeles pequeños pero significativos que le permitieron adquirir oficio y familiarizarse con las exigencias de la cámara, consiguiendo incluso una nominación al Emmy por "Fred Astaire" en 1963. Esa mezcla de disciplina teatral y experiencia televisiva forjaría las bases de un estilo interpretativo naturalista, directo, que lo distinguiría cuando diera el salto definitivo al cine.

Los años sesenta lo vieron crecer como actor de teatro y televisión, hasta que llegó el momento de trasladarse a Hollywood. Allí debutó con "Soldado o cazador (El que mató por placer)" (1962) de Denis Sanders, donde conoció a Sydney Pollack que le dirigiría en siete títulos desde "Propiedad condenada" (1966) hasta "Habana" (1990), y fue un fugitivo bajo la dirección de Arthur Penn en “La jauría humana” (1966), compartiendo reparto con Marlon Brando, Robert Duvall y Jane Fonda, y junto a esta última, poco después, dio el salto a la gran pantalla con la deliciosa adaptación cinematográfica de “Descalzos por el parque” (1967), obra de teatro de Neil Simon, que consolidó su visibilidad.

Tras ser el sheriff de "El valle del fugitivo" (1969), un western modesto que tenía de novedoso el mirar desde la perspectiva del indio, y ser el esquiador de "El descenso de la muerte" (1969), su proclamación definitiva como uno de los príncipes de Hollywood fue gracias a “Dos hombres y un destino” (1969), de George Roy Hill. La química inigualable que desplegó junto a Paul Newman, compartiendo complicidad y transmitiéndola a través de la pantalla, lo catapultó al estrellato: juntos formaron un dúo que desbordaba carisma, encanto y poder seductor, redefiniendo la figura de la pareja masculina en el cine estadounidense y llenándola de elegancia, empatía honestidad y ternura.

El joven rubio de mirada intensa y sonrisa contenida se convirtió, de la noche a la mañana, en el nuevo rostro de Hollywood: un heredero de la galantería clásica, pero también un emblema de los aires de cambio y rebeldía de la época como se pudo comprobar dando vida al motorista de "El precio del fracaso" (1970), el aviador de "El carnaval de las águilas" (1975)

La década de los setenta lo consolidó como una figura imbatible en la industria. Encadenó títulos que definieron una generación: “Tal como éramos” (1973), donde su química con Barbra Streisand dio lugar a uno de los romances cinematográficos más recordados a través de una pareja que sufre las desilusiones ideológicas y amorosas y los vaivenes políticos de su tiempo; “El golpe” (1973), que reunió de nuevo al tándem con Newman formando una impagable pareja de estafadores, valiéndole su única nominación al Oscar como actor (la película recibió siete estatuillas); y “Las aventuras de Jeremiah Johnson” (1972), un western crepuscular que anticipaba su preocupación por la naturaleza y el individuo en conflicto con el sistema.

Redford conectó con más de una generación de espectadores a los que cautivo y concienció como el amoral político de "El candidato" (1972), el enigmático nuevo rico rodeado de lujo, boato y copas de champagne de "El gran Gatsby" (1974), el agente de la CIA baqueteado por la atmósfera de conspiración y paranoia de "Los tres días del Cóndor" (1975), o formando parte de la coral cinta bélica "Un puente lejano" (1977). Una década de esplendor y asentamiento de un estatus de estrella que ya nunca le abandonaría y que, gracias al prestigio cosechado, le llevaría a elegir sus trabajos en base a sus intereses y convicciones así como explorar distintos campos más allá del de la actuación.

Pero el proyecto que marcó un antes y un después fue “Todos los hombres del presidente” (1976), el emblemático thriller periodístico donde encarnó al periodista Bob Woodward en la investigación del caso Watergate. Aquella película no sólo fue un éxito crítico y comercial, sino que confirmó a Redford como un intérprete con inquietudes políticas, capaz de poner su prestigio y su fama al servicio de relatos con carga histórica y social.

Como señaló Jane Fonda, una de sus compañeras de generación, con la que volvería a repetir en "El jinete eléctrico" (1979), Redford demostró que se podía ser estrella y, al mismo tiempo, tener conciencia de lo que se contaba en la pantalla a través de personajes historias que se movían entre la ambición del sueño americano y el deseo de éxito en contraposición con las miserias propias de una sociedad amoral. En un Hollywood dominado por el espectáculo y las taquillas millonarias, él encarnó la rara síntesis entre mito romántico y ciudadano comprometido, entre el magnetismo del galán clásico y la ética del narrador consciente de su tiempo.

Cerró aquella década gloriosa con "Brubaker" (1980), como el director de prisiones que se hace pasar por un preso recién llegado para descubrir la corrupción sistémica de la misma, y dando un paso inesperado que se convirtió en una jugada ganadora: se puso detrás de las cámaras con “Gente corriente” (1980), un drama sobre una familia marcada por la tragedia y que tiene que afrontar el duelo sorprendiendo tanto a crítica como a público.

Contra todo pronóstico para un debutante en la dirección, la película ganó 4 premios Oscar (incluidos los de mejor película y mejor director) y reveló que su mirada iba mucho más allá de la fotogenia. Redford no quería ser únicamente la estrella que llenaba portadas, sino un narrador interesado en explorar la condición humana en toda su complejidad.

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A este film le siguieron títulos como la bella y naturalista “El río de la vida” (1992), la ácida disección del aparataje televisivo de “Quiz Show (El dilema)” (1994) y las bienintencionadas “El hombre que susurraba a los caballos” (1998) o "La leyenda de Bagger Vance" (2000), siempre con una puesta en escena elegante y clásica, sostenida en una ética de la narración que privilegiaba los dilemas morales y las tensiones entre la vida íntima y la esfera pública.

En cada proyecto, Redford demostraba que su compromiso con el cine iba más allá del glamour, y que lo esencial era plantear preguntas a los espectadores, no dar respuestas fáciles. Por "Quiz Show (El dilema)" Redford consiguió su tercera y cuarta candidatura al Oscar como productor y director.

En paralelo, cimentaba el proyecto que marcaría su legado más duradero: el Instituto Sundance y el Festival de Cine de Sundance. Fundado en 1981, aquel pequeño laboratorio en las montañas de Utah para directores y guionistas nació con la intención de dar voz a cineastas que Hollywood ignoraba, a historias que no encajaban en la lógica de los grandes Estudios. Con el tiempo, Sundance se transformó en el epicentro global del cine independiente, la plataforma que alumbró a generaciones enteras de creadores siendo testigo y hacedor para darle el peso que merecen a este tipo de historias, primando el realismo, el compromiso y la autenticidad más allá del negocio que es Hollywood.

Quentin Tarantino, Steven Soderbergh, Paul Thomas Anderson, Kelly Reichardt, Debra Granik, Ryan Coogler o Damien Chazelle encontraron allí su primera ventana al mundo. Lo que empezó como un refugio se convirtió en una revolución silenciosa que cambió el rumbo de la industria. En el año 2002 la Academia le concedió el Oscar honorífico tanto por su carrera como por su labor para impulsar el cine independiente USA creando una cultura, una simbología y una razón ser en torno a Sundance. 

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Mientras tanto, Redford seguía cultivando su magnetismo en pantalla. Deslumbró como el bateador atormentado de "El mejor" (1984) de Barry Levinson, enamoró a buena parte del público y a Meryl Streep lavándole la cabeza y surcando los cielos mecidos por la música de John Barry mientras sobrevolaban la sabana africana en la oscarizada “Memorias de África” (1985), a Michelle Pfeiffer en “Íntimo y personal” (1996), e incluso fue tanto un fiscal subyugado por dos mujeres en la comedia "Peligrosamente juntos" (1986) como un millonario tentador y sin escrúpulos en el thriller “Una proposición indecente” (1993), demostrando que podía reinventarse como galán para nuevas generaciones sin perder autenticidad.

Y aunque en varias ocasiones anunció su retirada, nunca se alejó del todo. Lo vimos junto a Brad Pitt, otro rubio icónico, en "Spy game (Juego de espías)" (2001), con Morgan Freeman y Jennifer Lopez en "Una vida por delante" (2005) y confirmó su interés detrás de las cámaras y su espíritu comprometido en pro de la dignidad humana, denunciando la corrupción sistémica así como la hipocresía moral de los poderosos, a través de "Leones por corderos" (2007), "La conspiración" (2010) y "Pacto de silencio" (2012). Redford siempre quiso que sus papeles y su obra importaran y fueran relevantes para la conciencia social del tiempo que le había tocado vivir.

Sorprendió con una interpretación casi sin palabras en “Cuando todo está perdido” (2013) de J.C. Chandor, donde un hombre lucha solo contra el mar: muchos vieron en ella una parábola de su carrera, la del individuo enfrentado al destino con entereza y dignidad. Un trabajo memorable que le hizo rozar la nominación al Oscar cosechando candidaturas en los Globos de Oro y en los Critics'Choice (BFCA) además de ser considerado el mejor actor para la Asociación de Críticos de Nueva York (NYFCC).

Se pasó por el universo Marvel en "Capitán América: El soldado de invierno" (2014), enarboló la defensa del cuarto poder en "La verdad" (2015), emprendió caminata junto a Nick Nolte en "Un paseo por el bosque" (2015), le tocó suceder a Mickey Rooney en el remake de "Peter y el dragón" (2016) y se reencontró con Jane Fonda en la otoñal "Nosotros en la noche" (2017), una de las primeras películas originales del catálogo de Netflix y que se proyectó fuera de concurso en el Festival de Venecia recibiendo ambos intérpretes el León de Oro honorífico por su carrera.

“The old man & the gun” (2018) de David Lowery, la historia de un persistente atracador con mucho de caradura pero también de encanto, no escondía que su razón de ser no era más que rendir tributo a la carrera de una leyenda, siendo la despedida oficial en la pantalla de Robert Redford (si dejamos de lado sus cameos en "Los vengadores: Endgame" en 2019 y en la serie "Dark winds" este mismo 2025) con una sonrisa, la misma con la que había conquistado a millones de espectadores medio siglo antes. La Academia del cine galo le brindó el César de honor en la edición de 2019.

Más allá de los sets y las alfombras rojas donde lucía su cabellera rubia y conquistaba con su mirada azul y profunda, Redford, demócrata convencido, fue un defensor incansable del medioambiente. Prestó su voz y su influencia a campañas ecologistas, denunció el cambio climático cuando aún no era una causa común y apoyó a comunidades indígenas en la defensa de sus territorios. Siempre prefirió el contacto con la naturaleza al fulgor de los flashes, y su refugio en Utah, convertido en santuario cultural y natural, resume bien la dualidad de su vida: estrella global y, al mismo tiempo, hombre que buscaba silencio y autenticidad.

Más que una leyenda de Hollywood, fue un narrador, un activista y el fundador de Sundance, un faro para las voces independientes. Demostró que la cultura y el arte pueden transformar la sociedad y que defender la naturaleza es un deber de todas las generaciones. Robert Redford fue mucho más que el galán de turno evolucionando como artista que nunca dejó de creer en la verdad y la belleza.

Robert Redford fue muchas cosas a la vez: actor icónico, director premiado, activista comprometido y, sobre todo, puente entre dos mundos. Entre el Hollywood clásico y el moderno; entre el cine de grandes Estudios y el independiente; entre la imagen de galán eterno y la figura del creador consciente de su tiempo. Su rostro representó una época, pero su obra ayudó a construir el futuro.

Redford se va, pero su legado permanece: en cada plano de sus películas, en cada cineasta que encontró voz en Sundance, en cada espectador que todavía cree que el cine puede cambiar el mundo.

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Mary Carmen Rodríguez

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Tajuk
Tajuk
2 meses atrás

Un grande entre grandes. Una templanza del todo inhabitual en un mundo de Hollywood podrido de egos y dinero. El festival de Sundance es un legado digno de un gigante, y toda película digna de mención y de calidad que ese instituto y festival han creado, son un legado eterno. Eso es entender el mensaje esencial de la vida.

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